6 de febrero, 2022
Yo conozco tus obras, tu arduo trabajo y tu paciencia. Sé que no soportas a los malvados, que has puesto a prueba a los que dicen ser apóstoles y no lo son, y que has descubierto que son unos mentirosos. […] Pero tengo contra ti que has abandonado tu primer amor. […] Al que salga vencedor, le permitiré comer del árbol de la vida, el cual está en medio del paraíso de Dios.
Apocalipsis 2.2, 4, 7b, RVC
Trasfondo
L |
uego de la apoteósica
presentación del Señor y Salvador Jesucristo y de su mensajero, el vidente
Juan, en el primer capítulo del libro, y ante la urgente necesidad de conducir
a las comunidades de fe del Asia Menor por el camino de la fidelidad al
Evangelio, el Apocalipsis presenta nada menos que al Espíritu como autor de siete
cartas dirigidas a cada una. El esquema, “que posee un dinamismo transformante”,
se repite en todas ellas: a) dirección; b) presentación del
Señor; c) juicio de Jesucristo; d) llamada de atención profunda;
y e) promesa al vencedor.[1] Invariablemente
se repite la frase: “El que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice a las
iglesias” (2.7, 11,17,29; 3.6, 13, 22), que precede a la promesa o anuncio
positivo para el futuro inmediato. El Señor Jesucristo se presenta con una
serie de títulos que correspondían en la antigüedad a Yahvé. “Investido de esta
suma autoridad, habla a cada comunidad como el único Señor de la Iglesia. Su
palabra no es sólo de revelación sino de juicio y purificación. Conoce muy bien
(verbo oida) ‘desde dentro’ la situación de la Iglesia; por eso comienza
siempre alabando su buena conducta, animando la perseverancia de su fe y la
práctica de su amor”.[2] Lo
que el Señor intenta es la conversión de su iglesia, que abandonase su pecado y
su tibieza, lo que también llega hasta nosotros hoy con singular pertinencia:
Cristo alza también su voz para que
la iglesia acepte su palabra por medio del Espíritu Santo. Debe ponerse en
actitud de escucha sapiencial del Espíritu a fin de que éste le conceda la
inteligencia sobrenatural para poder entenderla y asimilarla interiormente, y
le conceda la energía y el consuelo para seguir con decisión sus exigencias.
Finalmente, anima a la Iglesia con el premio de la victoria, le promete una
participación en la Nueva Jerusalén.
Así
consigue que la Iglesia se mantenga en actitud de tensión espiritual, volcada
hacia la realización de su meta escatológica.[3]
Estas cartas se presentan con un mensaje de “gracia y paz”, que proceden solo de Dios, aludido siempre con una fórmula trinitaria. Este saludo es dirigido a siete iglesias situadas en la región costera occidental del Asia Menor, que son sólo algunas de las comunidades cercanas a Éfeso, pues hay testimonios de otras más en la misma región (Col 1.2; 4.13; Hch 20.5, 17). “Juan se dirige a siete de ellas para expresar el destino universal de su mensaje. Ya aquí encontramos el simbolismo numérico hebreo, en el que la cifra ‘siete’ indica perfección, totalidad y plenitud”.
“Yo
conozco tus obras, tu arduo trabajo y tu paciencia” (2a)
“Éfeso es la iglesia madre de
todas estas iglesias. Se trata de una ciudad muy importante; de ella y de la
atmosfera que en ella reinaba tenemos un retrato muy vivo en Hch 19, donde se
narra la estancia de Pablo en esa ciudad. Se recuerdan en particular el
importante culto de la diosa Artemisa y la proliferación de prácticas y
escritos mágicos. Según numerosas tradiciones, Juan permaneció allí bastante
tiempo ejerciendo en ella su ministerio”.[4] Pablo
dirigió una carta a los efesios. El Señor Jesús aparece como “el que tiene en
su mano derecha las siete estrellas y pasea en medio de los siete candelabros
de oro” (2.1): “…donde está el apóstol, allí está el corazón de la iglesia, y
Jesús se coloca en el corazón de la iglesia”.
