jueves, 6 de abril de 2023

El Siervo de Dios enfrenta las humillaciones (Isaías 52.13-53.3; Marcos 14.12-25), Pbro. Raúl Méndez Yáñez


Ana Martins, Cristo y los doce apóstoles (2013)

6 de abril, 2023

Introducción 


Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Soy una caricatura de hombre

el desprecio del pueblo

Se burlan de mí en todos los periódicos

Me rodean los tanques blindados

estoy apuntado por las ametralladoras

y cercado de alambradas […]

Me han fotografiado entre las alambradas

y se pueden contar como en una radiografía todos mis huesos […]

grito toda la noche en el asilo de enfermos mentales

en la sala de enfermos incurables

en el ala de enfermos contagiosos

en el asilo de ancianos

agonizo bañado de sudor en la clínica del psiquiatra

me ahogo en la cámara de oxígeno

lloro en la estación de policía

en el patio del presidio

en la cámara de torturas […] 

De esta sórdida forma actualizaba el Salmo 21 (según la Vulgata latina, Salmo 22 en nuestro canon), el teólogo y poeta nicaragüense, Ernesto Cardenal en 1964. Quizá solo tengamos que cambiar “periódicos” por redes sociales y en vez de “cámara de oxígeno”, centro migratorio, para que tengamos, a su vez, una actualización de este salmo a las noticias del día, pues todo lo demás sigue siendo tan real como en la pasada década de los sesenta o en los tiempos antiguos, durante los asedios a Jerusalén por las tropas de Babilonia. En nuestra época no son arietes ni lanzas de hierro, sino que entre los métodos más drásticos de tortura encontramos cables eléctricos, ácido y negligencia de las autoridades. A veces pareciera que la denominada “evolución social” no es otra cosa que el refinamiento de los métodos para lastimar a seres humanos.

A fines de 2022 se contaban, en México, 109 mil personas desaparecidas de acuerdo con el Registro Nacional de Personas Desaparecidas o No Localizadas.[1] En 2021, 20% de los desplazamientos forzados en todo el mundo en 2021 ocurrieron en la región de Latinoamérica.[2] Más de 700 millones de personas, es decir el 10 % de la población mundial, 1 de cada 10 personas en el mundo, vive hoy en situación de extrema pobreza.[3]

“Desde el tercer mundo, no cabe duda de que hay cruz, no solo cruces individuales, sino colectivas, las de pueblos enteros”.[4] Así escribía, desde la realidad salvadoreña, el teólogo Jon Sobrino a finales del siglo pasado. Y las cosas han cambiado poco, el sufrimiento y la muerte nos rodean como tanques, aún somos parte de lo que Ignacio Ellacuría denominaba “pueblos crucificados”, un termino que, sigue diciendo Jon Sobrino, es necesario porque “expresa con toda claridad que no se trata de cualquier muerte, sino de un tipo de muerte activamente infligida por las estructuras injustas”.

Este tipo de muerte y sufrimiento es el que atravesó Cristo (y atravesó a Cristo) como figura del “Ébed Yahvé”, el Siervo de Yahvé, o, simplemente, el Siervo sufriente, que aparece retratado en una serie de cantos en la segunda parte del libro de Isaías. Sin embargo, este doliente o sufriente no es solamente una persona, sino, en realidad, una representación de todo el pueblo de Israel. Y, como si fuera una cadena de vínculos históricos de hermandad y sororidad, a su vez, Israel prefigura aquí a todos los pueblos sufrientes de la historia.

De eso quiero hablar esta noche entre ustedes. De este Siervo sufriente no como un individuo, ni siquiera el individuo Cristo, sino como la representación de todos nosotros que vivimos y padecemos las estructuras injustas, pero quienes tenemos el ánimo de que esta injustica llegue a su fin. Asi es, aún con sufrimiento a cuestas, seguimos albergando la esperanza de un mundo mejor.

