Desde nuestra tierna infancia los
cristianos, especialmente los protestantes, somos entrenados para hablar. Muy
pronto en la iglesia aprendemos a “dar testimonio”, pasamos a “recitar” el
versículo bíblico aprendido en la Escuela Dominical ante el pleno congregado. Nuestra
boca emana “alabanzas” y aprendemos a “orar” en público. Un niño educado en una
iglesia evangélica tiene capacidad para hablar en público y muy pronto asume la
voluntad y habilidad de “predicar” el Evangelio. ¿Cómo no enorgullecernos de
los grandes oradores que ha prohijado el protestantismo? La elocuencia de un
Charles Spurgeon, el denuedo reformado de un Jonathan Edwards, y, desde otro
siglo y otra actitud ante los derechos humanos, y no solo los divinos, nos
encontramos con la vehemencia con la que Martin Luther King defendió la
libertad civil de la población afroamericana.
¿Qué más podemos añadir? En el siglo
XIX y a comienzo del siglo XX, las escuelas de corte protestante en México
destacaron por la habilitación de la libertad de conciencia y el estímulo del
habla y la discusión entre los alumnos. Esto se consiguió a contrapelo de una
cultura tradicional donde el alumno no opinaba sino acataba los dictados del
profesor. De este modo, al habilitar la libertad de cuestionamiento, las
escuelas protestantes se convirtieron en lo que el historiador Jean-Pierre Bastián
denominó “un verdadero laboratorio de prácticas democrática” y citando una
crónica de la época agrega, refiriéndose a la escuela liberal protestante: “Ahí
el joven emite opiniones propias y las sostiene en debate, lee la prensa
periódica y siente las pulsaciones de la vida nacional, se inicia en los
procedimientos parlamentarios y hace sus primeras armas en el campo literario”.[1]
La escuela protestante se opuso ante
dos dogmatismos. Por un lado, el dogmatismo católico tradicional que inhibía el
cuestionamiento de las verdades divinas, y por otro el dogmatismo positivista,
filosofía segregacionista paternada por el francés Augusto Comte, que anulaba
cualquier voz que se levantara en contra de lo que, desde su muy sesgada visión,
era la verdad científica. Sin embargo, esta filosofía científica, hegemónica
durante el porfiriato, terminó en un dogmatismo al que el filósofo mexicano
Antonio Caso no tuvo empacho en llamar una “capilla comtista”[2].
Caso hizo esta declaración siendo muy joven e irreverente, polemizando contra
el gran científico Agustín Aragón quien había criticado la fundación de la
Universidad Nacional por no seguir la ideología positivista. Caso, defendió esa
libertad universitaria sentando el germen de lo que hoy se conoce como
“libertad de cátedra”, un baluarte universitario en México hasta la fecha.
Esta evocación de Antonio Caso no es
una digresión histórica meramente ocasional. La menciono porque Caso, aunque no
era protestante, tenía como ejemplo de la libertad de cátedra universitaria a
Martin Lutero quien había defendido el “libre examen”[3].
Este es uno de los principales legados
del protestantismo: la posibilidad de hablar. Aunque tradicionalmente nos
autodenominamos “el pueblo del Libro”, en referencia a la Biblia, lo cierto es
que también podemos considerarnos como “el pueblo que habla”.
Los protestantes sabemos hablar, desde
niños somos entrenados para hablar.
La cuestión es que, quizá, tras tantos
siglos, ya hemos hablado demasiado. Y, hay que reconocerlo, últimamente nuestra
habla a estado muy carente de la briosa protesta contra los dogmatismos y nos
hemos dedicado a apologizar o defender nuestros propios dogmas. En lugar de
alzar la voz, como antaño, para denunciar los males sociales, se han escuchado
voces protestantes en contra de los derechos de otras minorías étnicas y
sexuales.
“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora”, nos dice Eclesiastés, “tiempo de hablar y tiempo de callar” (Ecl. 3.1, 7). Los protestantes sabemos hablar, pero ha llegado el tiempo de callar... y escuchar al Espíritu en medio de este apocalipsis en el que nos encontramos.
