sábado, 25 de febrero de 2023

“Lo amamos a Él porque Él nos amó primero" (I Juan 4.15-21), Pbro. L. Cervantes-Ortiz

26 de febrero, 2023

 

Como ven ustedes, si amamos a Dios es porque él nos amó primero. Si alguno dice: “Amo a Dios”, pero aborrece a su hermano, es un mentiroso. Si no ama al hermano que tiene delante, ¿cómo puede amar a Dios, a quien jamás ha visto? Dios mismo ha dicho que no sólo debemos amarlo a él, sino también a nuestros hermanos.

I Juan 4.19-21, Reina-Valera Contemporánea

 

Por tanto, quien posea la caridad fraterna y la posea ante Dios, donde él ve, e interrogado su corazón con examen imparcial no le responda otra cosa sino que en él existe la raíz auténtica de la caridad de la que brotan los buenos frutos, tiene confianza ante Dios. Ése recibirá de Él todo lo que le pida, porque guarda sus mandamientos.[1]

Agustín de Hipona

 

Al acercarnos al final de estas reflexiones, salta a la vista la forma en que la primera Carta de Juan nos vuelve a interpelar con su reiterado énfasis en la realidad, aplicación y exigencia del amor de Dios en toda comunidad cristiana. Las “vueltas de tuerca” que da el texto conducen a reiteradas y nuevas formas de apreciar la necesidad de promover y experimentar el amor fraterno.

 

Todos conocemos aquella frase luminosa de san Agustín: “Ama y haz lo que quieras” [“Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Exista dentro de ti la raíz de la caridad; de dicha raíz no puede brotar sino el bien”.[2]]; con otras varias, igualmente maravillosas, brotó de sus labios un día de la semana de pascua del año 407, mientras explicaba a los recién bautizados de Hipona (Túnez) la primera carta de san Juan. Agustín, preocupado entonces por el cisma de los donatistas, se encontraba en la misma situación que el autor de las tres cartas de Juan, que había luchado igualmente por mantener en la unidad de la fe a una comunidad sacudida por la herejía. Dieciséis siglos más tarde, estas cartas, sobre todo la primera, no han perdido nada de su hechizo y siguen fascinando a los creyentes; les comunican el vigor de la fe en “el mesías venido en la carne” y las exigencias de la verdadera caridad que de allí se derivan.[3] 

Al conocimiento sólido y sostenido de que “Dios ha venido en carne” le debe seguir el hecho de que la comunidad viva cotidianamente el amor, porque la encarnación como también afirmó Agustín es una prueba de amor y la garantía de la obra que hará Dios en todos nosotros: “Por ti él se ha hecho temporal, para que tú fueras eterno. Le pidió prestado algo al tiempo; no se alejó de la eternidad. Tú, por el contrario, has nacido temporal y por el pecado te has hecho temporal. Tú te has hecho temporal por el pecado; él se ha hecho temporal por misericordia para librarte del pecado”.[4]

 

La presencia del Espíritu santo en los corazones confirma el amor de Dios (vv. 13-17)

Desde 3.23 se afirma algo esencial sobre la presencia del Espíritu en la comunidad de fe: “En esto sabemos que él permanece en nosotros: por el Espíritu que él nos ha dado”. Mediante el cumplimiento de la promesa de su venida, el Señor se hace presente por su Espíritu en medio de la vida cotiana de la iglesia como una realidad exigente y que obliga a “probar los espíritus” circundantes (4.1-6). Y ahora lo subraya. “En esto sabemos que permanecemos en él, y él en nosotros: en que él nos ha dado de su Espíritu” (4.13) que invierte la afirmación de 3.23 para avanzar en la exhortación:

 

Después de haber presentado el origen del amor, de haber expuesto el desarrollo de su manifestación y de haber confirmado su fuerza en la comunidad joánica, el autor expone su última trayectoria hasta el día del juicio (v. 17); así, pues, llega con toda naturalidad a proponer el amor perfecto, la perfección del amor, el amor en plenitud. El verbo “perfeccionar, cumpIir” (teleioô) aparece en 2.5; 4.12, 17-18. En el evangelio, Cristo cumplió el amor en su perfección: dio su vida hasta eI fin (Jn 13.1), según el mandamiento que le había dado el Padre. Detrás de esta insistencia en el amor perfecto hay probablemente una reacción contra una falsa idea de la perfección.[5]

 

Si la naturaleza misma de Dios es el amor (16b), permanecer en Él es practicarlo continuamente y descubrir el amor de Dios en quienes nos rodean. “Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros. Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él. En esto se perfecciona el amor en nosotros: para que tengamos confianza en el día del juicio, pues como él es, así somos nosotros en este mundo” (16-17).

