5 de marzo, 2023
Como ven ustedes, si amamos a Dios es porque él nos amó primero. Si alguno dice: “Amo a Dios”, pero aborrece a su hermano, es un mentiroso. Si no ama al hermano que tiene delante, ¿cómo puede amar a Dios, a quien jamás ha visto? Dios mismo ha dicho que no sólo debemos amarlo a él, sino también a nuestros hermanos. En cambio, el hombre espiritual juzga todas las cosas, pero él no está sujeto al juicio de nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Oquién podrá instruirlo? Pero nosotros tenemos la mente de Cristo.
I Corintios 2.15-16, Reina-Valera Contemporánea
Toda busca de espiritualidad es un dato positivo, desde el
punto de vista cristiano y humano —por más que pueda descolocar a algunos—,
pero obliga a un sano afán de examen y autocrítica, pues, desde una óptica
radicalmente cristiana, la complejidad y la enfermedad del corazón humano (cf.
Jer 17.9) es tal que puede llevarle a convertir la misma espiritualidad en el
último recurso que inventa el hombre para eludir a un Dios que es el Dios de
los pobres, de los oprimidos y de los crucificados.[1]
El tema general que nos ocupará es: “La espiritualidad cristiana:
fundamentos, práctica y autocrítica” a partir de I Corintios 2-3, y, para
abordarlo inicialmente nos referiremos a la acción del Espíritu divino como
“punto de arranque de toda espiritualidad”. Todo girará alrededor del concepto
de espiritualidad, cuya definición no es única ni de uso generalizado, pero
para lo cual utilizaremos la del sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, uno de
los iniciadores de la llamada “teología de la liberación”:
… es una forma concreta, movida por el Espíritu, de vivir el
Evangelio. Una manera precisa de vivir ante el Señor en solidaridad con todos
los hombres, con el Señor y ante los hombres. Ella surge de una experiencia
espiritual intensa, que luego es tematizada y testimoniada. […]
Una espiritualidad significa una reordenación de los grandes
ejes de la vida cristiana en función de ese presente. Lo nuevo está en la
síntesis que opera, en provocar la profundización de ciertos temas, en hacer
saltar a la superficie aspectos desconocidos u olvidados y, sobre todo, en la
forma como todo eso es hecho vida, oración, compromiso, gesto.[2]
En nuestro medio le hemos llamado “vida devocional” o “comunión con
Dios”, pero el concepto completo va mucho más allá de esto. También nos
tomaremos de la mano de Irene Foulkes (1932-2016), especialista en esta
complejísima carta. Fruto del trabajo misionero de san Pablo, la comunidad
corintia fue un auténtico laboratorio social y espiritual que es muy referido,
pero poco comprendido. El cuadro que le presentaron a Pablo fue “de mucha
tensión al interior de la nueva comunidad cristiana: grupos rivales, conductas
escandalosas y discriminación contra los más pobres”.[3] Foulkes
afirma: “Muchos de los problemas que enfrentaba la iglesia de Corinto surgían
de su esfuerzo por vivir su fe en un mundo que en muchos sentidos le era
hostil. La nueva iglesia debía tener claridad en cuanto a qué es lo que
distingue el mensaje cristiano de otras corrientes religiosas o filosóficas”.[4]
Uno de ellos fue precisamente el surgimiento de grupos de personas que se
consideraban eminentemente espirituales y que tendían a despreciar a sus
hermanos más “carnales”.
El Espíritu revela “lo profundo de
Dios” (vv. 10-13)
Luego
de que en el primer capítulo el apóstol Pablo expuso su visión acerca de la
necesidad de superar las divisiones y la “locura de la cruz” como forma de
revelación divina en Jesucristo, en el cap. 2 sitúa su mensaje en el marco de
“la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra
gloria, la que ninguno de los príncipes de este siglo conoció” (2.7b-8a) y se dirige
ahora a los cristianos “maduros” (“perfectos”, teleíois). A partir de
ello, se refiere a la obra del Espíritu divino, propiciador y generador de toda
forma de espiritualidad en el mundo: “Dios mismo [se dio] a conocer en el
crucificado únicamente por medio de su Espíritu (2.10, 14). Fue por esta razón
que Pablo no se presentó ante los corintios con discursos hábilmente razonados
(2.13; 2.4). Pero esta autodivulgación de Dios, su enigmática sabiduría (2.7),
lejos de tener características esotéricas o místicas, tiene que ver más bien
con el mismo evento histórico de la cruz de Cristo (2.8)”.[5]
Pablo utiliza el lenguaje de sus adversarios (iniciados, misterio,
conocimiento, sabiduría), quienes han introducido en su enseñanza conceptos
tomados de las “religiones mistéricas”, a fin de hacer más atractivo su propio
mensaje, aunque cambia el sentido de los términos, llenándolos de un fuerte
contenido cristiano.
