15 de mayo, 2022
Cuando hayan pasado esos días, el pacto que haré con la casa de Israel será el siguiente: Pondré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón. Y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo.
Jeremías 31.33, Reina-Valera Contemporánea
Trasfondo
Un excelente criterio de análisis para buena parte del contenido del libro de Jeremías es el “pesimismo antropológico” de que hace gala, tal como lo expone Jacques Briend: “Defensor de los derechos de Dios, Jeremías mira con pesimismo la capacidad del hombre para servir a Dios con fidelidad. […] ¿Cuál es el origen de esta situación? Para el profeta, el abandono de Dios explica el estado en que se encuentra el pueblo. Éste cree que encontrará ayuda en las naciones extranjeras (2.18, 36-37; 13.20-21), Egipto o Asiria, pone su confianza en los dioses extranjeros (2.8, 27-28; 3.1, 9; 5.7). Con su conducta el pueblo denuncia continuamente lo que estaba inscrito en el Decálogo al que se alude en Jr 7.9 como se habla aludido ya en Os 4.2”.[1] El corazón del ser humano está enfermo, tal como señala Jr 5.21-25; es necio (literalmente, “sin corazón”) y “sin juicio” (v. 21). Como no funciona el órgano de la reflexión, “el pueblo no ve y no entiende, ya que los órganos de los sentidos son inútiles si el corazón no los dirige”.[2]
El v. 32 coloca la alianza nueva prometida en relación
con la otra que ha quedado abolida. la que se estableció con los padres cuando
la salida de Egipto, la alianza en la que Dios habla tomado la iniciativa en la
montaña y que comprendía una ley dada por el mismo Dios. Ese antiguo pacto ha
quedado roto por los israelitas. Sin que se pueda esclarecer a quién se refiere
al pronombre “ellos” del v. 32b, se denuncia esa ruptura como unilateral, pues
se trata de un pacto de Dios, quien puede hablar de ella como de “mi alianza”.
“Pondré mi ley en su mente y la escribiré en su
corazón” (Jeremías 31.33a)
El texto es bastante vago y no explica suficientemente la manera en que se
realizó la ruptura del pacto. El final del v 32, que se puede traducir “pero yo
tenía que mostrarme como su baal”, subraya que Yahvé sigue siendo el baal
[esposo, marido] de Israel: “La elección del verbo ‘actuar como Baal’ puede ser
polémica, ya que el pueblo reconocía en los baales a sus dioses. El pecado de
Idolatría constituía el pecado del pueblo después de su instalación en el país
y habría provocado la ruptura de la alianza”.[3] Después de la denuncia de la ruptura, viene en el v. 33 una indicación sobre la
novedad de esta alianza: “Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón”.
La ley como expresión de la voluntad de Dios no ha quedado suprimida sino que
ha sido inscrita en el corazón del hombre por Dios y tiene que permitir un cambio
fundamental en su conducta. “Incorporada a la intimidad del hombre, la ley se impone
por sí misma”.[4] Respecto a las afirmaciones del Deuteronomio (cf. Dt 30. 10-14) que apelaban a
la interiorización de la ley, la diferencia es evidente, ya que en Jer 31.33 el
corazón del hombre recibe una capacidad nueva Esta capacidad dada por Dios
tiene que permitir a cada uno servir a Dios y mostrarse fiel.
El paralelismo de este versículo con Ezequiel 36.16-38 es puntual y asombroso, pues ambos pasajes apuntan hacia el mismo blanco al referirse a la importancia del corazón para recibir y experimentar adecuadamente la voluntad divina. A ello se refirió el biblista francés André Lacocque, que lo relaciona directamente con Jer 31.33-34, como anuncios escatológicos de un reinicio del pacto: “Así como al primer éxodo de Egipto siguió inmediatamente un tiempo de peregrinación por el desierto, así también ha de ser en el caso del segundo éxodo. Éste, no obstante, va bastante más allá de una mera especie de repetición. La necesidad de un segundo éxodo se debe al fracaso del primero. No va a repetirse la historia con sólo un cambio de escenario de Egipto a Babilonia”.[5] Ez 36.26-27 lo afirma con toda precisión en el uso de la metáfora del corazón: “Les daré un corazón nuevo, y pondré en ustedes un espíritu nuevo; les quitaré el corazón de piedra que ahora tienen, y les daré un corazón sensible. Pondré en ustedes mi espíritu, y haré que cumplan mis estatutos, y que obedezcan y pongan en práctica mis preceptos”.
