Pbro. Leopoldo Cervantes-Ortiz
Y me llevó en el Espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, teniendo la gloria de Dios. […] Y no vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero.
Apocalipsis
21.10-11a, 22, RVC
Trasfondo
“E |
l primer contacto con el
Apocalipsis deja una impresión desconcertante. Por una parte, su lectura
arrastra, ejerce un hechizo misterioso y el lector sintoniza en seguida con el
escritor. […] Pero, por otra parte, se tiene un sentimiento de vértigo. Nos
encontramos ante imágenes atrevidas y complicadas hasta lo inverosímil;
asistimos a las sacudidas cósmicas más extrañas; seres angélicos o demoníacos,
en las más variadas y asombrosas actitudes, desfilan continuamente ante
nosotros disputándose el terreno en una batalla sin tregua. Se vislumbra un
simbolismo, pero sin que resulte fácilmente aprensible”.[1] Uno de los
símbolos más llamativos cerca del final del libro es la visión de la nueva
Jerusalén, “la gran ciudad santa”, sede de los mayores acontecimientos en la
historia del antiguo Israel e imagen misma del proyecto divino de restauración
de todas las cosas. Muchas cosas se pueden decir sobre esta importante figura,
tal como lo hace Ignacio Rojas, especialista español en el tema:
La polis [ciudad] es el lugar de la
relación y del encuentro de los hombres, el lugar donde el grupo creyente
establece sus vínculos sociales. La ciudad aparece en negativo y en positivo;
Babilonia es la imagen de la ciudad anti‑Dios imprime sobre sus habitantes el
universo simbólico opresor que les conduce a la muerte, mientras que Jerusalén
es el lugar de la comunión de Dios con la humanidad y de todos los hombres
entre sí. A este propósito conviene apuntar que la comunidad eclesial,
simbolizada por la novia destinada a convertirse en esposa, tiene como
horizonte último convertirse en ciudad, la Nueva Jerusalén, espacio social de
comunión con Dios.[2]
Ya desde el v. 2b aparece la visión de la ciudad que desciende del cielo, “ataviada como una novia que se adorna para su esposo”. La metáfora de las bodas (19.7-9) preside una vez más el anuncio simbólico de lo que Dios va a hacer para transformar todas las cosas y seguir conduciendo los rumbos de la historia para sus propósitos.
“Ven
acá, voy a mostrarte a la novia, la esposa del Cordero” (9b)
“Dos temas fundamentales, que
juegan como un contrapunto a través de toda la biblia, encuentran aquí su
resolución en un único acorde: el del matrimonio y el del templo. Este último
expresaba la aspiración de la humanidad a ver a Dios habitando en ella; y Dios,
partiendo del símbolo material del templo de Jerusalén, le había hecho
comprender que era su deseo habitar no en un lugar, sino en un pueblo”.[3] La
introducción, especialmente solemne (21.9-10a) prepara la descripción minuciosa
de la Jerusalén celestial. Sobre la base literaria de Oseas (2.19, 21), Isaías
(44.6; 54; 61.10) y Ezequiel (16), se despliega “gradualmente la imagen de la
nueva Jerusalén como esposa en un entramado deslumbrante de símbolos”:[4]
Hay un símbolo elemental, la ciudad, que se ramifica en tres líneas simbólicas:
a) la gloria de Dios ilumina la ciudad y constituye la atmósfera que se
respira (21.10b-11); b) una muralla grande y alta (21.12a) la delimita y
determina sus dimensiones; c) allí se abren 12 puertas (21.12b), que indican
las 12 tribus de Israel por las cuales todo el mundo tiene acceso. A este
simbolismo básico y a sus tres ramificaciones principales se añaden luego otros
elementos: primero, la medición por parte del ángel (21.15-17); luego, el
esplendor de las piedras preciosas y del oro (21,18-21); después, la falta de
templo (21.22-27); el río del agua de la vida (22.1); y el árbol de la ciudad
(22.2). El trono de Dios y del Cordero en la plaza de la ciudad concluirán esta
síntesis perfectamente lograda (22.3-5).
La gloria de
Dios (11: shekináh, doxa), inexplicable, se compara con el resplandor de
las piedras preciosas. Las 12 puertas, orientadas hacia los cuatro puntos
cardinales, como en la Jerusalén ideal de Ezequiel (48.30-35), indican la
universalidad del pueblo de Dios en su concreción. La forma cúbica de la ciudad
indica su perfección; las cifras expresan la plenitud alcanzada. “Medición,
dimensión, formas, todo ello tiene un valor simbólico. No es posible
reconstruirlas con la fantasía y trazar un cuadro de ellas: el lado del cubo
mediría 550 km, las murallas tendrían un espesor —no se trata de altura— de 144
brazos, es decir, 62.36 metros”.[5]
Todo, absolutamente todo, pertenece a la esfera divina.