 

“Lo amamos a Él porque Él nos amó primero” (vv. 18-21)

Vivir en el amor perfecto, agrega la carta, “echa fuera el temor” y esta manera de experimentar el amor que procede de Dios permite asomarse a otras realidades profundas como lo es la afirmación de que el amor que tenemos hoy a Dios fue precedido por su amor hacia nosotros. Ese amor previo ha producido una serie de acciones salvadoras que han ido más allá de cualquier especulación o teoría. El Señor ha entregado voluntariamente su vida por cada uno. “En efecto, ¿cómo le íbamos a amar si no nos hubiese amado Él antes? Al amarle nos hemos hecho amigos de Él, pero Él nos amó cuando éramos sus enemigos, para hacernos sus amigos. Él nos amó antes y nos otorgó amarle a Él. Aún no le amábamos; amándole nos volvemos bellos”.[6] Y allí es donde aparece una de las afirmaciones más conocidas de la carta: si no se ama al hermano que se puede ver, es imposible amar a Dios, “a quien nadie ha visto” (Jn 1.18).

 

El verbo ver (horao) hace de nuevo su aparición; en el evangelio es uno de los verbos que identifica la misión del testigo ocular que se encuentra al origen de la comunidad joánica; en ese caso es inseparable del verbo creer (pisteuo). Un contenido similar tendríamos que darle en esta ocasión al verbo ver, aunque estuviera solo, dado que se halla en relación íntima con el amar a Dios, que pertenece a la esfera de la fe. Puede afirmarse, entonces, que en la concreción del amor al prójimo se realiza una dimensión ineludible de nuestra fe: el amor a Dios. Y conste que el texto es claro: no existe otra alternativa; un amor a Dios que no se verifica en el amor concreto al prójimo, no es verdadero amor a Dios.[7]

 

La lógica de la carta es muy clara: “si Dios nos ha amado, no podemos estar en la verdad, en una actitud ‘justa’, más que amando. El amor a Dios se concreta en el amor al hermano, puesto que el hombre no puede ver a Dios. El único que ha visto a Dios ha mostrado a los hombres en su propia vida el camino del amor a Dios; se trata, por tanto, de un mandamiento recibido de él (v. 21)”.[8] 

Conclusión

Este mandamiento es desarrollado por el texto para hacer del amor la plataforma única que permite asomarse a las realidades divinas y a las humanas en profundidad y en prefección: sólo amando a los hermanos/as podemos decir que amamos y conocemos a Dios. Más allá de esa realidad histórica, teológica y humana no puede haber una verdad que sustente lo que Dios quiere hacer en el mundo, esto es establecer una sociedad más fraterna, digna e igualitaria. Definitivamente, “es el amor al prójimo, por encima de todo conocimiento intelectual y de toda experiencia mística, el único criterio de autenticidad cristiana”.[9]



[1] Agustín de Hipona, Comentario a la primera carta de san Juan, VI, 4, en https://www.augustinus.it/spagnolo/commento_lsg/omelia_06_testo.htm.

[2] Ibid., VII, 8, www.augustinus.it/spagnolo/commento_lsg/omelia_07_testo.htm

[3] Philippe Gruson en Michèle Morgen, Las cartas de Juan. Estella, Verbo Divino, 1988 (Cuadernos bíblicos, 62), p. 5.

[4] Agustín de Hipona, II, 10, en op. cit., www.augustinus.it/spagnolo/commento_lsg/omelia_02_testo.htm.

[5] M. Morgen, op. cit., p. 52.

[6] Agustín de Hipona, IX, 9, en op. cit., www.augustinus.it/spagnolo/commento_lsg/omelia_09_testo.htm.

[7] Raúl H. Lugo Rodríguez, “El amor eficaz, único criterio (El amor al prójimo en la primera carta de San Juan)”, en RIBLA, núm. 17, p. 117.

[8] M. Morgen, op. cit., p. 53.

[9] Ibid., p. 122.

sábado, 18 de febrero de 2023

"No amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad" (I Juan 3.11-18), Pbro. L. Cervantes-Ortiz

 

19 de febrero, 2023

 

Pero ¿cómo puede habitar el amor de Dios en aquel que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano pasar necesidad, y le cierra su corazón? Hijtos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho (érgo) y en verdad.

I Juan 3.18, Reina-Valera Contemporánea

 

Trasfondo

Cuando la Primera Carta de Juan se ocupa de deber del amor fraterno, es posible advertir en sus palabras la forma en que se procesó la enseñanza de Jesús desde el Cuarto Evangelio hasta llegar a este documento dirigido a las complejas comunidades que llevaban su nombre. En medio de los conflictos doctrinales y de las dificultades para aceptar la hermandad de las diversas comunidades cristianas del primer siglo, brilla aún más la exhortación para practicar un amor auténtico, no fingido, pero sobre todo, transformador. Como bien ha destacado el biblista mexicano Raúl Lugo Rodríguez:

 

