viernes, 29 de diciembre de 2023

Tiempo y eternidad en el designio divino (Salmo 90.1-12), Pbro. L. Cervantes-Ortiz


31 de diciembre, 2023


Señor, a lo largo de todas las generaciones,

¡tú has sido nuestro hogar¡

Antes de que nacieran las montañas,

antes de que dieras vida a la tierra y al mundo,

desde el principio y hasta el fin, tú eres Dios.

Salmo 90.1-2, Nueva Traducción Viviente

 

Trasfondo

Cuando a la grandeza y profundidad espirituales las acompaña la belleza en la expresión, estamos delante de un portento religioso, estético y afectivo. Entre tantos ejemplos, es el caso del Salmo 90, porque pocas veces ante las Sagradas Escrituras somos capaces de percibir cómo el golpe mortal de la inspiración sagrada coincide con el de la inspiración poética de grandes dimensiones. Walter Brueggemann sugiere “que se lea el salmo como si Moisés estuviera ahora en Pisgá (Dt 34). Ha llegado hasta el final. De pie mira la tierra prometida a la que se ha encaminado toda su vida. Ahora cae en la cuenta de que no entrará allí”.[1] Este salmo indaga luminosamente en los abismos del tiempo guiado por el faro de la eternidad divina que, a duras penas, podemos concebir como una realidad medianamente comprensible. 

Dios es un refugio eterno por encima del tiempo (vv. 1-2)

Desde sus primeras palabras somos llevados por el oleaje de la poesía sagrada que observa a Dios desde la transitoriedad y no puede más que quedar extasiada: “Señor, a lo largo de todas las generaciones / ¡tú has sido nuestro hogar! / De generación en generación. / Antes de que nacieran las montañas, / antes de que dieras vida a la tierra y al mundo, / desde el principio y hasta el fin, tú eres Dios” (1-2). El auténtico hogar no es un lugar, es una persona: “Yahvéh es casa. La sed de lugar se resuelve en el don de comunión. Moisés, carente de tierra, puede celebrar tal lugar en una relación”.[2] Nuestra finitud marca un sendero solamente superable gracias a la encarnación del Hijo de Dios en el mundo. “Puede haber melancolía, aun desilusión, pero el salmo es una meditación no tanto sobre la futilidad y la muerte como sobre el poder de Dios aun frente a la realidad humana”.[3] 

La finitud humana y la insondable eternidad divina (vv. 3-6)

La labor redentora de Dios, como encuentro histórico con la humanidad, es incansable: “Haces que la gente vuelva al polvo con solo decir: / ‘¡Vuelvan al polvo, ustedes, mortales!’” (3). La desproporción entre nuestro lugar en el mundo y en la historia con ese Ser inabarcable es inmensa: “Para ti, mil años son como un día pasajero, / tan breves como unas horas de la noche” (4). Es el misterio del tiempo. La ligereza con que los seres humanos pasamos por el mundo es como una serie de metáforas que el salmo desarrolla limpiamente y que muestran cómo Dios nos ve transcurrir desde su lenta e imperceptible eternidad: “Arrasas a las personas como si fueran sueños que desaparecen. / Son como la hierba que brota en la mañana. / Por la mañana se abre y florece, / pero al anochecer está seca y marchita.” (5-6). Un equivalente para estos versos es, entre muchos otros, el poema de Nezahualcóyotl: “Como una pintura / nos iremos borrando, / como una flor / hemos de secarnos / sobre la tierra, / cual ropaje de plumas / del quetzal, del zacuán / del azulejo, iremos pereciendo. / Iremos a su casa”, que también expresa el sentimiento de limitación y finitud de la especie humana como un todo.[4] 

Ira de Dios y duración de la existencia (vv. 7-10)