“Y no
vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el
Cordero” (22)
“En la ciudad celestial que visita, Juan no se extraña de que no haya ningún templo (21.22): no se necesita realmente el símbolo, ya que la realidad está allí, Dios y el cordero son ya visibles y están para siempre presentes a los hombres”.[6] La ciudad santa, representación máxima de la recepción de la presencia divina, no necesita por ello de templo ante la plenitud de esa cercanía: “Templo no vi ninguno: no se necesita para nada un lugar privilegiado, sagrado, para el encuentro del hombre con Dios. Ese encuentro se lleva a cabo directamente y en todas partes, ya que ahora todo es sagrado: Dios y el Cordero lo son todo en todos. Tenemos aquí el punto de llegada de la ‘teología del templo’, que interesa a todo el Antiguo y el Nuevo Testamento. Dios aquí se convierte en un templo para el hombre”.[7] Esa ausencia de santuario “significará que, si ahora son los hombres los que construyen para Dios una casa en donde puedan encontrarse con él, entonces será Dios mismo el que se preocupe de reunirse con los hombres; ese encuentro con Dios tendrá lugar y será permanente en una convivencia transparente con Cristo mismo y con Dios (cf. 21.22-23). El mundo renovado significará un mundo totalmente del hombre y totalmente de Dios”.[8]
La ciudad simbólica recibe los beneficios absolutos de la presencia divina: la gloria de Dios la ilumina (¡la omnipresencia de la luz!) y el Cordero es su luminaria (23), y, siendo un punto de atracción universal, como en el pasado antiguo, “las naciones caminarán a la luz de ella, y los reyes de la tierra traerán a ella sus riquezas y su honra” (24b). Sus puertas jamás cerrarán de día y la noche no existirá (25). Finalmente, recibirá las riquezas de todo el mundo (26) y nada impuro entrará en ella sino únicamente quienes estén “inscritos en el libro de la vida del Cordero” (27), otro de los símbolos imperecederos del libro. Tanta bendición solamente es concebible por la anunciada renovación radical de todas las cosas. Ése es el horizonte de fe desde el cual debemos acercarnos a estos textos para fortalecer nuestra esperanza y acción.
Conclusión
En definitiva, la simbólica juega un
papel esencial en el bagaje de creencias y prácticas de dichos grupos
apocalípticos. Una simbólica proyectada hacia el futuro que obvia el presente.[9]
Ese paraíso no es ante todo un lugar,
sino una comunión: las bodas eternas de Jesús con la humanidad. Ese paraíso es
la única realidad que permanece, pero
no nos hace evadirnos de nuestra historia. Al contrario, nos arraiga en ella,
en la certeza de que se trata de nuestra ciudad terrena, que hemos de preparar
para las bodas. Exigencia de compromiso en lo
concreto de nuestra historia, codo a codo con todos los hombres que luchan para
que no haya más gritos, ni lágrimas, ni guerras. Lo que pasa es que el creyente
tendrá que ser más exigente, ya que, en la historia y para la historia, mira
hacia un término que la desborda. Jamás
podrá contentarse con resultados adquiridos, que no harán más que remitirle al
trabajo por la construcción de aquella ciudad que tiene un destino todavía más
hermoso.[10]
[1] Ugo Vanni, Apocalipsis. Una asamblea litúrgica
interpreta la historia. Estella, Verbo Divino, 1989, pp. 11-12.
[2] Ignacio Rojas, Qué se sabe de… Los símbolos del
Apocalipsis.
Estella, Verbo Divino, 2013, pp. 121-122.
[3] Etienne Charpentier, “Siguiendo el Apocalipsis”, en
Equipo Cahiers Evangile, El Apocalipsis. Estella, Verbo Divino, 1990 (Cuadernos bíblicos,
9), p. 33.
[4] U. Vanni, op. cit., p. 59.
[5] Ibid., pp. 59-60.
[6] E. Charpentier, op. cit., p. 33.
[7] U. Vanni, op. cit., p. 81.
[8] Ibid., p. 180.
[9] I. Rojas, op. cit., p. 223.
[10] E. Charpentier, op. cit., p. 34. Énfasis agregado.
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