12 de junio, 2022
Jesús le dijo: “Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos”.
Mateo 8.22, Reina-Valera Contemporánea
Trasfondo
Mateo es un evangelio notablemente
eclesiológico. Su descripción de la fundación y desarrollo de las comunidades
cristianas se despliega en un horizonte dominado por la preocupación pastoral
acerca de lo que podía y debía ser una iglesia netamente cristiana, basada en
el seguimiento comprometido y bien arraigado en la vida comunitaria alrededor
de la memoria de Jesús de Nazaret. El libro mismo es un testimonio de la manera
en que se asimiló su mensaje sobre el Reino de Dios y sobre cómo sirvió de base
para la conformación de la comunidad (ekklesía, qahalá [ar.], “reunión”,
“asamblea convocada”; único evangelio en donde aparece esta palabra). El
documento expone la forma en que se consolidó el compromiso cristiano y adquirió
un rostro eclesial con el paso del tiempo, tal como lo sintetizó Pablo Richard:
En cada frase del Evangelio podemos encontrar siempre tres dimensiones: la memoria del Jesús histórico, el proyecto de Iglesia construido sobre esa memoria y el desafío a la comunidad (de ayer y de hoy) de caminar según esta memoria y este proyecto. Todo el Evangelio de Mateo debe ser interpretado con un sentido eclesiológico: un modelo de Iglesia detrás del cual está la persona viva de Jesús y delante del cual estamos nosotros. El modelo de Iglesia que nos propone Mateo, fundado en la memoria de Jesús, es ciertamente un modelo utópico.[1]
Mateo fue escrito, muy
probablemente, en Antioquía, en la segunda generación cristiana, y refleja la incorporación
de conversos a la comunidad judeocristiana, además de que se deja sentir en él
la fuerte influencia del apóstol Pedro, aun cuando Pablo también perteneció a
ella. “Pedro no es el primer Papa, sino el discípulo real que representa la
comunidad de hombres y mujeres que constituyen la Iglesia. Sobre este
discipulado, Jesús edifica su Iglesia”.[2] De modo que existieron tres corrientes cristianas en esa época: la de Jerusalén,
la de Antioquía y la de Pablo, ya como misionero autónomo. La tendencia de la
segunda fue moderada, “no tan estricta como la de Santiago […], pero tampoco
tan ‘abierta’ y ‘liberal’ como podía ser el cristianismo de cuño paulino”.[3] Detrás del texto hay cincuenta años de tradición oral que se mantuvo viva
en Galilea, Siria y Antioquía. Muchos testigos y profetas participaron indirectamente
en la creación de este Evangelio fundador de la iglesia de Jesús.
La radicalidad
del llamamiento de Jesús a seguirlo, base del compromiso (8.18-22)
El concepto clave de la eclesiología de Mateo “es el de discípulo; ser cristiano es ser discípulo de Jesús. Discípulos no son sólo los del pasado, aquellos que se conocen, tienen importancia, de los que da sus nombres… sino que todos los creyentes posteriores son también discípulos de Jesús. Por eso, cuando el evangelio de Mateo se refiere a ‘los discípulos’, está hablando de unos personajes del pasado y, a la vez, de los seguidores de Jesús de hoy, de su tiempo, de los miembros de la comunidad, de los lectores del evangelio…”.[4] Si en Mateo 4.17-22 Jesús llamó a algunos pescadores como sus primeros seguidores, después del Sermón del Monte surgieron al menos otros candidatos para integrarse al grupo. Además, “al verse rodeado de mucha gente” (8.18), decidió pasarse a “la otra orilla” del lago (18b), es decir, a las regiones no judías de Galilea: “La expulsión de los demonios con su palabra (v. 16) preparaba lo que va a suceder en territorio pagano. Jesús se dispone a salir de los límites de Israel”.[5] La sección termina con el llamado a Mateo (9.9-13): al comer con los pecadores en casa del publicano, el Señor se sitúa totalmente en “la otra orilla”.