En varias ocasiones insiste la carta en la concreción del amor fraterno. Dos textos han quedado grabados en la conciencia de los cristianos de generaciones posteriores y han servido de inspiración para sucesivas experiencias pastorales de entrega al prójimo. El primero es el texto que equipara el amor a Dios con el amor al prójimo [4.20] […]: El segundo texto es todavía más claro: "Hijos, no amemos con palabras y de boquilla, sino con obras y de verdad; de este modo sabremos que estamos de parte de la verdad" (3.18-19a). El españolismo “de boquilla” sería equivalente a nuestro “de la lengua para afuera”. Como se ve, la concreción del amor al prójimo no encuentra la más mínima sombra de duda: no se trata de muchas palabras, sino de obras que dejan huella, de caridad hecha servicio concreto.[1] 

Estamos, pues, delante del “núcleo duro” del cristianismo, no sólo de esta fracción de la cristiandad, debido a que ésta enfatizó persistentemente la exigencia más radical para quienses se dicen personas “de fe” o muy “espirituales”, dado que no puede haber mayor espiritualidad que la que practica la verdadera compasión y la solidaridad.

 

El mensaje oído desde el principio: Caín y Abel (vv. 11-15)

Para tal fin, la Carta se remite a la más lejana antigüedad de la existencia humana, adonde aparecen los modelos paradigmáticos, pues después de afirmar la filiación divina de los seguidores de Jesús (3.1-3), el texto se enfrasca en la necesidad de practicar la justicia para demostrar la validez y la efectividad de dicha filiación (3.4-10a), llegando a una conclusión irrefutable: “El que no practica la justicia ni ama a su hermano demuestra que no es hijo de Dios.” (3.10b). En la historia de Caín y Abel se encuentra una de las situaciones que marcaron para siempre la relación entre hermanos: “No seamos como Caín, que era del maligno y mató a su hermano. ¿Por qué lo mató? Pues porque Caín hacía lo que es malo y su hermano lo que es justo”. Remitirse a ese episodio es remontarse hasta los inicios mismos de la humanidad según la Biblia, en donde estuvo en juego la definición de la fraternidad sanguínea y por contigüidad, y que se “resolvió”, por la maldad de Caín con la muerte de Abel. La explicación de la maldad del primero no es clara y se recurre a la tradición judía, cuya fuerza en ese momento era muy grande: “En la literatura periférica al Nuevo Testamento (judaísmo palestiniano y alejandrino), los dos hermanos Caín y Abel se convierten en figuras tipológicas. Abel es el tipo mismo del justo, ya que su sacrificio fue agradable a Dios. Caín es el tipo del pecador, ya que sus obras eran malas; es lo que dice 1 Jn 3.12”.[2] tema desarrollado en el Tárgum palestino y que el autor de I Juan debió conocer muy bien. Hacer lo que hizo Caín es seguir los pasos del fratricida (L. Alonso Schökel): “No seamos como Caín”.

“Hacerse ‘hermano’ como Abel, el justo, no es algo circunstancial, sino que es la única manera de decirse hijo de Dios y de guardar su mandamiento”.[3]

 

“Amemos de hecho [con hechos] y en verdad” (vv. 16-18)

Esta sección abre con otra afirmación típica de esta carta: “En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros” (3.16a), que relaciona l conocimiento del amor con el conocimiento de Jesús, pues conocerlo a él es “conocer el amor”, una frase que conjunta admirablemente dos de los conceptos juaninos más emblemáticos. Pero ahora el texto se va a mover hacia uno de los terrenos más espinoso de la praxis cristiana: la entrega de la vida a los demás en la forma de los bienes terrenales, lo que se anuncia en la segunda parte del v. 16: “Así también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos”. Su continuación coloca la experiencia del amor de Dios en la entrega verdadera (“de hecho y en verdad”, v. 18b). Antes, se plantea la pregunta que va al corazón de los dilemas socieconómicos y espirituales, al mismo tiempo al referirse a “los bienes de este mundo”, expresados en la palabra bios, “medio de vida”, “bienes materiales”: “Pero ¿cómo puede habitar el amor de Dios en aquel que tiene bienes de este mundo [bíon ton kósmou] y ve a su hermano pasar necesidad, y le cierra su corazón [entrañas, splágxna]?” (17), esto es, dar la vida por los demás consiste en aportar para el beneficio de los menos favorecidos. “Los que tienen necesidad” son quienes deben recibir la manifestación directa del amor de Dios en las acciones de los creyentes que pueden hacerlo como manifestación de ese amor:

 

La expresión “cerrarse a toda compasión” (TOB) o “cerrar sus entrañas” (Osty-Trinquet): es inútil subrayar que, al escoger la palabra “entrañas”, el autor anuncia con claridad el tema del corazón, puesto que en el Antiguo Testamento se compara el corazón de Dios con las entrañas de una madre (por ejemplo, en ls 49.15; 54.7; etcétera). De esta forma, el corazón del creyente ante su hermano no puede parecerse al corazón de Dios si no se conmueven sus entrañas ante las necesidades del hermano. El hermano tiene derecho a ser amado por el que se dice “hijo de Dios”, según el corazón de Dios. ¡Un gran programa![4]

 

Conclusión

 

Éste y otros pasajes de nuestra carta, releídos desde la perspectiva de los pobres, nos advierten que el amor concreto debe partir de las necesidades del hermano a quien se ama. […]