Si la ira de Dios no nos consume, agrega el salmista, sí nos entristece, nos atormenta, nos constriñe: “Nos marchitamos bajo tu enojo; / tu furia nos abruma. / Despliegas nuestros pecados delante de ti / —nuestros pecados secretos— y los ves todos.” (7-8). Nuestras acciones ponen en riesgo siempre nuestra vida ante esa justicia inmarcesible. En aquellos tiempos, el enojo divino era causa de un ostentoso y santo terror: “Vivimos la vida bajo tu ira, / y terminamos nuestros años con un gemido” (9). La finitud se multiplicaba en la conciencia de los creyentes. Pero es allí adonde aparece, precisamente, la paradoja de la duración, en una época en que se vivía tan poco: “¡Setenta son los años que se nos conceden! / Algunos incluso llegan a ochenta. / Pero hasta los mejores años se llenan de dolor y de problemas; / pronto desaparecen, y volamos” (10).

70 u 80 años, aquí, son poco o son mucho, son los que Dios mismo quiere que sean: espacio de gracia, de amor derramado a manos llenas, de la experiencia decantada y asimilada progresivamente en el devenir que cada persona debe experimentar cotidianamente. Allí está Dios presente todo el tiempo, con su ¡No! contenido por la obra de Jesucristo, pero con el ¡Sí! Alentado siempre por la obra del Redentor de por medio. 

Enojo divino y sabiduría ante la vida (vv. 11-12)

“¿Quién puede comprender el poder de tu enojo? / Tu ira es tan imponente como el temor que mereces” (11): situados ante la omnipresencia del furor divino, esa ira que amenaza con disolvernos en la nada, brota del corazón humano, tan limitado y precario, la única posibilidad para situarnos ante esa eternidad incomprensible: tratar de aprender a valorar nuestros días en su justa medianía, sí, pero también en su eventual grandeza dirigida por nuestro Creador, Sustentador y Salvador: “Enséñanos a entender la brevedad de la vida, / para que crezcamos en sabiduría” (12). Porque el único asidero para capear el temporal de la vida y sus vicisitudes es la sabiduría que viene del Eterno, del Absoluto, de Aquel que nos hace vivir siempre a su lado con la esperanza de que la vida es eso, no un valle de lágrimas para condolerse, sino un sendero de luz en el que más vale que cerremos los ojos y mantengamos la fe en las promesas para no perdernos.

Por todo ello, Brueggemann, en su magistral acercamiento al poema, ha escrito:

 

Sugiero que el “corazón de sabiduría” en el v. 12 no es simplemente el de alguien que es realista acerca de la transitoriedad humana y de la culpa sino el de alguien que sabe que existe “sentimiento de hogar” en el gobierno de Dios. Ése es el carácter esencial y la señal definicional de la situación humana. Una tal lectura de la realidad va contra la evidencia, aun contra la evidencia ofrecida en el salmo mismo. Un “corazón de sabiduría” que no es capturado por la evidencia, que no se impresiona excesivamente por los datos al alcance sino aquel que presta atención a la persistente realidad del señorío de Yahvéh.[5]

 

Conclusión

Esa búsqueda de conocimiento, de profundización ante la cortedad de la vida es resultado de la influencia del enfoque sapiencial, que se entrecruza creativamente con el tono lírico de la plegaria: “La sabiduría trata de ir al fondo de las cosas y descubrir lo oculto; penetra en lo más recóndito de la vida humana con una sonda inexorable. El Salmo 90 muestra las repercusiones que tienen las ideas sapienciales en un cántico de lamentación de la comunidad:[6] La transitoriedad humana (y de sus obras) puede ser transformada por el toque divino para recibir una orientación que traspase el tiempo.



[1] W. Brueggemann, El mensaje de los salmos. México, Universidad Iberoamericana, 1998, p. 169.

[2] Ibíd., p. 167.

[3] Íbíd., pp. 167-168.

[4] Nezahualcóyotl, “Como una pintura nos iremos borrando”, en Poemas. Barcelona, Linkgua Ediciones, 2019 (Poesía, 158), pp. 46-47.

[5] W. Brueggemann, op. cit., p. 169.

[6] H.-J. Kraus, Los Salmos. II. 60-150. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1995 (Biblioteca de estudios bíblicos, 54), p. 326.

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