sábado, 2 de abril de 2022

"Cuaresma sin cuaresma": El plan de redención en la historia de salvación, Pbro. Leopoldo Cervantes-Ortiz

3 de abril, 2022

Como pueden ver, ahora vamos camino a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y lo condenarán a muerte. […] Imiten al Hijo del Hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos.

Mateo 20.18, 28b, RVC 

Trasfondo

C

ada vez que se aborda en la iglesia un tema relacionado con el llamado “plan de salvación” se asume de manera muy positivista que es posible anular o borrar las contradicciones inherentes a fin de volcarnos plenamente a reiterar la manera en que Dios organizó y dirigió los sucesos alrededor de la vida, pasión, muerte en la cruz y resurrección de Jesús de Nazaret, su Hijo y Salvador. Es verdad que, como veremos nuevamente, el propio Señor Jesús tenía muy claro en su mente que la actividad desarrollada para promover y experimentar el Reino de Dios en el mundo le ocasionaría muchos problemas y lo pondría en riesgo de muerte. Pero ello no se puede empatar o complementar de manera tan inmediata con los acontecimientos, tal como se fueron dando en medio de una vorágine de violencia sacrificial que se adueñó del escenario y de la historia contada por los “evangelistas”. El profundo ejercicio espiritual que se propone es equilibrar, hasta donde sea posible el plan divino de redención con la sucesión de hechos de aquella semana fatal, teniendo como eje las afirmaciones previas de Jesús en el evangelio de Mateo, cuya obra sigue, en parte, la narración original de Marcos.

Asimismo, hablaremos de una “cuaresma sin cuaresma”, esto es, de una especie de preparación moral, psicológica y espiritual que, aunque no la designamos con ese nombre en el medio evangélico, constituye una posibilidad real y efectiva de “afinar” el ser y la fe para conmemorar los momentos cruciales de la obra redentora de Dios a través de su Hijo Jesucristo que lo llevó a la cruz y que desembocó en la resurrección como acontecimiento fundador de la fe cristiana. Seguimos aquí la orientación señalada en estas palabras: “Jesús se preparó para su Pasión entrando en un periodo especial de ayuno y oración durante 40 días, solo en el desierto. Allí peleó una batalla espiritual soportando la tentación y el hambre corporal. La Iglesia Global (su Novia) se prepara para la conmemoración anual de su Pasión, muerte y resurrección, ayunando durante los 40 días anteriores al igual que Él lo hizo”.[1] No debe quedar duda de que la “preparación espiritual” es necesaria para renovar la comunión con Dios y seguir adelante en el camino de la fe como personas y como comunidad.

Como se puede apreciar, el énfasis recae en dos conceptos fundamentales que se complementan muy bien, más allá de los 40 días de rigor que nos muestran los textos: preparación y disciplina espiritual. Porque no se trata únicamente de volver a tradiciones religiosas superadas que nos condicionen para participar de mejor manera en los cultos que tenemos por delante, sino más bien de asumir estas fechas con la mejor conciencia cristiana posible, a fin de estar dispuestos/as para alimentar nuestra fe con la Palabra pronunciada en los próximos días. 

“El Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas” (21.18a)

En el pasaje que nos ocupa aparece el tercer anuncio de Jesús de la muerte-resurrección. A diferencia de los dos primeros, en éste se “omite la idea de inevitabilidad (16.21: ‘tiene que’) y de inminencia (17.22: ‘lo van a entregar’). Se añade la condena a muerte, atribuida a los sumos sacerdotes y letrados, y la entrega a los paganos [éthnesin], que tiene un propósito definido: que sea burlado, azotado y crucificado”.[2] ¿Clarividencia, realismo político, profundidad en la visión, certeza teológica? Todo ello reunido en la mentalidad del Jesús presentado por Mateo, que fue capaz de avizorar todo lo que se venía sobre su vida en los siguientes días. El hecho de ir anticipando, de ir preparando la tragedia que se vendría sobre él dota a la narración de un carácter peculiar que se aprecia en el momento mismo que arranca el camino a la ciudad (“Mientras Jesús subía a Jerusalén, en el camino llevó aparte a sus doce discípulos” 20.17), pues marca un ritmo y se constituye en un anuncio formal de la última etapa del relato evangélico. Los vv. 18 y 19 son un resumen cerrado de lo que vendría, con una claridad que no queda más remedio que afirmar como parte de una conciencia mesiánica aderezada con el toque apocalíptico por la forma en que Jesús se refirió a sí mismo: Como pueden ver, ahora vamos camino a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y lo condenarán a muerte. Lo entregarán a los no judíos, para que se burlen de él y lo azoten, y lo crucifiquen; pero al tercer día resucitará”.

