domingo, 14 de enero de 2024

El misterio de la voluntad del Señor (Efesios 1.9-14), Pbro. L. Cervantes-Ortiz


Cristo Pantocrator, Hagia Sofía, Estambul

14 de enero, 2024

Cuando llegue el momento preciso, Dios completará su plan y reunirá todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra, y al frente de ellas pondrá como jefe a Cristo.

Efesios 1.10, Traducción en Lenguaje Actual 

Trasfondo

Leer la carta a los Efesios demanda mucha atención, sobre todo para identificar las palabras clave alrededor de las cuales el autor construye un discurso religioso y espiritual que, sin ser denso, exige detenerse con minuciosidad para no perder el hilo de las ideas. Es muy destacable el hecho de que, desde el primer capítulo, formado por una sección inicial claramente litúrgica, anticipe algunos de los contenidos religiosos y teológicos que caracterizan a la epístola. Interpretar ligeramente sus palabras sin relacionarlas con el cuerpo completo de la carta corre el riesgo de repetir, una y otra vez, los lugares comunes que suelen repetirse acerca del pensamiento paulino. Efesios, así como Romanos, Corintios y Gálatas, reclama una lectura interna, antes de dar el salto para visualizar la totalidad de las enseñanzas del apóstol. La invitación a la mesura es particularmente útil al abordar las referencias que el texto hace al Señor Jesús. La que aparece en el v. 10 forma parte del gran himno litúrgico que abre la epístola. Hacia ese versículo nos dirigiremos especialmente, pues allí es donde se aprecia cómo maduró en su conciencia la doctrina sobre Jesucristo. La comprensión de la cristología paulina en Efesios, como prácticamente en todas sus cartas es claramente cósmica y responde a la forma en que, igual que sus contemporáneos, entendía la existencia de poderes materiales y espirituales que se disputaban el dominio de las vidas humanas y del rumbo de la historia de su tiempo. Sólo comprendiendo bien esa visión es posible decir algo aceptable sobre la grandiosa afirmación de 1.10. 

El “misterio” de la voluntad divina (v. 9a)

El uso de este concepto por parte del apóstol está ligado, en todas partes (Cor-Col-Ef), por un lado, con la existencia de cultos religiosos llamados, así, misterios, que originalmente eran ritos de iniciación que había que mantener en secreto. Los más conocidos son los de Eleusis, que eran primitivamente ritos agrarios para celebrar el renacimiento de la vegetación después del invierno¸ al comenzar el primer siglo, se multiplicaron las religiones de los misterios de origen oriental. Pablo conocía ese uso, pero también el que dio la Septuaginta al traducir con ella los secretos de reyes y de Dios. También se utilizó en los rollos de Qumrán e incluso en Mateo para referirse a los secretos de Dios en las parábolas (Mt 13.11).

 

Con esto queda claro que el misterio que Dios nos ha dado a conocer, según 1.9, y cuya comunicación nos hace sabios y prudentes, se contempla desde aquello que el apóstol dice […] que es el misterio de Dios en Cristo, el misterio de su sabiduría, el misterio de Cristo como su sabiduría y el misterio de la Iglesia como Cuerpo de Cristo y de su sabiduría. Pero no como tres misterios, sino como un mismo y único misterio. Es el misterio de la sabiduría de Dios, de esa sabiduría que es Cristo, y que se manifiesta en su cuerpo, que es la Iglesia integrada por judíos y gentiles.[1]

 

Dios “administra la plenitud de los tiempos” (v. 10a)

El otro gran aspecto de la comprensión paulina de la manifestación divina de ese gran misterio aparece inmediatamente en una frase que describe magníficamente la forma en que Dios dirige o administra los caminos de la historia. “Administrar la plenitud de los tiempos”, la frase exacta concentra en el verbo y en complemento inicial el centro de todo lo que debe entenderse y creerse acerca de lo que Dios está haciendo en el mundo a partir de la venida de Jesucristo al mundo. Lo que Dios ha venido realizando a través de Él no es del dominio público sino que es más bien parte del patrimonio o “capital espiritual” que pertenece a quienes forman parte de la iglesia, especialmente quienes integraban la comunidad de Éfeso, vecina del gran templo dedicado a la diosa Diana, y que Dios ha compartido (“ha dado a conocer”) con ellos. 

