19 de febrero, 2023
Pero ¿cómo puede habitar el amor de Dios en aquel que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano pasar necesidad, y le cierra su corazón? Hijtos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho (érgo) y en verdad.
I Juan 3.18, Reina-Valera Contemporánea
Trasfondo
Cuando la
Primera Carta de Juan se ocupa de deber del amor fraterno, es posible advertir
en sus palabras la forma en que se procesó la enseñanza de Jesús desde el
Cuarto Evangelio hasta llegar a este documento dirigido a las complejas
comunidades que llevaban su nombre. En medio de los conflictos doctrinales y de
las dificultades para aceptar la hermandad de las diversas comunidades
cristianas del primer siglo, brilla aún más la exhortación para practicar un
amor auténtico, no fingido, pero sobre todo, transformador. Como bien ha
destacado el biblista mexicano Raúl Lugo Rodríguez:
En varias ocasiones insiste la carta en la concreción del amor fraterno. Dos textos han quedado grabados en la conciencia de los cristianos de generaciones posteriores y han servido de inspiración para sucesivas experiencias pastorales de entrega al prójimo. El primero es el texto que equipara el amor a Dios con el amor al prójimo [4.20] […]: El segundo texto es todavía más claro: "Hijos, no amemos con palabras y de boquilla, sino con obras y de verdad; de este modo sabremos que estamos de parte de la verdad" (3.18-19a). El españolismo “de boquilla” sería equivalente a nuestro “de la lengua para afuera”. Como se ve, la concreción del amor al prójimo no encuentra la más mínima sombra de duda: no se trata de muchas palabras, sino de obras que dejan huella, de caridad hecha servicio concreto.[1]
Estamos, pues, delante del “núcleo duro” del cristianismo, no sólo de
esta fracción de la cristiandad, debido a que ésta enfatizó persistentemente la
exigencia más radical para quienses se dicen personas “de fe” o muy
“espirituales”, dado que no puede haber mayor espiritualidad que la que
practica la verdadera compasión y la solidaridad.
El mensaje oído desde el principio:
Caín y Abel (vv. 11-15)
Para
tal fin, la Carta se remite a la más lejana antigüedad de la existencia humana,
adonde aparecen los modelos paradigmáticos, pues después de afirmar la
filiación divina de los seguidores de Jesús (3.1-3), el texto se enfrasca en la
necesidad de practicar la justicia para demostrar la validez y la efectividad
de dicha filiación (3.4-10a), llegando a una conclusión irrefutable: “El que no
practica la justicia ni ama a su hermano demuestra que no es hijo de Dios.”
(3.10b). En la historia de Caín y Abel se encuentra una de las situaciones que
marcaron para siempre la relación entre hermanos: “No seamos como Caín, que era
del maligno y mató a su hermano. ¿Por qué lo mató? Pues porque Caín hacía lo
que es malo y su hermano lo que es justo”. Remitirse a ese episodio es
remontarse hasta los inicios mismos de la humanidad según la Biblia, en donde
estuvo en juego la definición de la fraternidad sanguínea y por contigüidad, y
que se “resolvió”, por la maldad de Caín con la muerte de Abel. La explicación
de la maldad del primero no es clara y se recurre a la tradición judía, cuya
fuerza en ese momento era muy grande: “En la literatura periférica al Nuevo
Testamento (judaísmo palestiniano y alejandrino), los dos hermanos Caín y Abel
se convierten en figuras tipológicas. Abel es el tipo mismo del justo, ya que
su sacrificio fue agradable a Dios. Caín es el tipo del pecador, ya que sus
obras eran malas; es lo que dice 1 Jn 3.12”.[2]
tema desarrollado en el Tárgum palestino y que el autor de I Juan debió conocer
muy bien. Hacer lo que hizo Caín es seguir los pasos del fratricida (L. Alonso
Schökel): “No seamos como Caín”.