2. Escuchando en los últimos tiempos
“El que tiene oídos para oír que oiga” es una frase que forma parte de un grupo de expresiones que
se consideran como la voz más original de Jesús.[4]
(Mc 4;9; 4:23). En Apocalipsis esta frase se convierte en una urgente
reiteración para las iglesias. No es hablar ni predicar, sino escuchar la
principal acción espiritual. “La fe viene por el oír” (Ro 10:17) ¿Cuál
es la diferencia entre hablar y escuchar? La misma que existe entre el yo y el
nosotros.
El antropólogo Carlos Lenkersdorf,
quien fuera un experto en el idioma mayense tojolabal de Chiapas y Guatemala, explicaba
que en nuestro idioma español la frase “yo hablo” es completamente valida y
tiene sentido. Porque yo puedo hablar en el momento en que quiera, esté
acompañado o solo. Sin embargo, en el idioma tojolabal la frase “yo hablo” carece
totalmente de sentido gramatical. Para que esa frase tenga sentido gramatical
se debe decir: “yo hablo, tú escuchas”.[5]
Si en español decir “yo hablo” tiene
sentido es porque nuestro idioma está en clave del yo. Podemos hacer soliloquios
y hay, incluso, hasta quienes hablan con estatuas de finados generales de la
Revolución. Pero en un idioma en clave del nosotros hablar siempre requiere
compañía, a los Otros y Otras. Ahora bien, el hebreo bíblico también es un
idioma en clave del nosotros y no de yo. En el Antiguo Testamento no se piensa desde
el individuo aislado, sino siempre en comunidad. Este carácter comunitario de
cuño hebreo se trasladó a las primeras comunidades cristianas quienes “tenían
todas las cosas en común” (Hch 2:44).[6]
Por eso la oración dominical comienza
diciendo “Padre nuestro” y no “Padre mío”. Pues vincularnos con Dios no es un
asunto de “decisión personal”, sino un acto colectivo de solidaridad. “Cree en
el Señor Jesús, y serás salvo, tú y toda tu casa” (Hch 16:31). Nada más extraño
para el lenguaje bíblico que hablar de una “salvación personal”. El mismo Pacto
de Dios nunca se concibe como un acuerdo entre particulares, sino como parte de
un derecho colectivo: “a tu descendencia daré esta tierra” (Génesis
15:18).
Esto puede parecernos muy extraño porque
nuestra herencia protestante es liberal, es decir, individualista. Por eso hay
que callar un poco. Porque el Espíritu de Dios manifestado en las Escrituras está
más cercano a las lógicas comunitarias de los pueblos indígenas, como los
tojolabales, que a nuestra moderna mentalidad individualista.
Cuando pienso en clave del yo, mi
principal labor es la de hablar y predicar aquello que yo sé, considerando que
tengo la verdad entre los labios y los demás deben escucharme a mí. Pero cuando
pienso en clave del nosotros, antes que hablar, lo más importante es escuchar a
los demás. ¡Y eso nos cuesta mucho trabajo!
Como cristianos centrados en el yo,
queremos tener siempre una respuesta, un consejo, una palabra de parte de Dios
para el afligido. Pensamos que poseemos la sabiduría suficiente para acompañar
a las personas, restaurarlas, decretar sobre de ellas bendición. Y nuestra
intención no es mala, pero, es importante que consideremos en callar un poco.
Ocurre que, por ejemplo, el doliente
por una pérdida, y ahora más entre tantos fallecimientos por Covid-19, no
necesita que le digamos versículos bíblicos y menos que lleguemos con discursos
triunfalistas de Cristo derrotando a la muerte mientras frente a sus ojos yace
muerta la persona a quien tanto amó. Un doliente no necesita nuestra voz.
Necesita nuestro silencio solidario. Nos urge sensibilizarnos ante la pérdida
ajena, aprender a consternarnos ante el dolor junto con el sufriente y no
querer anular su dolor mediante nuestras declaraciones de fe.