Es evidente que la eficacia no se limita a la asistencia al pobre individual; no pasaríamos de un asistencialismo trasnochado. Amor eficaz quiere decir, hoy por hoy en nuestro continente, lucha a brazo partido por la eliminación de las causas que producen la muerte de los pobres. Esta es la única manera, no solamente de amar al prójimo, sino de permitir que el amor de Dios se manifieste en el mundo.[5]

 

Amar al prójimo en necesidad es un criterio absoluto para discernir sdónde, efectivamente, se está llevando a cabo la aplicación del amor divino, máxima aspiración de la comunidad de fe para ser auténtico vehículo de éste. No amar de palabra ni de lengua sino en los hechos y en verdad podrá verificar y hacer eficaz el amor de Dios en el mundo, amor transformador, igualador y liberador: “…la práctica de la justicia con el hermano es un criterio para decir si somos de Dios, si pertenecemos al Espíritu de Dios […] El amor en verdad es una acción por la que nos parecemos a Dios, que ama ‘en acto y en verdad’”.[6]



[1] Raúl H. Lugo Rodríguez, “El amor eficaz, único criterio (El amor al prójimo en la primera carta de San Juan)”, en RIBLA, núm. 17, pp. 116-117.

[2] Michèle Morgen, Las cartas de Juan. Estella, Verbo Divino, 1988 (Cuadernos bíblicos, 62), p. 34.

[3] Ibid., p. 39.

[4] Ibid., p. 41.

[5] R.H. Lugo Rodríguez, op,. cit., pp. 119-120.

[6] M. Morgen op. cit., p. 41.

viernes, 10 de febrero de 2023

La extensión del amor divino, base de nuestra filiación como hijos e hijas (I Juan 3.1-3), Rev. Miguel Ortega Martínez


12 de febrero, 2023

El título para nuestro comentario de hoy es una verdad tan grande, que debemos y necesitamos creer y hacerla parte de nuestra vida diaria. 1 Juan 3.1-3 (Reina-Valera 1960). Estamos afiliados al equipo fraternal de hijos e hijas de Dios, y nuestro actuar diario debe estar en consonancia con esa verdad. Vivir así, es estar extendiendo el amor del Señor Jesús por todo el mundo.

Oremos: Amado Dios, estamos muy agradecidos por estar ante ti, seguros que nos darás una bendición, nos alegrarás el corazón, o nos darás una lección, pero, sobre todo, porque estás con nosotros. Recibe nuestra gratitud y nuestro amor. Señor, si algo nos mueve el espíritu, que estemos dispuestos a entender y hacer lo que conviene a nuestra vida diaria. Gracias porque puedo alegrarme con esta comunidad de fe que te ama y que amo. No te vayas de nuestra vida. Quédate con nosotros. Amén.

“Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, ha nacido de Dios y conoce a Dios.” (1 Juan 4.7 RVC). 

Las herencias

Éste es el famoso mes del amor y la amistad, mes en el que se fabrican toneladas de chocolates, se cultivan toneladas de rosas, las fábricas de ositos de peluches y de tarjetas de felicitación no se dan abasto. Todo se vuelve patas arriba por culpa del amor y de la amistad. ¿Esto es malo? ¿es bueno? Malo para la economía que está en su cuesta más difícil por las navidades, los fines de año, los reyes magos, los tamales y el atole, y ahora el amor y la amistad. Es bueno porque nos recuerda que hay alguien a quien amamos y que nos ama y deseamos que la pase bien y le regalamos una sonrisa, un saludo, unos chocolates, etcétera.

Amor y amistad son dos palabras que encierran sentimientos importantes. Amor, por ejemplo, es el apego entre dos personas que les permiten encontrar felicidad, alegría, calma, deseo de estar siempre juntos y compartirlo todo. El que ama, lo da todo, el amor le da sentido a la vida. Desafortunadamente, el amor entre humanos es vulnerable; si en su primera fase es intenso y se dan todo entre ambos; en algunos casos cuando llega la fase del desamor, y ese amor se ha enfriado, entonces los antes enamorados se dan con todo llegando a la ofensa. Ese amor no es de Dios.

Amistad, en cambio es el vínculo formado entre dos o más personas, donde hay confianza, afecto, simpatía, respeto, etcétera. Si se ven, están contentos, si no se ven o no se reúnen, no pasa nada. Cuando se rompe una amistad por malos entendidos, se distancian, se olvidan. Ojalá este mes haya muchas manifestaciones sinceras de amor y de amistad y si es posible, también haya reconciliación de parejas o personas que se han distanciado.

¿Cuándo surgió esta costumbre? Se dice que allá por el siglo segundo, un sacerdote casaba a jovencitas con legionarios romanos, esto estaba prohibido porque un soldado con familia no lo daba todo en combate. El sacerdote fue descubierto, detenido y decapitado. Se llamaba Valentín. Y así Valentín se convirtió en el santo de los enamorados. ¿Verdad? ¿Mentira? ¡A saber! Ésta es una herencia social que podemos aceptar o dejar que pase de largo y tampoco pasa nada.

