sábado, 16 de julio de 2022

"Si obedecen mis mandamientos, permanecerán en mi amor" (Juan 15.1-11), Pbro. Leopoldo Cervantes-Ortiz


Jacob Jordaens, Los cuatro evangelistas (1620), Museo del Louvre

17 de julio, 2022

Si obedecen mis mandamientos, permanecerán en mi amor; así como yo he obedecido los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor.

Juan 15.10, Reina-Valera Contemporánea

 

Trasfondo

 

El discurso que va de 15.1 a 15.17, sin ninguna interrupción para el diálogo, es un comentario de 13.34s [“Un mandamiento nuevo les doy…”], en el sentido de que se adentra más profundamente en los terrenos del mandamiento del amor, ya definido brevemente como “así como yo los he amado”. La exposición del mandamiento del amor como el elemento esencial en la constancia de la fe deja claro que la fe y el amor forman una unidad, esto es, que la fe, de la cual se puede decir “así como yo los he amado”, es auténtica solamente cuando conduce a amar los unos a los otros. Así, la primera parte del discurso, vv. 1-8, es una exhortación a la constancia de la fe en el lenguaje de meínate en emoí [“permanezcan en mí”, v. 4], y la segunda parte (vv. 9-17) define en mí más estrechamente que en mi amor, y coloca el mandamiento del amor sobre esta base. De este modo, 15.1-7 es también un comentario de 13.1-20, porque las dos partes aquí corresponden a las dos interpretaciones del lavamiento de los pies.[1]

 

Con la reconocida frase “yo soy”, el Señor Jesús se presenta a sí mismo como la vid verdadera. No hay comparación o alegoría; más bien, Jesús como la verdadera y auténtica “vid” se contrasta con cualquier cosa que también pretenda serlo. Estamos delante del monólogo más largo de todo el Cuarto Evangelio, y está precedido por una orden: “Levántense, vámonos de aquí” (14.31b). “La imagen de la vid domina el discurso hasta el v. 8. La idea es, primeramente, que Dios cuida de su vid. […] …la idea de Dios como labrador que planta y cultiva el mundo, el género humano y el alma individual sería bastante familiar a los lectores helenísticos. Pero pronto alcanzamos la segunda etapa de la alegoría, en la que la mirada ya no está puesta en la relación entre la vid y su cultivador, sino en la que existe entre la vid y sus sarmientos”.[2] Hay un uso frecuente de la imagen de la vid en el A.T. como figura del pueblo de Israel, especialmente en el Salmo 80, lo que se suma a las asociaciones eucarísticas de los demás evangelios. En una plegaria de la Didajé se decía: “Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa vid de David tu siervo, la cual nos diste a conocer por Jesús, tu siervo”. “Juan va más allá de esto: Jesús es la Vid, que incluye en sí a todos los miembros del verdadero pueblo de Dios, como los sarmientos de la vid”.[3]

 

“Permanezcan en mí, y yo en ustedes” (15.1-6)

Concedido esto, la unión orgánica de los sarmientos con la vid y, por ello, de unos con otros proporciona una imagen excelente para la idea de la inhabitación mutua de Cristo y los suyos”.[4] El énfasis dominante es la permanencia de esa unión y su principio fundamental, el amor. El Señor Jesús ha amado a los suyos y eso reproduce el amor del Padre para desembocar en la obediencia amorosa por parte de los discípulos, es decir, el “fruto” que dan los sarmientos (vv. 4-5, 8). El resultado práctico de todo ello es la experiencia comunitaria del amor, el precepto promulgado desde 13.34, cargado ahora de consecuencias más profundas.

La permanencia se exige, sobre todo, por el ambiente de persecución y rechazo, de que fueron objeto las comunidades juaninas es el signo de pertenencia a otra realidad diferente a la del mundo (ahora forman parte de la esfera de arriba, igual que el Señor, 8.21s), lo que los llevaba a una especie de juicio por parte de sus adversarios. Ése es el contexto en donde se expone la realidad del Paráclito, abogado defensor y luego fiscal acusador (16.8-11). Permanecer en el Señor Jesús es también resultado de su obra. Los que no lo hacen, son desechados y experimentan el juicio, anunciado en un duro lenguaje apocalíptico (v. 6). 

“Si obedecen mis mandamientos, permanecerán en mi amor” (15.7-11)

La certeza de permanecer en el Señor Jesús y que sus palabras permanezcan en ellos abre la puerta para acceder, mediante la oración de fe, al mejor designio divino: recibir respuesta favorable a las peticiones (v. 7). En esto y en el hecho de dar “mucho fruto” entra en juego nada menos que la glorificación del Padre (8a), una realidad mayúscula que engloba todas las consecuencias de la permanencia, especialmente la comprobación de que son discípulos de Jesús (8b). El amor del Padre se ha desdoblado en el amor que Jesús experimentó por sus discípulos y de ahí brota la gran exhortación: “Permanezcan (meínate) en mi amor” (9), que es el clímax de toda esta sección. “Está basada en el gran evento de la revelación, esto es, en el servicio de Jesús y esto, a su vez, arraiga en el amor de Dios, del cual Jesús es el destinatario. Como siempre, este amor no es afecto personal, sino el ser del discípulo para con el prójimo, que determina completamente su propia existencia”.[5]

Permanecer en el amor del Señor y practicarlo es la gran exigencia para la comunidad. La obediencia a ese mandamiento mantendrá a sus seguidores en ese amor sin igual, de la misma manera en que él dio el ejemplo y permaneció en el amor del Padre. Pues, como explica Bultmann: “La relación del creyente con el Revelador es análoga a la relación de éste con el Padre: en efecto, se funda en ella. Y esta relación no es una comunión metafísica de sustancia, ni es una relación mística de amor; lo que le hace Revelador es el ser del Padre para él, y su ser del Padre para él, y su ser del Padre se cumple en su obra obediente de Revelador”.[6] Con ello se cumpliría y se cumplirá el gozo del Señor en su comunidad, y el gozo completo de ésta también. 

Conclusión

 

“Lo que ya es realidad en el Señor, viene a ser realidad en ellos/as”. Ése es el significado de la exhortación a permanecer y a obedecer los mandamientos. El mandamiento máximo es recordado en el v. 12: “Que se amen unos a otros, como yo los he amado”. La obediencia a él garantizará la permanencia en el espacio de gracia que es la comunidad de fe. Tal como concluyen Juan Mateos y Juan Barreto: “El compromiso cristiano no es algo externo y añadido, es el dinamismo de una experiencia que busca comunicarse. La unión con Jesús y el Espíritu que él infunde llevan necesariamente a la actividad. El fruto tiene un doble aspecto inseparable: el crecimiento personal y comunitario, realizado por el don de sí a los demás”.[7]



[1] Rudolf Bultmann, The Gospel of John. A commentary. Filadelfia, The Westminster Press, 1971, p. 529. Versión propia.

[2] C.H. Dodd, Interpretación del Cuarto Evangelio. Madrid, Ediciones Cristiandad, 1978, p. 411.

[3] Ídem.

[4] Ibid., p. 412. Énfasis agregado.

[5] R. Bultmann, op. cit., p. 540.

[6] Ibid., p. 541.

[7] Juan Mateos y Juan Barreto, El evangelio de Juan. Análisis lingüístico y comentario exegético. 2ª ed. Madrid, Ediciones Cristiandad, 1982, p. 657.

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