26 de diciembre, 2022
De la Palabra nace la vida
y la Palabra, que es la vida,
es también nuestra luz.
La luz alumbra en la oscuridad,
¡y nada puede destruirla!
Juan 1.4-5, TLA
Trasfondo
U |
no de los grandes lemas de la fe cristiana y, particularmente, de la Reforma Protestante, es el que puede leerse en el Muro Internacional que conmemora dicho movimiento en Ginebra: Post tenebras lux (“Tras las tinieblas, la luz”), que retoma el espíritu de la enseñanza del Cuarto Evangelio sobre la irrupción de la luz en el mundo para someter y sustituir a las sombras. Aunque lo cierto es que, en los evangelios, la gran metáfora de la luz continúa la del AT (Isaías 60.1-3 es un gran ejemplo), en donde la luz simbolizaba “la trascendencia y la presencia de Dios; la luz de su rostro, su favor; es símbolo de vida y salvación, de alegría y seguridad; la palabra de Dios es luz porque guía al hombre; el hombre participa de esa luz y puede comunicarla, en particular con sus obras en favor de los demás”.[1] En el Cuarto Evangelio, la relevancia de la Palabra y la luz, así como la relación íntima entre ambas forma parte de su mensaje central: “…el símbolo de la luz se encuentra en todo el evangelio. […] …la luz es el resplandor de la vida, de la plenitud de vida contenida en el proyecto creador (1.4: ‘La Palabra/Proyecto contenía vida y la vida era la luz del hombre’); no existe […], por tanto, una luz anterior ni diferente de la vida misma: la luz es la plenitud de vida, en cuanto puede ser deseada y conocida, y sirve de guía al hombre”.[2]
El gran poema teológico de Juan
1.1-18 es una celebración y proclamación de la eternidad del Logos (1.1-2), de
la actividad creadora de la Palabra divina (1.3) como fuente de vida (4), de la
presencia de la vida-luz (5a), resistida por la fuerza de las tinieblas que son
derrotadas finalmente (5b), de la venida del Logos-luz al mundo (9-10), que fue
rechazado (11), pero que finalmente impuso su gloria entre quienes lo
recibieron (12-14). La Palabra divina, subraya el texto, vino a “acampar”, a
“establecer su tienda” entre nosotros. Una temática arrolladora que es
desarrollada en el resto del evangelio, especialmente cuando el Señor Jesús
afirma enfáticamente que es “la luz del mundo” (8.12; 9.5). Además, los/as
seguidores/as de Jesús son llamados a ser de una progenie diferente, es decir,
“hijos de la luz” (12.36). En América Latina tenemos a un teólogo devoto de la
luz divina, el costarricense Victorio Araya (1945), quien ha hecho de este tema
el centro de toda su reflexión y lo ha plasmado en una trilogía: “En el Nuevo
Testamento, será la I Carta de Juan (finales del siglo I), la que dé un salto
cualitativo con respecto al Antiguo Testamento. Superando la comprensión
estrictamente Dios-Luz, afirma explícitamente que “Dios es Luz” (sin artículo
para expresar cualidad, J. Mateos) complementado con el aserto: ‘y en Él no hay
oscuridad alguna’ (1.5)”.[3]
El Cuarto
Evangelio da por sentado que en el interior de Dios no existe el tiempo o, para
decirlo humanamente, el tiempo está detenido o suspendido, que Dios no se rige
de ninguna manera por el cronos y que transcurre de una manera
infinitamente distinta a como transcurre para nosotros, por la forma en que
estamos sometidos a los dictados del tiempo. Por ello, tal vez, el autor de
este evangelio no consideró necesario escribir una “historia del nacimiento”
sino que, a contracorriente de sus colegas, intentó ahondar en el misterio divino
más profundo. Para ello, recurrió al lenguaje de Génesis 1 y de Proverbios 8,
donde, en el primer caso, está la idea de “principio”, del inicio absoluto de
todas las cosas, donde Dios vuelve a ejercer su poder creador para instaurar lo
nuevo en el cosmos y así dar inicio a una nueva realidad, tal como lo hizo en
la creación originaria. En el segundo caso, basándose en la realidad de la
“preexistencia” del Logos (1.1a, tan firmemente expuesta en el resto del
evangelio: 8.58; 17.5, 24) y de la Sabiduría, trasfondo obligado para