Pero también hay herencias malas y herencias buenas. Las buenas hacen hincapié en los valores morales, en el respeto a los demás, en la justicia, etcétera. Las malas herencias son producto de la violencia intrafamiliar golpes y violaciones que se transmiten de padres a hijos y dejan un sabor amargo de resentimientos, de enojo. Son herencias de muerte.

Tenemos otras herencias de vida. ¿Por qué cantamos? ¿Por qué oramos, por qué leemos la Biblia, ¿por qué escuchamos sermones? Porque es nuestra herencia protestante que nos caracteriza como seguidores de Cristo. 

La extensión del amor divino

Nuestra lectura de hoy nos remite al amor divino que Juan, el escritor de estas tres cartas, vivió de cerca en su caminar con el Señor Jesús. Pero hablar a esas pequeñas congregaciones no debió de ser tan sencillo en una ciudad como Éfeso. Éstas estaban formadas por gentiles o no judíos, eran personas sencillas con fuertes tensiones morales y espirituales. Por un lado, estaba la diosa Diana con su famoso templo al que acudían numerosos peregrinos. Por otro, estaba situada en la costa del Mediterráneo con mucho tráfico marino, bordeada de cantinas, centros de prostitución y numerosos lugares de distracción

Las iglesias en Éfeso, me pareciera que fueron plantadas en un lugar como el barrio de Tepito con sus teatros como el Blanquita, su cantina El Tenampa, los restaurantes típicos, los mariachis con sus sones, y en cada esquina un amor, etcétera. Imagine que usted forma parte de esa iglesia y a cada momento se le presenta una tentación. ¿Sería difícil para los efesios no? Los amigos, las antiguas amistades llamándolo o invitándola a sólo una y te vas.

Ya en tono más serio esta carta, es una introducción reiterativa para las iglesias en Éfeso. ¿Por qué reiterativa? para formar consciencia de quiénes eran para recibir el grandísimo regalo de ser hijos de Dios. Insiste Juan que su mensaje no es de oídas, sino de experiencia propia: ... lo que hemos oído, lo que hemos visto, hemos contemplado y palparon nuestras manos ... es la que nosotros les anunciamos a ustedes, para que también ustedes tengan comunión con nosotros. Porque nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo.” (1 Jn 1.1-3)

También les escribe: “Dios es luz, y en él no hay tiniebla alguna”. ¿Por qué les dice esto? Éfeso era una ciudad cuyos habitantes vivían en tinieblas espirituales, por eso insiste que Dios es luz y que si dicen que están en Dios, pero su vida lo niega, están en tinieblas, y son mentirosos. Y esto también va para nosotros. La luz de Dios es justicia, honestidad, fraternidad, compasión, es vivir en armonía unos con otros, seguros que por la sangre de Jesucristo somos justificados ante el Padre.

Vivir en las tinieblas es vivir en el engaño, el odio, la injusticia, la vanidad, el egoísmo. En una palabra, es vivir asimilados a todo a lo que dicta la sociedad. Tal vez esto suene a fanatismo. Pero en esta afirmación de vida no hay medios tonos, y debe llevar a una vida que los haga diferentes.

Y ahonda más el compromiso cuando afirma: “El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo”. Y esta forma de vida se manifiesta en el trato diario con el que es igual a nosotros: nuestro hermano; es una relación de aceptación, perdón, amabilidad hacia él para no pecar contra Dios. Y la reiteración para llegar a la gran verdad sigue: “El que ama a su hermano está en la luz. El que aborrece a su hermano está en tinieblas”.

Para meditarlo. ¿A qué hermanos amamos y a quiénes no? ¿Vivimos en la luz o en las tinieblas? Si hiciéramos una lista, muchos seríamos reprobados. (Ahora no piense en otra cosa. Piense en esta aseveración. Piense en su hermana, en su hermano. ¿Hay amor? ¿Hay odio? ¿Qué piensa hacer?)

Lea las cartas de Juan y verá que son repetitivas, apuntando al mandamiento eterno de los judíos ya analizado el domingo pasado. “Oye, Israel: el Señor nuestro Dios, el Señor es uno. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas. Estas palabras estarán en tu corazón, y se las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas cuando estés en tu casa, y cuando vayas por el camino, y cuando te acuestes y cuando te levantes. Deuteronomio 6.4-9 (RVC). El mandato eterno es repetitivo para que la familia lo escuchara una y otra vez hasta que se les quedara en la mente, y actuaran en esa línea.

El gran mandamiento es integral. Espíritu, alma y cuerpo. Es todo lo que somos. El conocimiento, los sentimientos y con todas tus fuerzas. Es el amor a Dios puesto en acción, sin olvidar al que es como tú, como yo; mi prójimo amarlo como yo me amo.

