3 de abril, 2022
Como pueden ver, ahora vamos camino a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y lo condenarán a muerte. […] Imiten al Hijo del Hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos.
Mateo 20.18, 28b, RVC
Trasfondo
C |
ada vez que se aborda en la
iglesia un tema relacionado con el llamado “plan de salvación” se asume de
manera muy positivista que es posible anular o borrar las
contradicciones inherentes a fin de volcarnos plenamente a reiterar la manera
en que Dios organizó y dirigió los sucesos alrededor de la vida, pasión, muerte
en la cruz y resurrección de Jesús de Nazaret, su Hijo y Salvador. Es verdad
que, como veremos nuevamente, el propio Señor Jesús tenía muy claro en su mente
que la actividad desarrollada para promover y experimentar el Reino de Dios en
el mundo le ocasionaría muchos problemas y lo pondría en riesgo de muerte. Pero
ello no se puede empatar o complementar de manera tan inmediata con los
acontecimientos, tal como se fueron dando en medio de una vorágine de violencia
sacrificial que se adueñó del escenario y de la historia contada por los “evangelistas”.
El profundo ejercicio espiritual que se propone es equilibrar, hasta donde sea
posible el plan divino de redención con la sucesión de hechos de aquella semana
fatal, teniendo como eje las afirmaciones previas de Jesús en el evangelio de
Mateo, cuya obra sigue, en parte, la narración original de Marcos.
Asimismo, hablaremos
de una “cuaresma sin cuaresma”, esto es, de una especie de preparación moral,
psicológica y espiritual que, aunque no la designamos con ese nombre en el
medio evangélico, constituye una posibilidad real y efectiva de “afinar” el ser
y la fe para conmemorar los momentos cruciales de la obra redentora de Dios a
través de su Hijo Jesucristo que lo llevó a la cruz y que desembocó en la
resurrección como acontecimiento fundador de la fe cristiana. Seguimos aquí la
orientación señalada en estas palabras: “Jesús se preparó para su Pasión
entrando en un periodo especial de ayuno y oración durante 40 días, solo en el
desierto. Allí peleó una batalla espiritual soportando la tentación y el hambre
corporal. La Iglesia Global (su Novia) se prepara para la conmemoración anual
de su Pasión, muerte y resurrección, ayunando durante los 40 días anteriores al
igual que Él lo hizo”.[1] No debe quedar
duda de que la “preparación espiritual” es necesaria para renovar la comunión
con Dios y seguir adelante en el camino de la fe como personas y como
comunidad.
Como se puede apreciar, el énfasis recae en dos conceptos fundamentales que se complementan muy bien, más allá de los 40 días de rigor que nos muestran los textos: preparación y disciplina espiritual. Porque no se trata únicamente de volver a tradiciones religiosas superadas que nos condicionen para participar de mejor manera en los cultos que tenemos por delante, sino más bien de asumir estas fechas con la mejor conciencia cristiana posible, a fin de estar dispuestos/as para alimentar nuestra fe con la Palabra pronunciada en los próximos días.
“El
Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas” (21.18a)
En el pasaje que nos ocupa
aparece el tercer anuncio de Jesús de la muerte-resurrección. A diferencia de los
dos primeros, en éste se “omite la idea de inevitabilidad (16.21: ‘tiene que’)
y de inminencia (17.22: ‘lo van a entregar’). Se añade la condena a muerte, atribuida
a los sumos sacerdotes y letrados, y la entrega a los paganos [éthnesin],
que tiene un propósito definido: que sea burlado, azotado y crucificado”.[2] ¿Clarividencia,
realismo político, profundidad en la visión, certeza teológica? Todo ello
reunido en la mentalidad del Jesús presentado por Mateo, que fue capaz de avizorar
todo lo que se venía sobre su vida en los siguientes días. El hecho de ir
anticipando, de ir preparando la tragedia que se vendría sobre él dota a la
narración de un carácter peculiar que se aprecia en el momento mismo que
arranca el camino a la ciudad (“Mientras Jesús subía a Jerusalén, en el camino
llevó aparte a sus doce discípulos” 20.17), pues marca un ritmo y se
constituye en un anuncio formal de la última etapa del relato evangélico. Los vv.