“Y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (Jeremías
31.33b)
Esta frase constante en la fórmula del pacto (Éxodo 6.7a, que también
aparece en Jer 7.23 y Ez 36.28b) no podía dejar de usarse para completar la
frase de rigor. Ligada también a la promesa de la tierra, viene a reforzar la
manera tan plena en que se verificará en el marco de la alianza nueva que será
parte de una renovación de todas las cosas, una proyección escatológica cuyo
horizonte se ampliaba más según avanzaba el tiempo. Walter Brueggemann recuerda
que la interpretación cristiana de estas palabras en Hebreos 8.8-13 “ha leído
con frecuencia este texto de la manera más vigorosamente supercesionista [interpretación
cristiana de todo lo relacionado con Israel y el A.T.] posible, como si el ‘nuevo
pacto’ se relacionara sólo con el Evangelio de Jesucristo, con Israel rechazado
por su pacto roto”.[6] Nada
podría distorsionar más el texto que tal lectura porque el texto es más bien
una declaración de que Yahwéh comenzaría de nuevo con Israel y restauraría una
relación de pacto perdida en la debacle de la desobediencia y la destrucción.
El propósito del nuevo pacto, como el propósito del antiguo pacto, era y es formar un pueblo en obediencia a los mandatos del Sinaí. Debido al tono del Libro de Jeremías, la “Torá” que aquí se examina es la tradición de Deuteronomio. La base del nuevo pacto es el perdón divino (Jer 31.34). Y concluye Brueggemann: “A diferencia de otras partes del Libro de Jeremías, aquí no hay un llamado al arrepentimiento. La novedad está toda del lado de la nueva inclinación de Yahwéh, el Dios que es incapaz de no tener una relación con Israel Por lo tanto, el futuro de Israel depende de la firme determinación de Yahwéh de comenzar de nuevo, aquí incluso sin condiciones previas”.[7]
Conclusión
Toda visión profética de la restauración del pacto de Dios con el pueblo
apunta hacia una recuperación plena de los planes antiguos de salvación. Cada
vez que las coyunturas lo permitieron, los anuncios de renovación abarcaban
espacios más grandes de tiempo. Tal como se refiere Lacocque para el caso de
Ezequiel, a partir de sus enormes semejanzas con el ideario y las palabras de
Jeremías:
…debe ponerse de relieve que lo que el profeta
anuncia no es una restauración, sino finalmente el comienzo definitivo de la Heilsgeschichte
[historia de salvación]. A juicio del profeta, hasta ese momento sólo había
habido intentos de cumplir la promesa divina. Pero todos esos intentos habían
quedado en nada con el exilio en Babilonia. Ahora es tiempo de una nueva
creación, una nueva alianza, un nuevo David, una nueva Sión, un nuevo templo,
una nueva liturgia. Hasta la Torá debe ser reemplazada por una nueva Torá.
Ezequiel está definitivamente más cerca de lo apocalíptico de lo que a menudo
se ha pensado. La radicalidad de la novedad del tiempo lo testifica.[8]
[1] J. Briend, El libro de Jeremías. Estella,
Verbo Divino, 1983, p. 27.
[2] Ídem.
[3] Ibid., p. 45.
[4] Ídem.
[5] A. Lacocque, “De muerte a vida” (Ezequiel 37.1-14),
en A. Lacocque y Paul Ricoeur, Pensar la Biblia. Estudios exegéticos y
hermenéuticos. Barcelona, Herder, 2001, p. 158. Énfasis agregado.
[6] W. Brueggemann, The theology of the Book of Jeremiah. Universidad de Cambridge, 2007 (Old Testament
Theology), p. 126. Versión propia.
[7] Ibid., p. 127.
[8] A. Lacocque, op. cit., p. 163. Énfasis
agregado.
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