“Hacerse ‘hermano’ como
Abel, el justo, no es algo circunstancial, sino que es la única manera de decirse
hijo de Dios y de guardar su mandamiento”.[3]
“Amemos de hecho [con hechos] y en
verdad” (vv. 16-18)
Esta sección abre con otra afirmación típica de esta carta: “En esto
hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros” (3.16a), que
relaciona l conocimiento del amor con el conocimiento de Jesús, pues conocerlo
a él es “conocer el amor”, una frase que conjunta admirablemente dos de los
conceptos juaninos más emblemáticos. Pero ahora el texto se va a mover hacia
uno de los terrenos más espinoso de la praxis cristiana: la entrega de la vida
a los demás en la forma de los bienes terrenales, lo que se anuncia en la
segunda parte del v. 16: “Así también nosotros debemos dar nuestra vida por los
hermanos”. Su continuación coloca la experiencia del amor de Dios en la
entrega verdadera (“de hecho y en verdad”, v. 18b). Antes, se plantea la
pregunta que va al corazón de los dilemas socieconómicos y espirituales, al
mismo tiempo al referirse a “los bienes de este mundo”, expresados en la
palabra bios, “medio de vida”, “bienes materiales”: “Pero ¿cómo puede
habitar el amor de Dios en aquel que tiene bienes de este mundo [bíon ton
kósmou] y ve a su hermano pasar necesidad, y le cierra su corazón [entrañas,
splágxna]?” (17), esto es, dar la vida por los demás consiste en
aportar para el beneficio de los menos favorecidos. “Los que tienen necesidad” son
quienes deben recibir la manifestación directa del amor de Dios en las acciones
de los creyentes que pueden hacerlo como manifestación de ese amor:
La expresión “cerrarse a toda
compasión” (TOB) o “cerrar sus entrañas” (Osty-Trinquet): es inútil subrayar
que, al escoger la palabra “entrañas”, el autor anuncia con claridad el tema
del corazón, puesto que en el Antiguo Testamento se compara el corazón de Dios
con las entrañas de una madre (por ejemplo, en ls 49.15; 54.7; etcétera). De
esta forma, el corazón del creyente ante su hermano no puede parecerse al
corazón de Dios si no se conmueven sus entrañas ante las necesidades del
hermano. El hermano tiene derecho a ser amado por el que se dice “hijo de Dios”,
según el corazón de Dios. ¡Un gran programa![4]
Conclusión
Éste y otros pasajes de nuestra
carta, releídos desde la perspectiva de los pobres, nos advierten que el amor
concreto debe partir de las necesidades del hermano a quien se ama. […]
Es evidente que la eficacia no se
limita a la asistencia al pobre individual; no pasaríamos de un asistencialismo
trasnochado. Amor eficaz quiere decir, hoy por hoy en nuestro continente, lucha
a brazo partido por la eliminación de las causas que producen la muerte de los
pobres. Esta es la única manera, no solamente de amar al prójimo, sino de
permitir que el amor de Dios se manifieste en el mundo.[5]
Amar al prójimo en necesidad es un criterio absoluto para discernir
sdónde, efectivamente, se está llevando a cabo la aplicación del amor divino,
máxima aspiración de la comunidad de fe para ser auténtico vehículo de éste. No
amar de palabra ni de lengua sino en los hechos y en verdad podrá verificar y
hacer eficaz el amor de Dios en el mundo, amor transformador, igualador y
liberador: “…la práctica de la justicia con el hermano es un criterio para
decir si somos de Dios, si pertenecemos al Espíritu de Dios […] El amor en
verdad es una acción por la que nos parecemos a Dios, que ama ‘en acto y en
verdad’”.[6]
[1] Raúl H. Lugo Rodríguez, “El amor eficaz,
único criterio (El amor al prójimo en la primera carta de San Juan)”, en RIBLA,
núm. 17, pp. 116-117.
[2] Michèle Morgen, Las cartas de Juan. Estella, Verbo
Divino, 1988 (Cuadernos bíblicos, 62), p. 34.
[3] Ibid.,
p. 39.
[4] Ibid.,
p. 41.
[5] R.H. Lugo Rodríguez, op,. cit., pp. 119-120.
[6] M.
Morgen op. cit., p. 41.
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