Debemos dejar de pensar en clave de yo, y comenzar a pensar en clave del nosotros. Porque ahí es hacia donde el Espíritu nos guía: no a hablar, sino a escuchar. El que tenga oídos para oír que oiga, se nos repite, una y otra vez, en los mensajes apocalípticos a las siete iglesias. Estos mensajes del Espíritu se deben escuchar pues anuncian no solo un fin, sino también la esperanza de un nuevo comienzo. ¿Significa eso que estamos en un apocalipsis? La respuesta es: Sí.
3. La escucha escatológica
Me parece muy desconcertante ver a
tantos teólogos el día de hoy esmerándose en predicar que esta pandemia que
tenemos encima no es el apocalipsis, ni el fin del mundo. Desde luego que
coincido con ellos en que debemos evitar los alarmismos fatalistas, sin
embargo, teológicamente hablando no podemos negar que estamos en un proceso del
fin del mundo. Mientras más pasa el tiempo más nos damos cuenta de que el mundo
antes de 2020, simplemente, terminó. Dejar
atrás el uso del cubrebocas no nos regresará a nuestra vieja normalidad, ni
hará que volvamos a vivir como antes.
Porque millones de personas que antes
habitaban este mundo con nosotros, ya no están. Porque miles de negocios que
antes nos rodeaban, cerraron o quebraron; porque muchos vecinos tuvieron que mudarse.
Nuestros hábitos han cambiado, las palabras que decimos también, la forma de
nuestro trabajo es distinta. ¡Sí! Esto ha sido un fin del mundo. Y mientras más
posterguemos el trabajo del duelo por lo que hemos perdido, más tardaremos en
poder mirar hacia el futuro.
Las siete iglesias de Apocalipsis
estaban enfrentando su propio fin del mundo y el Espíritu les daba el mensaje
de una lucha inminente, que, sin embargo, terminará en victoria. “Al que
venciere” se repite una y otra vez. El anuncio del Espíritu es una lucha que
está en desarrollo, es una revelación de que algo está cambiando y algo en el
mundo está terminando.
¡Es simbólico! Dicen algunos
interpretes sesudos del Apocalipsis, pensando que por invocar al símbolo se le
resta poder al mensaje. Claro que Apocalipsis es simbólico, eso no lo hace
menos real. Todo lo contario, lo hace universal. Los símbolos del apocalipsis
tales como “el árbol de la vida” (Ap 2:7) la “segunda muerte” (Ap 2:11), el
“maná escondido” (Ap 2:17) no son metáforas de sentido oculto, estos símbolos
hablan abiertamente de una renovación total, de un nuevo comienzo (ahora se ha
puesto de moda la frase “nueva normalidad”). Porque el mensaje del Espíritu
durante nuestro apocalipsis es muy claro: ¡Se acabó! ¡Hay que comenzar de
nuevo!
Pero hablamos tanto que no escuchamos. Nos
negamos a reconocer que el mundo en el que vivíamos terminó y levantamos
nuestra voz para intentar negar esa realidad. Nos negamos a escuchar la voz
escatológica o apocalíptica del Espíritu porque nos habla del fin del mundo y del
fin de nuestras certezas. Es un llamado para afrontar no una “nueva normalidad”,
sino una nueva realidad. Porque hoy que tenemos la oportunidad de ser guiados
por el Espíritu para hacer algo extraordinario, lo menos que debemos buscar es
ser normales.
La escucha escatológica puede resumirse
en la frase que leemos en el mensaje a la iglesia de Sardis: “Sé vigilante y
afirma las otras cosas que están para morir” (Ap. 3:2). Como si se nos dijera: hay
cosas que están por morir, el mundo está cambiando, está terminando.