En nuestro caso y en el de muchas iglesias y creyentes, se nos han repetido hasta la saciedad las grandes verdades de Dios... pero como escuché decir a un erudito: “Ya todo está dicho, pero como la gente olvida, hay qué decirlo otra vez”. Espero que no hayamos olvidado el amor de Jesús que hemos recibido y que nos ha dado vida.

Escuche esta bendición que hemos heredado: “1Miren cuánto nos ama el Padre, que nos ha concedido ser llamados hijos de Dios. Y lo somos. El mundo no nos conoce, porque no lo conoció a él. 2Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Pero sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él porque lo veremos tal como él es. 3Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3.1-3).

El tema del amor de Dios y el amor que nos debemos unos a otros campea en toda la carta. Y el amor de Dios es la mayor herencia que recibimos de él. Es como un certificado con nuestro nombre escrito y con la leyenda: José, Eduardo, Norma, Alma, Gilberto, es hijo o hija de Dios, esta seguridad de su amor da un sentido de pertenencia de maravilla. Estos versículos son un tratado de teología que yo no alcanzo a transmitir, pero para mi entender, abre con una sencilla oración:

“Miren cuánto nos ama el Padre”. En esta oración es muy importante el verbo mirar porque no es lo mismo ver que mirar. Mirar nos invita a poner atención, a ejercer nuestra voluntad para comprender algo, a descubrir algún secreto escondido. Nos invita prestar atención al amor del Padre. El apóstol Juan escribió esta carta alrededor de los años 90, para reforzar las enseñanzas que el apóstol Pablo les había dado, pero Juan les hablaba con el corazón en la mano, para que esas iglesias sintieran las enseñanzas que el apóstol les transmitía. ¡90 años! ¿Cuántos años tendría Juan cuando caminaba con Jesús, dormía con los otros discípulos donde dormía Jesús, comían donde comía Jesús, y que él escuchaba y asimilaba?

Cuando Juan les dice: “Miren cuánto nos ama el Padre”, casi veo sus ojos arrasados de lágrimas porque él escuchó a Jesús de primera mano y le creyó sin reservas. Para nosotros esto ya es historia... pero ¿cómo nos afecta aquí y ahora? ¿Eso le pasó a Juan y ya? ¿Y nosotros hoy? Hoy estas afirmaciones las leemos en la Biblia, nuestra regla de fe y de conducta.

Miren cuánto nos ama el Padre, que usó una larga cadena de cristianos para transmitirnos este regalo hasta este lugar, y yo las he creído. Si miramos y estamos atentos al gran amor de Dios, nos estaremos reconciliación con él al reconocer que muchas veces hemos olvidado cuánto nos ama. Nuestra atención de aquí para adelante es la verdad de ese amor del Padre: Que nos ha concedido ser llamados hijos de Dios. ¡Es nuestra herencia! ¡Somos sus hijos! ¿Qué regalazo, no? Y lo reafirma de manera contundente “¡Y lo somos!”. ¿Puede usted decir que es hijo de Dios? ¿Para sus adentros o a voz en cuello?

Sólo al comprender estas verdades, nos debe llevar al llanto de alegría por el amor que Dios nos recuerda y nos confirma. Espero que no hayamos olvidado que somos hijos de Dios. “El mundo no nos conoce, porque no lo conoció a él. Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser”. Ser luz es hacer que otras personas conozcan la luz del evangelio; es hacer una labor evangelizadora animados por esta seguridad tan grande.

¿Qué nos falta? No sólo afirmar que somos hijos de Dios sino darlo a conocer a nuestros semejantes. Y si lo ven es porque lo vivimos y entonces querrán ser candidatos a convertirse en hijos e hijas de Dios. Entonces estaremos a tono con el tema de este día: la extensión del amor divino, base de nuestra filiación como hijos e hijas. ¿Estamos extendiendo el amor divino a otras gentes? ¿Lo estamos guardando sólo para nosotros? Entonces no estamos en el partido del Señor Jesús. Estamos fuera.

Hermanos y hermanas queridas, no todos ni todas tenemos la facilidad de hablar de Jesús. Pero todos y todas podemos predicar con el ejemplo. Esto me ocurrió hace unas semanas. Tenemos un gran paraguas en lo que fuera nuestro jardín. Allí tomamos el sol Sarita y yo, allí trabajo Hoy con Dios, y cuando me siento cansado me levanto, doy una caminadita para despejarme. Pues una mañana al estar caminando percibí un aroma muy agradable. “Qué raro, pensé- hoy no me puse mi perfume varonil.” Mi nieta lo notó y me preguntó: ¿Qué pasa abuelito? entonces descubrí que mi pequeño arbusto de mandarinas japonesas estaba empezando a echar sus flores de azahar. Me acerqué y el perfume se intensificó. La flor no se esforzó para regalarme su aroma. Pues así es como podemos testificar, sin mucho aspaviento, demostrando al mundo que somos hijos e hijas de Dios, y esparciendo nuestro amor sin esperar nada porque ese fue el ejemplo del Señor Jesús. Este mes del amor y la amistad es una buena oportunidad para extender el amor divino a nuestros amigos y amigas, vecinos y compañeros de trabajo.