El deseo de seguir (akolouthéso) a Jesús “adondequiera que fuera” (4.19) era una excelente intención por parte del escriba, cuyo oficio supuestamente lo prepararía bien para ello. Pero la exigencia de Jesús, un tanto inesperada, y subrayada por el atenuante del v. 20 (“el Hijo del hombre no tiene un lugar fijo para vivir”) fue lo bastante radical para alejarlo de tal posibilidad. La elipsis que sigue a la respuesta de Jesús muestra que el escriba no fue capaz de superar tamaña prueba, pues estaba ausente cualquier forma de confort o estabilidad para seguirlo: “El letrado supone que el camino de Jesús tiene un término. Jesús lo niega: toda su vida, hasta el momento de su muerte, va a ser una pura entrega, sin instalación ni descanso. […] El discípulo ha de participar en esta misión del maestro”.[6] Es comprometerse con el Señor de manera absoluta. Algo similar sucede con el otro aspirante, quien antepuso sepultar a su padre, antes que seguirlo: “La urgencia de la misión es tan grande, que no deja tiempo ni para los deberes más elementales”.[7]
La radical novedad de Jesús, razón de ser del compromiso cristiano (4.23-27)
Al subir a la barca rumbo a territorio gentil,
Jesús protagoniza el famoso episodio de la tormenta (v. 24, seísmos),
en el que los discípulos debieron despertarlo para evitar el naufragio (25). Su
respuesta apeló a su poca fe para enfrentar una situación como ésa (26a). Luego
de calmar la tempestad con sus palabras (un recuerdo mitológico de la victoria
divina sobre el caos marino), “sobrevino una calma impresionante” (26b), lo que
ocasionó el asombro de los acompañantes, que se interrogaron sobre la “clase de
hombre” que era el Señor (27b).
La pregunta subraya la admiración de los presentes, pues se encontraron de frente con un hombre que venía a ser la razón de ser de todo compromiso cristiano, construyéndose sobre el camino de un seguimiento radical, nada ostensible, pero experimentado como fundamento absoluto de su inserción en la realidad del Reino de Dios, algo que aquellos discípulos vivieron de manera inmediata en el episodio de los endemoniados de Gadara (8.28-34), en el lado oriental del lago, a unos diez kilómetros al sur de la desembocadura del Jordán.
Conclusión
Parece, pues, que los relatos nos hablan de formas
distintas de seguir a Jesús. Unos le siguieron de cerca y de forma continuada
en su caminar itinerante, propio tal vez de su condición de carismático
ambulante; otros, le siguieron de forma más ocasional. Pero a todos ellos
dirigió Jesús su llamada radical al seguimiento. A todos les apremió a
amar sin fronteras, a perdonar setenta veces siete y a ser buenos del todo como
el Padre lo es. A todos les invitó a venderlo todo para comprar el tesoro
escondido o la perla preciosa. Los textos no nos autorizan a hacer
distinciones entre seguidores de primer orden —los que supuestamente habrían
recibido con exclusividad la llamada radical al seguimiento, es decir, el
círculo de los discípulos itinerantes— y seguidores de segundo orden, llamados
sin radicalidad alguna, es decir, las muchedumbres que formaban el pueblo
sencillo en general, que con frecuencia aparecen en los relatos evangélicos.
Convendría incluso añadir que los evangelios
sinópticos […] nos presentan a esas multitudes que forman el pueblo (óchlos)
como las que mejor supieron comprender el mensaje de Jesús y acoger de forma
más entusiasta y generosa su llamamiento, en contraste significativo con la
dificultad de los “discípulos”.[8]
[1]
P. Richard, “Presentación”, en Revista de Interpretación
Bíblica Latinoamericana, 1997, núm. 27, p. 5.
[2]
Ibid., p. 9.
[3]
Rafael Aguirre Monasterio, “Discipulado e
iglesia en el evangelio de Mateo”, en Aula de Teología, 13 de noviembre
de 2007, p. 2, https://web.unican.es/campuscultural/Documents.
[4] Ibid., p. 3. Énfasis agregado.
[5] Juan Mateos y Fernando Camacho, Evangelio
de Mateo. Lectura comentada. Madrid, Ediciones Cristiandad, 1980, pp. 84-85.
[6] Ibid., p. 85.
[7] Ibid., p. 87.
[8] Julio Lois, “Universalidad
del llamamiento y radicalidad del seguimiento”, en Discípulos. Revista de
teología y ministerio, núm. 5, enero de 2002, www.ciberiglesia.net/discipulos/05/05discipulado_llamamientoyseguimiento_lois.htm.
Énfasis agregado.
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