El Señor
testifica que conoce la fatiga, el trabajo arduo, duro (kópos) y la
perseverancia (hypomoné) “por no poder soportar a los malvados” (2b), es
decir, a cuantos se declaran apóstoles y se presentan como enviados autorizados
cuando en realidad no lo son. La comunidad los ha puesto a prueba (cf. I Jn 4.1-6)
y ha logrado demostrar su falsedad. Eran los comienzos del pensamiento gnóstico
y de la herejía docetista (“el Señor parecía ser humano”), frente a cuantos
ofenden el ágape con una fe ideologizada y deforme. También Ignacio de Antioquía
(35-110) atestiguó que la iglesia de Éfeso estuvo amenazada por la predicación
de misioneros itinerantes gnósticos, pero no recibió su enseñanza. Ireneo
(140-202), considerado como el más importante adversario del gnosticismo, recordó
que allí Juan se opuso a Cerinto, un importante promotor de esa corriente.[5] De
ahí el elocuente reconocimiento del Señor.
“Pero
tengo contra ti que has abandonado tu primer amor” (4)
A esta iglesia el Señor le
reprocha abandonar el amor de otro tiempo, del primer tiempo, el “primer
amor” (Ap 2.4; cf. Jr 2.2), y le pide que se convierta y vuelva a las “primeras
obras” (Ap 2.5: prota érga).
Juan constata que el entusiasmo inicial comienza a decaer. El tema del enfriamiento de la caridad es también el tema escatológico por excelencia (cf. Mt 24.12); frente a esta disminución del amor, el juicio del Señor es terrible, durísimo: recuerda, cambia de actitud y vuelve al amor primero, porque ‘si no lo haces, si no te conviertes, vendré a ti y arrancaré tu candelabro de su puesto’ (Ap 2.5). El Señor amenaza con apagar una de las siete lámparas, símbolo de la iglesia, porque esta iglesia no existe, no es tal si no vive radicada en el agape. El agape es la condición de la que depende ser o no ser de la iglesia. Si la iglesia de Éfeso no vuelve a vivir en el régimen del agape, ¡no es una comunidad cristiana! Cristo se ve obligado, paseando por entre los siete candelabros, a apagar su lampara y a decir que ya no existe, porque no tiene el fundamento del amor.[6]
Pero uno de sus méritos, señalado también por el Señor Jesús es que detestaba las obras de los nicolaítas, a los que también el Señor detestaba (7). Aunque no se sabe con exactitud de quiénes se trataba, es muy probable que coincidieran con quienes reducían la fe y el agape a la ideología y que Juan combatió en su primera carta. En esta iglesia, “el vencedor será aquel que sepa permanecer en la eclesialidad del régimen del agape”. Ellos/as comerán del árbol de la vida, “cuyas hojas servían de medicina a las naciones” (Ap 22.2), es decir, “permanecerán eternamente en la vida plena, que se caracteriza sólo por el agape: sin amor, en efecto, sin agape, no hay vida plena ni participación en el árbol de la vida”.[7]
Conclusión
“A Éfeso, pues, la primera iglesia, primera también en la fe, se le
exige con fuerza el agape. Por el hecho de presidir a un círculo de iglesias, Éfeso
debe presidir en el amor”.[8]
La exhortación a recuperar el ímpetu inicial es muy persistente y rebasa, con
mucho, el espacio meramente geográfico e histórico de esa ciudad, por lo que se
proyecta en el tiempo y se aplica a todas las comunidades que pueden y deben
renovar constantemente su fervor y misión al servicio del Señor Jesucristo. Lo
dicho a la comunidad cristiana de Éfeso llega hasta nosotros con toda la fuerza
con que el Espíritu exhortó a escuchar su recomendación consabida: “El que
tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”, es decir, que lo
considere seriamente y lo aplique a su propia realidad, a fin de encontrar el
camino firme de la obediencia a los designios del dueño y Señor de la iglesia
universal.
[1] Francisco Contreras Molina,
“El Apocalipsis cristiano”, en Reseña Bíblica, Estella, Verbo Divino, núm. 7, otoño de 1995, p.
16.
[2] Ibid., pp.
16-17.
[3] Ibid., p. 17.
[4] Enzo Bianchi, El Apocalipsis. Comentario exegético-espiritual. Salamanca,
Ediciones Sígueme, 2009 (Nueva alianza, 211), p. 70.
[5] Ibid., p. 71.
[6] Ibid., pp. 71-72.
[7] Ibid., p. 72.
[8] Ídem.
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