Cristo, cabeza de todas las cosas (v. 10b)

La gran acción divina, central en la manifestación de su misterio es, nada menos, que la decisión de “reunir [unir todo bajo la cabeza, recapitular, resumir][2] todas las cosas en Cristo [aquí usado ya como un título cósmico y no solamente soteriológico], tanto las que están en los cielos como las que están en la tierra”. El Señor Dios optó por colocar a su Hijo como “cabeza de todo el universo”, en una palabra: “El propósito eterno de Dios de realizar en Cristo la historia cumplida, es realizado ahora que Dios revela el misterio de su voluntad, y todo el que lo reconoce es integrado en ese misterio en Cristo, en su Cuerpo y, por consiguiente, en la dimensión de la historia cumplida”.[3] La obra salvadora de Jesucristo se complementa enormemente con la dimensión cósmica de su supremacía ganada con su vida, muerte y resurrección. La gracia de Dios ha permitido que los miembros de la iglesia estén al tanto de este misterio monumental: nada de lo que existe puede quedar fuera del señorío absoluto de Cristo. De ese modo, la carta da respuesta firme y clara al dilema acerca de los poderes materiales y espirituales que podrían competir con el Señor (Diana, el César, los “principados y potestades”): “De esta manera se realiza ahora ya en un lugar, precisamente en el lugar en que se cumple la historia, lo de ‘instaurar todas las cosas en Cristo’, lo cual comenzó ya en el fundamento, cuando Cristo fue exaltado a la derecha de Dios, por encima de todos los poderes y autoridades, y fue dado a la Iglesia como Cabeza”.[4] 

La iglesia, el conjunto de los predestinados (vv. 11-14)

La predestinación para salvación se cumple, históricamente, en quienes integran espiritualmente la iglesia, los conocidos únicamente por Dios (11). El objetivo es “la alabanza de su gloria” (12) y la recepción visible y positiva de ese mensaje ha producido “el sello de la promesa del Espíritu” (13), lo que garantiza (“arras”) la certeza de la salvación (14a) hasta que esa alabanza de su gloria se cumpla plenamente (14b). Con esto, el apóstol hace “descender” las virtudes cósmicas de la supremacía de Cristo al plano de lo humano y comunitario como resultado de la obra de Dios. la predestinación no es algo de lo que nos debamos sentir orgullosos o que produzca algo así como una “élite espiritual” sino más bien para que, humildemente, la aceptemos y nos movamos en ella con esperanza, obediencia y humildad. 

Conclusión

 

Nuestra participación e inclusión en el proyecto histórico y liberador de Dios se da, en nuestra experiencia, cuando, al oír, y creer en el Evangelio, somos marcados como propiedad y herencia de Dios con el Espíritu Santo, Señor y dador de vida. Como tal, el Espíritu está activo en toda la creación llevando a cabo el proceso de la recreación de Dios, proceso restaurador y reconciliador. […] Nuestra vocación va mucho más allá de nuestra salvación personal, ya que tenemos un llamado a servir a Dios como sus instrumentos de paz en una tarea de dimensiones cósmicas. Pero lo hacemos armados de una firme esperanza.[5]



[1] Heinrich Schlier, La carta a los Efesios. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1991 (Biblioteca de estudios bíblicos, 71), p. 80.

[2] M. Ávila Arteaga, Efesios. Introducción y comentario. Tomo I. Capítulos 1-3.  Buenos Aires, Ediciones Kairós, 2018, p. 108.

[3] H. Schlier, op. cit., p. 85.

[4] Ídem.

[5] M. Ávila Arteaga, op. cit., pp. 121-122.

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