¿Que no tenemos los estudios necesarios o nos puede perjudicar en el trabajo? Sólo recordemos nuestra propia experiencia con Dios, y lo que el Señor ha hecho en nuestra vida y en nuestra familia. Nuestros precursores nos regalaron vida al darnos a conocemos las enseñanzas de Cristo. Hagamos lo mismo y regalemos esas verdades de vida, porque el amor que proviene de Dios, es creador de todo lo bueno, de todo lo honesto, de todo lo justo.

“Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1 Juan 4.7 RVC).

sábado, 4 de febrero de 2023

El gran mandamiento del amor, razón de ser de la fe y de la iglesia (I Juan 2.7-11), Pbro. Leopoldo Cervantes-Ortiz

5 de febrero, 2023

Queridos amigos, no les escribo un mandamiento nuevo, sino más bien uno antiguo que han tenido desde el principio. Ese mandamiento antiguo —ámense unos a otros— es el mismo mensaje que oyeron antes.

I Juan 2.7, Reina-Valera Contemporánea

En nuestras comunidades, ¿cómo vivimos el amor fraterno? ¿Cuál es el objetivo de nuestra convivencia comunitaria: la organización de una asociación de amigos o un grupo comprometido con la vida?[1]

 

Trasfondo

El Cuarto Evangelio y las cartas de Juan son una veta enorme para beber y profundizar en las fuentes mismas del tema del amor, tal como lo enseñó el Señor Jesús en esa tradición eclesial y cómo está le dio continuidad. Como bien escribió un experto, se trata de “un amor que genera compromiso”, pues envuelve por completo atodos aquellos/as que dicen ser seguidores de Jesús. También tiene que ser un “amor eficaz”, es decir, capaz de producir transformaciones efectivas y no solamente apreciarlo como una gran verdad irrealizable en el mundo. Nos centraremos en la forma en que en I Juan, especialmente los caps. 2-4, se retomó y amplió la gran afirmación de Jesús en Jn 13.34-35: “Un mandamiento nuevo les doy: Que se amen unos a otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes unos a otros. En esto conocerán todos que ustedes son mis discípulos, si se aman unos a otros”. La intención de Jesús, tal como aparece después en Juan 17.21 (“para que todos sean uno; [...] para que el mundo crea que tú me enviaste”) es la promoción de la unidad de los discípulos, una preocupación que reaparece continuamente en la vida de la iglesia actual, tal como lo acaba de recordar el Dr. Odair Pedroso Mateus, secretario general adjunto saliente del Consejo Mundial de Iglesias (CMI), al evocar el tema de la reciente asamblea general del organismo: “El amor de Cristo mueve al mundo hacia la reconciliación y la unidad”.[2] El CMI es promotor permanente de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos que acaba de realizarse en enero. Tertuliano (160-220), padre de la iglesia, lo expresó impecablemente al referir la opinión externa a la iglesia: “Pero también esta demostración de grande amor lo notan con murmuración algunos. Mirad, dicen, cómo se aman entre sí: admíranse, porque ellos recíprocamente se aborrecen”.[3]

 

Mandamiento nuevo, mandamiento antiguo (vv. 7-9)

El Cuarto Evangelio y las cartas de Juan dan fe de un conflicto interno en las comunidades que llevaban ese nombre. Un aspecto ético de ese conflicto era la falta de amor al prójimo por parte de algunos de ellos:

 

En el cuarto Evangelio es el amor lo que caracteriza al discípulo. […] Los disidentes espiritualistas pretendían tener tal intimidad con Dios, que pensaban ser perfectos y sin pecado; descuidaban el cumplimiento de los mandamientos, en particular el del amor mutuo. Por eso la primera carta insiste tanto en el amor fraterno. [...]

Es muy curioso constatar que hoy, las corrientes espiritualistas y los carismáticos exaltados se parecen mucho a los disidentes del tiempo de la comunidad del discípulo amado: subvalorizan la humanidad de Jesús, descuidan el amor fraterno y la práctica de la justicia, se creen ya salvados y sus líderes monopolizan el Espíritu.[4]

 

Ambos grupos fueron confrontados con el gran y “antiguo” mandamiento que podría dar fe de la pertenencia al grupo de discípulos, instaurado por el propio Señor Jesús, pero con un inmenso trasfondo en la ley antigua (Lv 19.18b y en el periodo intertestamentario). Al retomarlo, parece que es “nuevo”, porque su novedad es real, efectiva y exigente: “La novedad del mandamiento reside en tres aspectos. En primer lugar, es el único. No hay más 10, mucho menos 613, como para los fariseos, sino un sólo y único mandamiento. En segundo lugar, ese mandamiento se halla totalmente orientado hacia el relacionamiento entre las personas. No se pide amor a Dios, o a Jesús. El único requisito es amar al hermano. Finalmente, el tercer aspecto reside en la medida, en la intensidad de ese amor: ‘Como yo os amé”.[5] I Jn 1 identifica una relación entre no reconocer el misterio de la encarnación del Hijo de Dios y una práctica muy deficiente del amor fraterno. Desde el simbolismo de la luz, obedecer este mandamiento permite que sólo así se pueda “caminar en la luz” y no en la oscuridad (v. 8). Decir que se anda en la luz y no amar suficientemente a los hermanos en la fe, no es compatible con esa vida iluminada (v. 9). La ecuación es muy clara: “Amar al prójimo = caminar en la luz = mandamiento antiguo/nuevo = mensaje recibido = odio del mundo”.[6]

