24 de diciembre, 2022
No podemos acercarnos al pesebre como nos acercamos a la cuna de otro niño: al que quiere acercarse al pesebre le ocurre algo, porque de él sólo puede alejarse juzgado o redimido, debe derrumbarse o reconocer que la misericordia de Dios está dirigida a él.[1]
Dietrich Bonhoeffer
Trasfondo
Si hemos de recontar la historia del nacimiento de Jesús, Lucas se encargó de abreviarla al máximo en escasos siete renglones como inicio: primero, aparece el censo (la mediación y la exigencia sociopolítica, 1-3), luego el tema de los ancestros (la filiación ancestral, 4-5) y, por último, la premura del nacimiento (la urgencia biológica, 6-7). En estas tres instancias aparecen otros personajes, terceros en discordia que siempre están como telón de fondo en la vida de las personas comunes y corrientes: los gobernantes mundiales y locales (el César, Quirino), las familias de origen (David, Nazaret) y el lugar preciso de nacimiento, planeado o accidental (Belén de Judea). Cosas y hechos que bien pueden conectarnos a cada uno de nosotros, con una historia similar al hacer el ejercicio de los paralelismos históricos y geográficos. Después, agregó la rutina de los pastores (el trabajo asalariado, 8), el ángel divino (la visión celestial, 9) y su anuncio extraordinario (continuidad con las profecías): “¡Buenas noticias para el pueblo!” (10), el nacimiento de un niño singular (afirmar su nombre, Salvador, 11) y la búsqueda del mismo para comprobarlo (la manifestación epifánica, 12).
“…porque no
había lugar para ellos en ese albergue” (vv. 1-7)
La
admirable economía narrativa del texto nos lleva de la mano, paso a paso, hacia
las cosas importantes, algunas de las cuales se dicen abiertamente y otras
solamente se insinúan. Es el caso de la
ausencia de un lugar en el albergue: antes del pesebre y sus múltiples
connotaciones, el sabor de estar de paso, de migrar, así sea por un tiempo, y
no encontrar reservación para pasar la noche. De ahí las derivaciones
superficiales, aunque bien intencionadas, que asemejan el corazón humano con un
lugar siempre dispuesto para el niño Jesús, “pues en él hay lugar para él”.
El pesebre, como tal, nos lleva a otro horizonte de
reflexión, más allá de la mera explicación cotidiana, pues en el nacimiento de
Jesús, Dios mismo se rebaja y se revela:
Cristo en el pesebre […]. Dios no se avergüenza de
la bajeza del hombre, entra en él […]. Dios está cerca de la bajeza, ama lo que
está perdido, lo que nadie considera, lo insignificante, lo marginado, débil y
abatido; ahí donde los hombres dicen “perdido”, Él dice “salvado”; donde los
hombres dicen “no”, dice “sí”. Donde los hombres desvían con indiferencia o
menosprecio la mirada, Él posa la suya llena de un amor ardiente incomparable.
Donde los hombres dicen “despreciable”, Dios exclama “bendito”. Ahí donde hemos
terminado en una situación de la que solo podemos avergonzarnos ante nosotros
mismos y delante de Dios, donde pensamos que incluso Dios debería avergonzarse
de nosotros, donde nos sentimos más lejos que nunca de Dios en nuestra vida,
precisamente ahí Dios está más cerca que antes, ahí quiere irrumpir en nuestras
vidas, nos quiere hacer sentir su proximidad, para que comprendamos el milagro
de su amor, de su cercanía y de su gracia.[2]
“Buenas
noticias para todo el pueblo” (vv. 8-12)
La presencia angelical al lado de los pastores representa un contraste
narrativo notable, pues al lado de la más cotidiana materialidad del trabajo
esforzado aparece la visión celestial que llega para traer un mensaje
fundamental para la vida del pueblo. Éste es calificado como evangelio, “buena
noticia” especialmente dirigida al pueblo, de resonancia antigua, pero con un
importante significado para griegos y romanos. “El uso del verbo en este lugar
atestigua una voluntad polémica contra el imperio”.[3]
Los pastores, a su vez, como mediadores participan de la buena nueva como parte
de la visión misionera que caracteriza al relato. Su labor era pesada y
