De pronto, se unió a ese ángel una inmensa multitud —los ejércitos celestiales— que alababan a Dios y decían: “Gloria a Dios en el cielo más alto / y paz en la tierra para aquellos en quienes Dios se complace”. Cuando los ángeles regresaron al cielo, los pastores se dijeron unos a otros: “¡Vayamos a Belén! Veamos esto que ha sucedido y que el Señor nos anunció”.
Lucas 2.13-15, Dios Habla Hoy
La conjunción
de elementos que enuncia este título evoca el proyecto que San Lucas logró
vaciar en el portentoso documento que lleva su nombre, capaz de moverse desde
los parámetros de la teología paulina, enorme influencia que no le impidió
investigar el trasfondo biográfico del nacimiento de Jesús. Al apóstol de Tarso
eso no le hubiera importado mucho, pero a este médico liberto le pareció
indispensable como lo dice en el clásico prólogo, indagar en esas profundidades
históricas, políticas y familiares del Mesías Jesús. De manera unánime se ha
observado el énfasis lucano en las mujeres, los niños/as, los enfermos
(obviamente) y los seres marginales como objeto central de la acción de Jesús.
Así lo afirma tajantemente el biblista valdense italiano Giorgio Girardet: “Es
la historia de un niño divino, anunciado por presagios maravillosos, que nace
en la pobreza, pero pronto es reconocido y recubierto de oro y vestiduras
preciosas, recibiendo los honores de la sociedad de los poderosos. De la
pobreza sólo queda una mística buena sólo para los ricos”.[1]
La adolescente comprometida que fue María aparece
como un auténtico sujeto de su vida y de la historia,
simultáneamente. ¿Cómo consiguió hacer eso San Lucas? Una mujer migrante por
razones obligadas, que debió trasladarse para cumplir exigencias imperialistas
y luego salir para evitar la muerte de su hijo. Que se convirtió en profetisa
en un abrir y cerrar de ojos y que experimentó el asalto divino en su intimidad.
Una mujer re-construida, re-diseñada y convertida en la heredera de su propia
fe. María, mujer profética, según la fantástica definición de M.C.L.
Bingemer e I. Gebara.[2]
En contraste con la enorme pasividad de José, cuya genealogía pasó a un segundo
e inexistente plano, para ser una especie de consorte especial, padre adoptivo
o figura paterna sustituta para el futuro Mesías.
Ángeles en el páramo: diálogo entre
el cielo y la tierra (vv. 8-12)
La presencia
de esos seres celestiales y la manifestación de prodigios colaterales al
nacimiento del niño proveen al relato de un aura de magnificencia que es
imposible soslayar. Los ángeles, esas presencias intermedias surgidas
en el periodo apocalíptico como un recurso para acceder a la intervención
divina directa en tiempos de crisis, aparecen aquí como parte de las antiguas
visiones. Su actuación querigmática suplió la expectación que las clases más
desprotegidas tenían en relación con los religiosos profesionales ligados a los
textos de la Ley. Para los iletrados de la época, funcionaron como parte de la
imaginería que fue capaz de “abrir el cielo” para recibir revelaciones
impensables. La angelología fue una construcción inevitable ante la
imposibilidad de la continuidad profética clásica. La única posibilidad
reveladora por parte de Dios para manifestarse a las clases desposeídas y
otorgar esperanza.
Los ángeles aparecen en la historia de Lucas como
seres que transmiten información privilegiada, negada en este caso a los
príncipes y gobernantes. La lógica que preside su actuación es la de la
inversión de los poderes y del saber verdadero: quienes ahora conocen el
designio divino, gracias a los intermediarios, a los informantes celestiales,
son la clase más baja, quienes de otro modo estarían condenados a la
ignorancia. En otras palabras, los ángeles son anunciantes del proceso de
liberación puesto en marcha por Dios y que arranca desde abajo, desde la
suciedad del pesebre y desde la marginalidad de un pueblo sometido a los
caprichos de quienes lo gobiernan. Esto choca frontalmente con la imagen
simpaticona y neutral con que usualmente se les presenta en la imaginería
tradicional.
Los marginales de siempre escuchan
el cántico angelical sobre la paz divina (vv.13-20)
La marginalidad es endémica (¿pandémica?) en todo imperio. Roma
globalizó como pocas veces las anteriores hegemonías y se sirvió de sus avances
para profundizar el saqueo y la rapiña, junto con las élites locales. Saduceos
y campesinos judíos estaban en la escala social opuesta y los pastores debían
administrar celosamente algo que no era suyo, típica marca del coloniaje
explotador de siempre. Su soledad en los páramos los hacía blancos fáciles de
salteadores y debían andar pertrechados y en grupos. De ahí que si rutina fue
alterada por una otredad impensada que bien hubiera brotado de su imaginación.