 

“El que ama a su hermano permanece en la luz” (vv. 10-11)

El amor al prójimo es el amor concreto, lejano de toda teoría, idealismo e ingenuidad. Y si Jesús es la luz suprema que todo lo ilumina y pone evidencia, la comunidad de fe no puede de ninguna manera quedar exenta de este escrutinio que va más allá de cualquier prurito o celo por la verdadera doctrina. Cuando decimos, a veces muy imprudentemente: “Es que en esta iglesia no se ama lo suficiente, no se siente el amor que debería”, entramos a terrenos de autocrítica en la que los pasos inmediatos para demostrarlo serían poner a funcionar gestos audaces y firmes en esa dirección. En ese sentido, cada comunidad es un “laboratorio práctico del amor cristiano” en el que los experimentos no siempre resultan favorables y continuamente salimos reprobados en nuestras prácticas. De ahí la reflexión de Dietrich Bonhoeffer acerca de nuestros sueños dorados sobre la iglesia perfecta:

 

Quien prefiere el propio sueño a la realidad se convierte en un destructor de la comunidad, por más honestas, serias y sinceras que sean sus intenciones personales.

Dios aborrece los ensueños piadosos porque nos hacen duros y pretenciosos. Nos hacen exigir lo imposible a Dios, a los demás y a nosotros mismos. Nos erigen en jueces de los hermanos y de Dios mismo. Nuestra presencia es para los demás un reproche vivo y constante. Nos conducimos como si nos correspondiera a nosotros crear una sociedad cristiana que antes no existía, adaptada a la imagen ideal que cada uno tiene. Y cuando las cosas no salen como a nosotros nos gustaría, hablamos de falta de colaboración, convencidos de que la comunidad se hunde cuando vemos que nuestro sueño se derrumba. De este modo, comenzamos por acusar a los hermanos, después a Dios y, finalmente, desesperado, dirigimos nuestra amargura contra nosotros mismos.[7] 

Conclusión

Amar al prójimo verdaderamente es sinónimo de “permanecer en la luz” del Señor Jesús (10). Lo contrario hace que las tinieblas nos sometan y nos hagan ciegos (11; en Jn hay referencias a la ceguera espiritual y moral: 9.39-41; 12.40) a las cosas que deben verse, especialmente las buenas que siempre podremos encontrar en nuestros hermanos/as y en la comunidad. “El que odia a su hermano se cierra a la luz. […] En el v. 10, la imagen del escándalo se une a la de la ceguera. El escándalo es a la vez la piedra en que tropiezo y la ocasión para hacer tropezar al otro. La ceguera y el escándalo pertenecen al orden del pecado […] Odiar al hermano equivale a cerrar los ojos de la fe y por tanto a no recibir la luz de la revelación”.[8] Por ejemplo, cuando criticamos las formas bautismales, sacramentales, litúrgicas, educativas o ministeriales de otras iglesias, el celo o el amor excesivo por nuestras tradiciones nos ciega para ver lo bueno que hay en otros espacios de fe que también son guiados por el Espíritu.



[1] Francisco Rubeaux, “El libro de la comunidad (Juan 13-17)”, en RIBLA, núm. 17, 2001, p. 62.

[2] L. Cervantes-O., “‘No sabemos donde termina la iglesia’: entrevista con Odair Pedroso Mateus”, en Protestante Digital, 2 de febrero de 2023.

[3] Tertuliano, Apología contra los gentiles, XXXIX, www.tertullian.org/articles/manero/manero2_apologeticum.htm#C39.

[4] Pablo Richard, “Claves para una re-lectura histórica y liberadora (Cuarto Evangelio y Cartas”, en RIBLA, núm. 17, 2001, p. 29.

[5] F. Rubeaux, op. cit., p. 61. Énfasis agregado.

[6] Raúl H. Lugo Rodríguez, “El amor eficaz, único criterio (El amor al prójimo en la primera carta de San Juan)”, en RIBLA, núm. 17, p. 116.

[7] D. Bonhoeffer, Vida en comunidad. 9ª ed. Salamanca, Ediciones Sígueme, 2003, pp. 19-20.

[8] Michèle Morgen, Las cartas de Juan. Estella, Verbo Divino, 1988 (Cuadernos bíblicos, 62), p. 18.

La paz, el amor y la fe en Dios (Efesios 6.21-24), Pbro. Dr. Mariano Ávila Arteaga

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