18 y 19 son un resumen cerrado de lo que vendría, con una claridad que no queda
más remedio que afirmar como parte de una conciencia mesiánica aderezada con el
toque apocalíptico por la forma en que Jesús se refirió a sí mismo: “Como pueden ver, ahora vamos camino a Jerusalén,
y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los
escribas, y lo condenarán a muerte. Lo entregarán a los no judíos, para
que se burlen de él y lo azoten, y lo crucifiquen; pero al tercer día
resucitará”.
Cada bloque destacado reclama una explicación: primero, el acto de subir a Jerusalén como decisión clara, concreta y provocadora, a sabiendas de todo lo que representaría en términos de la violencia religiosa e imperialista que se volcaría en su contra. Segundo, el Hijo del Hombre, denominación apocalíptica tomada de Ezequiel, Daniel y 1 Enoc (24 veces en todo Mateo), le sirvió para hablar de su persona, y así confluir con la mentalidad dominante en su tiempo. Tercero, la condena a muerte como horizonte inmediato. Y, finalmente, la entrega a los no judíos, la burla, la crucifixión y la afirmación de la resurrección. Todo un paquete salvífico compacto y sin concesiones: “…la victoria de la vida sobre sobre la muerte está asegurada. Jesús habla al Israel mesiánico (‘los Doce’). Quiere hacerles ver que los jefes religiosos de Israel y los doctores de su Ley son los enemigos mortales del Hombre”.[3]
“El Hijo del Hombre vino… para
servir y para dar su vida en rescate por muchos” (21.18a)
A este anuncio le sigue la petición
de la madre de los Zebedeos que, en el contexto del pensamiento apocalíptico,
cobra sentido: sentarse en el reino del Señor alrededor suyo (20.21). En ella
se concentran varios elementos derivados del anuncio previo: “pasar el trago”
que le espera (22) y la asignación de esos lugares privilegiados (23). Ante la
reacción indignada de los demás discípulos (24), Jesús daría una lección extraordinaria
acerca de la superioridad verdadera (“el que sirve”, 26b-27) relacionada con su
propia acción y con la entrega de su vida “en rescate por todos” (28),
nuevamente asociada a la figura del Hijo del Hombre. Con lo dicho por el Señor
quedaría bien claro el tipo de mesianismo que él encarnó y la disposición que
manifestó para avanzar en el camino hacia la cruz y la resurrección. Su proyecto
renovador vino a establecer una nueva manera de comprender el poder y el servicio,
algo fundamental para afrontar los días posteriores: quien anhelaba la
supremacía debía ponerse a disposición para servir, incluso ante el riesgo de
perder la vida.
La concepción mesiánica de los discípulos es cuestionada desde la raíz: Jesús los previene contra ella, pues “el dominio y la opresión que ejercen los jefes y grandes del mundo están desterradas de la comunidad mesiánica. La grandeza o la primacía no son consecuencia del dominio, sino del servicio (cf. 18.4). Jesús va a demostrar su realeza dando su vida para liberar a los hombres (28); aquel cuyo servicio se parece más al de Jesús es el que está más cerca de ese rey y ocupa el primer puesto en su comunidad”.[4] Eso mismo se muestra de manera inmediata con el episodio de los dos ciegos (20.29-34). Se trataba, pues, de todo un programa bien articulado de servicio redentor, en total consonancia con la intención salvadora de Dios.
Conclusión
“Jesús
entra en la fase final de su éxodo. Recorre el itinerario del antiguo pueblo
para entrar en la tierra prometida, pero, mientras para éste fue un itinerario
de violencia y muerte, para Jesús es un camino de amor que culminará en el don
de su propia vida. Su muerte será la entrada en la verdadera tierra prometida,
el reino del Padre”.[5]
El plan divino de redención, en el marco de la
historia de salvación, va a desplegarse en una intensa vorágine en los días
próximos en la vida del Señor hasta desembocar en los momentos cruciales de definición
de la obra redentora.
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