Pero no, detrás de ese espectáculo revelador y del increíble diálogo entre el
cielo y la tierra estaba el esperado resurgir de la esperanza, algo que para
ellos no existía. Su horizonte era elemental: no perder ovejas como plan básico
y amanecer sin novedad. Pero la gran noticia fue que serían portadores, desde
la miseria casi total, de la mayor riqueza a que podía aspirar la humanidad
entera: acunar al Salvador desde las entrañas de un sistema injusto y perverso,
cómo siempre aconteció en las coyunturas kairológicas.
El poema que los ángeles entonan en su esfera propia es el que mejor
resume lo sucedido en ese instante. Luego de explicar en prosa la noticia del
nacimiento del Salvador, se les escucha concentrando en una breve estrofa todo
el sentido de los acontecimientos: el gloria in excelsis Deo, (dóxa
en jupsistois theo kai epi ges eiréne en anthrópois eudokías) la
gloria al Dios celestial (Lc 2.14), se acompaña del anuncio de la paz en la
tierra y de la buena voluntad de Dios para la humanidad entera. La poesía tiene
aquí un objetivo que fue captado muy bien por algunos villancicos coloniales,
como el de Hernán González de Eslava: “Ya la tierra es cielo”, el matrimonio
entre el cielo y la tierra. Pero el poema dice algo más: si en la esfera
divina, la gloria para el Señor es indiscutible, ésta no será plena si no se
realiza en el mundo el shalom utópico antiguo, no solamente la
pax, algo que habían garantizado los romanos si los demás pueblos
aceptaban someterse a sus designios. La eirene, incluso, era una ficción
neutralizante y ambigua que no alcanza a traducir el bienestar humano amplio
que expresa el vocablo hebreo, trasfondo irrebatible del cántico. Además, éste
desliza una crítica sólida al comportamiento humano, pues como comenta
Girardet:
La palabra habitualmente traducida
como “buena voluntad” [eudokías] debe ser entendida en el contexto
cultural de su tiempo. Se trata de la “buena voluntad” de Dios para los hombres
que ha elegido… El discurso tradicional de la “buena voluntad” es por consiguiente
puesto cabeza abajo. El centro no es la buena disposición de los hombres
animados por buenos sentimientos, sino la voluntad de Dios que elige. El
contexto es claro: la “paz” —que luego es sinónimo de victoria final, de
salvación, de liberación total— es anunciada a aquellos que Dios ha escogido y
que hoy sufren opresión, los pastores marginados de la sociedad, los parientes
de los zelotes crucificados, todos aquellos que en silencio velan y esperan su
liberación.
Conclusión
Los prodigios no están colocados por este narrador
extraordinario para distraer del núcleo de verdad de todo símbolo, al
contrario, la simbología navideña debe ser retrabajada, revalorada y releída
para volver a ser lo que quiso Lucas que fuera: un instrumento de esperanza
humana en las manos de Dios. Jesucristo amaneció en la historia desde su
reverso, desde su subversión, desde la negación de los palacetes y lujos hedonistas. Como lo compuso
Salatiel Palomino, Dios anduvo “entre borregos”, Jesús nació entre el ganado y
el estiércol para mostrar desde qué “lugar teológico” vino a salvarnos. La
marginalidad es donde mejor se movería toda su vida, pues sólo un auténtico outsider
podía captar la magnitud contracultural del Reino de Dios. Los ángeles y
pastores se conjuntaron para que, desde el cielo abierto, se manifestase la
voluntad divina para toda la creación y la humanidad. Y todo empezó y acabaría
allí.
De/sde la encarnación divina (voluntaria)
El mal se destierra,
ya vino el consuelo:
Dios está en la tierra,
ya la tierra es cielo.
Fernán González de Eslava,
Siglo XVI
El cobijo de Dios en un pesebre
fue la estrella que anunció la Aurora
la infinitesimal venida del cielo
a emparentar con la historia /
para siempre
Ese cobijo eterno abraza / retiene
todo lo creado en la gracia
desplegada sin condiciones
sobre toda carne y vida /
de manera imperturbable
Lejos de leyes y consignas baratas
se expande como un bálsamo perfecto
para sanar heridas y conflictos /
acumulados en tiempos desgarrados
idos y presentes
Ese pesebre es centro y fin /
camino y ruta compartida
con peregrinos cansados / marginados /
migrantes cuyo sol no llega nunca
en el horizonte
El cobijo divino asoma en utopías
albas y tranquilas / rudas y feroces /
como acceso al calor celestial
que nutre todo de vida y compasión
inmerecidas pero reales
El cobijo divino trasciende poderes
reclamos / orgullos
se instala en el mundo haciéndose
vida / fragor / desafío
para fes insumisas
Suspende las guerras / acaba con ellas
desde su razón más honda / y sí:
deja huella en la tierra
y sus alrededores
como amor rebelde
Envuelve a su cosmos con un tenue hilo
visible al contacto / tenaz / persistente
pues prueba que un reino /
que está en el futuro / extiende su mano
cada día que pasa
(LC-O)
No hay comentarios:
Publicar un comentario