Yo
quiero una Navidad para todos iguales
alegrías, tristezas, oraciones y panes.
L |
os ideales o valores navideños que casi siempre nos salen al paso en su forma más edulcorada y superficial pueden y deben ser moderados y redefinidos por la evidencia bíblica y teológica: la venida del Hijo de Dios para encarnarse en la historia humana es el acontecimiento máximo de la misma, pues representa tal como se ha dicho, el “matrimonio entre el cielo y la tierra”. La eternidad divina y la contingencia humana se han tejido de tal manera en ese suceso que es capaz de reconducir el destino de la humanidad y de la creación entera hacia el vasto territorio de la gracia y de la misericordia. Por ello, soñar con que, al menos en los días navideños podamos ser iguales todos/as es una de las mayores utopías, extensión de lo anhelado en las esperanzas proféticas de la antigüedad, cuando esos creyentes inspirados se asomaron a los grandiosos cambios que vendría a realizar el tan esperado Mesías en el mundo.
Compartamos juntos la divina luz
que nos trajo al mundo el niño Jesús.
Ésa es la luz de la esperanza que llega hasta nosotros en esta temporada que anuncia el esplendor de los tiempos mesiánicos, plagados de la presencia de ángeles que celebraron el nacimiento del Hijo de Dios en el pesebre más remoto de Belén. Esa figura débil e inocente que llegó para trastocar la tristeza en alegría, la opresión en libertad y la desesperanza en la fe más profunda viene hoy a recordarnos el grandioso esfuerzo del Creador por integrarse a la vida humana y levantarla hasta lo sumo, hasta las alturas gloriosas del encuentro con la majestad del Señor Dios.
Que acabe la guerra, que llegue la
paz,
que reine en el mundo la felicidad.
Isaías lo dijo con todas sus
letras: las armas mortíferas se convertirían en aperos de labranza (2.4: “y ya
nadie se preparará para la guerra”) y los más feroces enemigos del mundo animal
se fundirán en un abrazo fraterno (11.6-7) para proclamar la venida del reino
de paz y justicia presidido por el Ungido de Dios. A esa esperanza nos
aferramos y vamos mucho más allá de los buenos deseos para convertirnos en
anunciadores y practicantes de la reconciliación, con Dios primero, y entre
todas las familias de la tierra, porque sabemos que ése ha sido y es el deseo
del Señor, que prevalezca la paz y la sana existencia de todas sus criaturas.
Todos los hermanos las manos tomad,
y siempre unidos al Rey proclamad.
Las manos unidas de toda la humanidad
representan la hermandad producida por el propio Dios y, también la aceptación
de su reinado, de su gobierno sobre todos/as. Pues nada como ello puede
garantizar que su poder que lo abarca todo distribuirá la igualdad, la alegría
y el bienestar sobre todos los seres humanos. Semejante esperanza es la que
surgió de ese lugar humilde y pequeño en que el Señor Jesús fue recibido en
brazos para comenzar a iluminar al mundo con su presencia bienhechora. Eso
celebramos hoy y siempre. “Es la fiesta de los hombres de buena voluntad —como
decía una fórmula que no siempre encontramos ahora, desgraciadamente, en las
versiones modernas de los Evangelios—, desde la sirvienta sordomuda de los
cuentos de la Edad Media que ayudó a María en el parto hasta José que le
calentó ante una escasa lumbre los pañales del recién nacido, y hasta los pastores
embadurnados de grasa de oveja y a quienes Dios juzgó dignos de ser visitados
por los ángeles” (Marguerite Yourcenar).
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