“La labor del Espíritu se cumple cuando
entendemos ‘las cosas que Dios en su bondad nos ha dado’ (2.12 VP), es decir,
‘lo que hizo por nosotros’ (BLA). […] es Dios mismo quien abre el acceso a sí
mismo. Comunica su propia iniciativa por medio del Espíritu, y provee amplia
entrada para todos los que se abren a él”.[6]
Luego entonces, el Espíritu es la puerta hacia la espiritualidad requerida, no
para producir aires de grandeza o superioridad sino para conocer mejor los
designios de Dios.
El ser humano natural y el
ser humano espiritual (vv. 14-16)
El
ser humano “natural” (psíquico es la palabra original, v. 14) es
aquel/la “persona que no tiene otro recurso que ‘su propia inteligencia’ (BLA)
para juzgar lo que oye en la predicación del Cristo crucificado”, pues “sin el
concurso del Espíritu todo le parece tontería, ‘locura’ (1.18, 21)”.[7]
No debe sorprender este contraste, dado lo “escandaloso” de la revelación
divina en Jesucristo. Las personas que son espirituales, tienen al Espíritu,
esto es, son capaces, “de ejercer criterios apropiados para discernir ‘todas
las cosas’” y no se sujetan a criterios extraños al Espíritu [v. 15]”.[8]
No se sujeta a criterios ajenos a los del Espíritu (v. 15). Las personas que no
poseen el Espíritu, sometidas a su propia inteligencia, juzgarán como loco (dominado
por la moría, “insensatez”, ) al creyente en Cristo. Más adelante, Pablo
aplicará este principio a sí mismo ante el juicio de los cristianos carnales
(4.3-6): “Aunque el razonamiento filosófico orientaba al pueblo en su abandono
de la religión griega tradicional, Pablo insiste en que la razón humana no está
capacitada para postularse a sí misma como guía confiable en la búsqueda
espiritual. […] Muchas personas buscaban en el arrebatamiento espiritual de los
cultos mistéricos un contacto directo con la divinidad”.[9]
El “examen espiritual” (pneumatikós
anakrínei, 14.b) de todas las cosas (la “espiritualidad aplicada”, por
decirlo así), permite discernirlas espiritualmente, pues sólo quien “tiene la
mente de Cristo” (noun Xristou, 16.b) puede hacerlo:
Al contraponer el “hombre psíquico” y el “hombre espiritual” recutrre a una distinción muy conocida por los corintios, procedente de la mística de aquel tiempo. El hombre psíquico es aquel que a través de su psyke, es decir, a través de su mente y de su espíritu, tiene todas las capacidades naturales y normales propias del hombre. Pero no tiene nada más mientras no sea introducido en el mundo de Dios mediante la participación del espíritu propia de Dios, de modo que pueda pensar y amar al modo divino.[10]
Conclusión
Eso es la espiritualidad cristiana: la capacidad de abrirse a la acción
del Espíritu para que instaure en nosotros los valores, los principios, los
pensamientos y la disposición para que todos los aspectos de la existencia sean
vistos como espirituales, es decir, dirigidos por el propio Dios para vivirlos
desde su perspectiva. Porque el Espíritu divino es el punto de arranque de toda
forma de espiritualidad humana y cristiana.
[1] Seminario de Teología de Cristianisme i
Justícia, Dios en tiempos líquidos: propuestas para una espiritualidad de la
fraternidad. Barcelona, Cristianismo y Justicia, 2019, p. 7, www.cristianismeijusticia.net/sites/default/files/pdf/es215.pdf.
[2] Gustavo Gutiérrez, Teología de la
liberación. Perspectivas. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1974, p. 267.
[3] I. Foulkes, Problemas pastorales en Corinto. San José,
DEI, 1986, p. 60.
[4] Ídem.
[5] Ibid., p. 97.
[6] Ibid., p. 102.
[7] Ibid., p. 104.
[8] Ídem.
[9] Ibid., p. 84.
[10] Eugen Walter, Primera carta a los Corintios. Barcelona,
Herder, 1971 (El Nuevo Testamento y su mensaje), pp. 51-52.
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