comprender lo sucedido con Jesús. El Logos divino (acompañado por ella) fue
co-creador con Dios (1.2-3). La luz emanada por él vino a iluminar el mundo
(1.4-5). Este simbolismo apunta hacia lo negativo, hacia lo opuesto, lo crítico,
representado por la oscuridad: Juan apuntaría hacia la venida de esa luz como
una necesidad kairológica (1.6-9). “El contenido del proyecto divino, y
su efecto como palabra, es ‘vida’, la cualidad divina por excelencia, la
descripción del ser del Padre (6.57). El núcleo y la finalidad de la obra
creadora, la comunicación de vida, colocada en el prólogo del evangelio, hace
que todo deba leerse en esa clave. De hecho, tal es la misión de Jesús (10.10),
comunicar vida al hombre hasta la plenitud (cf. 1.12-13)”.[4]
El Logos, agrega
el texto, vino a acompañar al mundo como una realidad histórica entre los
pliegues del tiempo, pero para reconocerlo era preciso hacerlo con los ojos de
la fe, que no funcionaron para la mayoría (1.10-11), ni siquiera su propio
pueblo, el judío (1.11). Quienes lo recibieron como Enviado de Dios, es decir,
las comunidades juaninas de la época del Cuarto Evangelio y de las Cartas de
Juan, alcanzaron la filiación divina gracias a él (1.12-13). En ese momento del
discurso se afirma el hecho kairológico máximo: a) el Logos se hizo
carne (sarx, 1.14a), b) habitó entre la humanidad (“se hizo uno
de nosotros”, 14b) y c) fue visible su gloria como hijo único del Padre,
así como su gracia y verdad (14c). De todo esto dio testimonio con anterioridad
Juan a fin de anunciar la venida del Logos preexistente de Dios (15). “Al
presentar a Jesús como ‘luz verdadera (= alethinós) que ilumina’ (Jn
1.9), Juan destaca a Jesús como el que comunica la plenitud de la vida de Dios,
expresión de su amor gratuito y fiel”.[5]
Vivimos tiempos difíciles. La oscura noche de
injusticia pareciera una "oscuridad sin aurora". ¿Creemos, sí o no,
que Dios es luz y salvación? En medio de nuestra historia conflictiva las fuerzas
de la muerte y del anti-reino actúan poderosamente. Buscan sofocar, apagar de
mil formas, el proyecto de la Luz-Vida de Dios. San Juan nos recuerda que la
luz vino al mundo. pero los seres humanos preferimos las tinieblas. No
comprendimos el proyecto de Dios y lo rechazamos, amenazando la vida de toda la
creación. Quienes realizan las obras de las tinieblas detestan y rehúyen la
luz, para que sus obras estériles no queden al descubierto (cf. Jn. 3.19-21).
La confesión de Dios como luz nos
invita en esperanza. para que afirmemos nuestra fe-confianza en la cercanía de
Dios: Emanuel que significa Dios “con-nosotros y nosotras" (Mt. 1.23) y su
fidelidad hasta el fin, al proyecto de luz-vida.[6]
Conclusión
“Juan 1.14”, Jorge
Luis Borges
Refieren las historias orientales
la de aquel rey del tiempo, que sujeto
a tedio y esplendor, sale en secreto
y solo, a recorrer los arrabales.
Y a perderse en la turba de las gentes
de rudas manos y de oscuros nombres;
hoy, como aquel Emir de los Creyentes,
Harún, Dios quiere andar entre los hombres
Y nace de una madre, como nacen
los linajes que en polvo se deshacen.
Y le será entregado el orbe entero,
aire, agua, pan, mañanas, piedra y lirio,
pero después la sangre del martirio,
el escarnio, los clavos y el madero.
El otro, el mismo (1964)
[1] Juan Mateos y Fernando Camacho, Evangelio,
figuras y símbolos. 4ª ed. Córdoba, Ediciones El
Almendro, 2007, p. 77.
[2] Ibid., p. 78.
[3]
V. Araya, La luz de una
candela. San José, Universidad Bíblica
Latinoamericana, 2014, p. 20. Cf. Ídem, Luz sin
ocaso. El símbolo de la luz en la Biblia, Alajuela,
2014; y Caminata en la luz. 40 días en el
camino de la luz. San José, Arboleda, 2015.
[4]
Juan Mateos y Juan Barreto, 2ª ed.
Evangelio de Juan. Análisis lingüístico y comentario exegético. Madrid, Ediciones Cristiandad, 1982, p. 56.
[5] V. Araya, Luz sin ocaso, p. 61.
[6] V. Araya, “La utopía de la luz”, en Pasos, segunda época, núm. 56, noviembre-diciembre de 1994, p. 36.
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