Cada bloque destacado reclama una explicación: primero, el acto de subir a Jerusalén como decisión clara, concreta y provocadora, a sabiendas de todo lo que representaría en términos de la violencia religiosa e imperialista que se volcaría en su contra. Segundo, el Hijo del Hombre, denominación apocalíptica tomada de Ezequiel, Daniel y 1 Enoc (24 veces en todo Mateo), le sirvió para hablar de su persona, y así confluir con la mentalidad dominante en su tiempo. Tercero, la condena a muerte como horizonte inmediato. Y, finalmente, la entrega a los no judíos, la burla, la crucifixión y la afirmación de la resurrección. Todo un paquete salvífico compacto y sin concesiones: “…la victoria de la vida sobre sobre la muerte está asegurada. Jesús habla al Israel mesiánico (‘los Doce’). Quiere hacerles ver que los jefes religiosos de Israel y los doctores de su Ley son los enemigos mortales del Hombre”.[3] 

“El Hijo del Hombre vino… para servir y para dar su vida en rescate por muchos” (21.18a)

A este anuncio le sigue la petición de la madre de los Zebedeos que, en el contexto del pensamiento apocalíptico, cobra sentido: sentarse en el reino del Señor alrededor suyo (20.21). En ella se concentran varios elementos derivados del anuncio previo: “pasar el trago” que le espera (22) y la asignación de esos lugares privilegiados (23). Ante la reacción indignada de los demás discípulos (24), Jesús daría una lección extraordinaria acerca de la superioridad verdadera (“el que sirve”, 26b-27) relacionada con su propia acción y con la entrega de su vida “en rescate por todos” (28), nuevamente asociada a la figura del Hijo del Hombre. Con lo dicho por el Señor quedaría bien claro el tipo de mesianismo que él encarnó y la disposición que manifestó para avanzar en el camino hacia la cruz y la resurrección. Su proyecto renovador vino a establecer una nueva manera de comprender el poder y el servicio, algo fundamental para afrontar los días posteriores: quien anhelaba la supremacía debía ponerse a disposición para servir, incluso ante el riesgo de perder la vida.

La concepción mesiánica de los discípulos es cuestionada desde la raíz: Jesús los previene contra ella, pues “el dominio y la opresión que ejercen los jefes y grandes del mundo están desterradas de la comunidad mesiánica. La grandeza o la primacía no son consecuencia del dominio, sino del servicio (cf. 18.4). Jesús va a demostrar su realeza dando su vida para liberar a los hombres (28); aquel cuyo servicio se parece más al de Jesús es el que está más cerca de ese rey y ocupa el primer puesto en su comunidad”.[4] Eso mismo se muestra de manera inmediata con el episodio de los dos ciegos (20.29-34). Se trataba, pues, de todo un programa bien articulado de servicio redentor, en total consonancia con la intención salvadora de Dios.

 

Conclusión

“Jesús entra en la fase final de su éxodo. Recorre el itinerario del antiguo pueblo para entrar en la tierra prometida, pero, mientras para éste fue un itinerario de violencia y muerte, para Jesús es un camino de amor que culminará en el don de su propia vida. Su muerte será la entrada en la verdadera tierra prometida, el reino del Padre”.[5] El plan divino de redención, en el marco de la historia de salvación, va a desplegarse en una intensa vorágine en los días próximos en la vida del Señor hasta desembocar en los momentos cruciales de definición de la obra redentora.



[1] Asociación para la Educación Teológica Hispana, www.aeth.org.

[2] Juan Mateos y Fernando Camacho, El evangelio de Mateo. Lectura comentada. Madrid, Ediciones Cristiandad, 1981, p. 199.

[3] Ídem.

[4] Ibid., pp. 201-202.

[5] Ibid., p. 202.

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