Un mensaje tan claro, pero a la vez,
tan estremecedor que nos negamos a oírlo. Lo que pasa es que pensamos que “el
fin del mundo” es un fin absoluto y fatídico. No es así en Apocalipsis. El fin
del mundo no significa otra cosa que el fin del mundo de injusticia y
perversión. No se trata de que la Tierra se vaya a extinguir. El Apocalipsis
bíblico es una renovación constante en busca de la justicia. Por eso sus
símbolos, no irreales, sino universales, nos hablan de la recuperación del
árbol de la vida y la nueva aparición de maná sobre el mundo: plenitud y
saciedad en justicia. Deben luchar para atraer ese nuevo mundo de abundancia:
es el mensaje del Espíritu a los ángeles custodios de las siete iglesias.
El Espíritu nos guiará a ese nuevo Edén
no de forma automática, sino afrontando las adversidades, confrontando a los
tiranos religiosos como el Falso Profeta o políticos como la Bestia. El
Apocalipsis no es un espectáculo de explosiones y aniquilación, sino un proceso
en el que la iglesia de Cristo, guiada por su Espíritu, se esmera en consumar
el Reino de justicia de Dios.
Conclusión
Hemos sido entrenados para hablar, pero
es tiempo de escuchar lo que el Espíritu tiene que decirnos. Es un llamamiento
comunitario, no individual, es un mensaje a iglesias, hacia comunidades. El
Espíritu pide ser escuchado en clave del nosotros. Es necesario que, pese a
nuestro orgullo histórico protestante de ser el pueblo que habla, en estos
últimos tiempos nos convirtamos en el pueblo que escucha.
La voz del Espíritu es diversa y
plural, está circulando no solo desde las iglesias cristianas, sino también en
el fragor de las protestas populares, los reclamos de justicia y dignidad
humana, los derechos de las minorías. Si solo pensamos en el “yo” nunca
escucharemos que, aunque yo no sea campesino, debo solidarizarme con los
campesinos, aunque yo no sea maestro, debo solidarizarme con los docentes,
aunque yo no sea migrante, debo solidarizarme con los migrantes y reconocer que
sus demandas son mensajes escatológicos de que este mundo de injusticias tiene
que terminar.
Un apocalipsis no significa un fin
absoluto, sino solo el fin del mundo de injusticia que prevalece. ¿A qué viene
el querer negar que hoy tenemos la oportunidad de vivir un apocalipsis y luchar
para conseguir ese “maná escondido” ese “árbol de la vida” que nos de sustento
y justicia en un nuevo mundo?
Durante toda mi infancia escuché
sermones del fin, que los tiempos se habían acortado, que el Día del Juicio no
tardaba en ocurrir. Fue un error de lectura, debieron decir el Día en que se
hará justicia, y, finalmente, ese Día ha llegado. No le tengamos miedo a este
apocalipsis que transcurre frente a nuestros ojos. Escuchemos la voz guiadora
del Espíritu.
Estas cosas “deben suceder pronto” (Ap
1:1).
[1] Jean-Pierre Bastián, “Las
sociedades protestantes y la oposición a Porfirio Díaz, 1877-1911” en Pilar
Gonzalbo Aizpuru (ed.) Iglesia y religiosidad. Lecturas de historia mexicana
5, El Colegio de México, México, 1992, pág 186.
[2] Antonio Caso, “La universidad y
la c o el fetichismo comtista en solfa”, en Obras Completas I – Polémicas, UNAM,
México, 1971, pág. 9.
[3] Antonio Caso, Obras Completas III – La existencia como
economía, como desinterés y como caridad, UNAM, México, 1972, pág. 6. La alusión a lutero proviene de su “Ensayo
sobre la esencia del cristianismo” de 1916.
[4] Martín Gelabert Ballester, “Escuchar
la voz y el silencio de Dios” en Veritas, vol III, núm. 19, 2008,
383-398.
[5] Carlos Lenkersdorf, Aprender
a escuchar. Enseñanzas maya-tojolabales. México, Plaza y Valdés, 2008.
[6] Rafael Aguirre, La mesa
compartida. Estudios del Nuevo Testamento desde las ciencias sociales.
Santander, Sal Terrae, 1994.
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