exigente: “Desde Pascua hasta principios de diciembre, pasaban la noche a la
intemperie, turnándose para vigilar”. Es muy probable que el ambiente
pastoril presentado en el texto tuviera un trasfondo más amplio relacionado con
la naturaleza mesiánica de Jesús, como hijo de David, pastor también en su
tiempo:
Muchos piensan que la elección de los pastores como primeros destinatarios del anuncio del nacimiento de Jesús se debe a la condición humilde y despreciada de los pastores en el mundo judío, ya que Dios elige a los pobres y despreciados para enriquecerlos con sus dones. En realidad, es cierto que los pastores constituían una categoría social pobre en la época de Jesús, pero no es seguro que fueran especialmente despreciados por el trabajo que realizaban, es decir, por conducir a las ovejas a pastar a tierras ajenas. Fueron los rabinos de Jerusalén quienes les acusaron de falta de honradez, entre otras cosas por su aversión a criar ganado menor.[4]
La aparición del ángel y del
esplendor y la majestad de Dios, que los llena de luz en medio de la noche, inquietó
a los pastores. Al recibir el anuncio, se especifica que proporcionará “gran
alegría” (la alegría mesiánica) para ellos y para todo el pueblo, para quien
está destinada la salvación: “Les ha nacido un Salvador, que es el Mesías,
el Señor” (v. 11). Es Salvador, Mesías) y Señor (Kyrios, por
encima del emperador). “Su mesianidad y señorío serán de orden salvífico, y
la salvación que trae —como mesiánica y divina— será definitiva. Su nacimiento
en […] Belén, acentúa su carácter mesiánico, y su condición de ‘Señor’ subraya
la universalidad de la salvación, que será para todos los pueblos, empezando
por los judíos, que —representados en los pastores hebreos— son sus primeros
destinatarios. Así, ya con el nacimiento de Jesús, la salvación mesiánica
irrumpe en la historia humana: no hay que esperar al momento en que Jesús
inicie su vida pública”.[5]
Conclusión
La encarnación divina se insertó, así, en la
historia humana, de manera irreversible, y los cambios producidos por ese
impactante evento afectaron al propio Dios, a la creación y a la historia
humana, pues a partir de ella se comenzó a manifestar el acercamiento radical
de lo eterno y lo finito, de lo incondicional y lo contingente, de la eternidad
y la cronología. Como resumió el teólogo católico Karl Rahner (1904-1984):
Desde el eterno “todo en uno y a la vez” de su
eternidad, Él contempla ya el eterno cambiar de mi vida transitoria. El Eterno
se hace Tiempo, el Hijo se hace Hombre y la eterna Razón del Mundo —lo que da
sentido a toda realidad— se ha hecho carne. Y con ello ha cambiado el tiempo y
la vida humana. Porque el mismísimo Dios se ha hecho hombre. No es que haya
dejado de ser la eterna Palabra de Dios, con todo su Señorío y Santidad
insondables. Pero se ha hecho verdaderamente hombre. Y ahora le importa, le
interesa de manera especial este mundo y su destino. Ahora el mundo ya no es sólo
su obra, sino un trozo de sí mismo. Ahora no se limita a contemplar su
discurrir, sino que está también dentro de él y siente lo mismo que nosotros,
ahora le ha caído encima nuestro destino, nuestras alegrías, nuestros lamentos.[6]
[1] D. Bonhoeffer, “Sermón del tercer domingo de Adviento”, en Riconoscere
Dio al centro della vita. Brescia, Queriniana, 2004, p. 15. Cit. en “Mi
solitaria Navidad. Dietrich Bonhoeffer”, www.laciviltacattolica.es/2021/12/24/mi-solitaria-navidad/
[2] Ibid., p. 12.
[3] François
Bovon, El evangelio según san Lucas. I. Lc 1-9. Salamanca, Ediciones
Sígueme, 1995 (Biblioteca de estudios bíblicos, 85), p. 182.
[4] Giuseppe de Rosa, “El nacimiento de Jesús según el evangelio de Lucas”,
en La Civiltà Cattolica, 9 de diciembre de 2022, www.laciviltacattolica.es/2022/12/09/el-nacimiento-de-jesus-segun-el-evangelio-de-lucas/.
[5] Ídem.
[6] K.
Rahner, El significado de la Navidad. Barcelona, Herder, 2015, p. 11.
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