 

1. Salvación personal, sufrimiento narcisista

Al pensar en el Siervo sufriente de Isaías inmediatamente pensamos dos cosas: Primero, nos imaginamos a Jesús camino hacia el Gólgota siendo vejado, burlado y violentado por los policías romanos. En segundo lugar, pensamos que tales sufrimientos los está experimentado por nuestros pecados y culpas, como si cada pecado que cometemos fuera un clavo más en su cuerpo. Dotamos, por lo tanto, a la muerte de Cristo y a los sufrimientos del Siervo de un carácter expiatorio e, incluso, sustitutorio: yo era reo de muerte ante Dios y Cristo ocupó mi lugar. Comenzaré atendiendo a la segunda parte, reflexionando sobre si realmente Cristo llevó mi pecado personal, y posteriormente hablaré sobre si la identidad del Siervo sufriente se restringe solo a la figura mesiánica de Cristo.

¿Cristo, como Siervo sufriente, pagó la culpa de mi pecado en la cruz? Es innegable que esa ha sido la enseñanza tradicional del cristianismo, en particular desde el protestantismo. Como ejemplo escuchemos lo que indica el Catecismo de Heidelberg de 1563 en su pregunta y respuesta número 12:

 

P. Según el justo juicio de Dios, merecemos ser castigados ahora y en la eternidad: ¿Cómo, pues, podremos escapar este castigo y volver a gozar del favor de Dios?

R. Dios requiere que su justicia sea satisfecha. Por tanto, se debe satisfacer completamente las demandas de esta justicia, sea por nosotros mismos o por algún otro.

 

Más adelante, en la pregunta y respuesta 15 se nos convencerá que para liberar ese castigo requerimos de un mediador que sea tanto divino como humano. Finalmente, la pregunta y respuesta 18 nos enseñará que ese mediador que nos libra del castigo divino es Jesucristo. De este modo Cristo en la cruz, el Siervo sufriente de Dios, está padeciendo el ultraje porque nos hemos portado mal.

Esta visión de la muerte de Cristo y sus sufrimientos es resultado de lo que podemos considerar un proceso de judicialización de la teología o como le llamaba el teólogo Paul Tillich, un legalismo que convierte al pecado en una serie de “pecados” acumulativos que Cristo debe pagar por nosotros. Tillich asevera que, cuando pensamos en la muerte de Cristo de esa forma judicial, aunque seamos protestantes, en realidad estamos siguiendo el dogma católico-medieval. [5]

Empapados por este legalismo pensamos en la muerte de Cristo como un proceso burocrático inevitable para obtener un salvoconducto que nos libre del castigo al que nos habíamos hecho acreedores ante Dios. El resultado es, nuevamente citando a Paul Tillich, “una unión entre culpa y destino que a menudo hace tan amargo el recuerdo de nuestro propio pasado”[6] De este modo, los sufrimientos de Cristo terminan por fragmentar nuestra vida en un antes y un después; pero ese antes de Cristo en nuestra vida arde siempre como carbón encendido trayéndonos a la memoria culpas y dolor.

Al hacer este proceso de judicialización individualista de la muerte de Cristo, el resultado es un egoísmo, pues quien termina siendo el verdadero protagonista del Calvario soy yo y mis pecados que fueron tan poderosos como para llevar al Hijo de Dios al suplicio. En el cristianismo egoísta esto es lo que se conoce como “salvación personal”. A los protestantes en Latinoamérica siempre se nos ha reconocido como un grupo que “sugiere la búsqueda de una relación más directa e individual con lo divino, en donde cada individuo a través de la lectura de la Biblia debe relacionarse con Cristo”.[7] Sin embargo, deseo que reflexionemos juntos sobre qué tan pertinente es esta idea individualista de una salvación personal cuando atendemos a las dimensiones humanas, no judiciales, de los sufrimientos del Siervo de Dios.

La doctrina de una salvación personal ciertamente tiene una larga trayectoria. Podemos ver un espléndido retrato de ella en la obra maestra de John Bunyan, El progreso del peregrino, de 1678. La obra comienza con un sueño en donde el autor ve al protagonista, llamado Cristiano, viviendo en un lugar de nombre poco discreto, “Ciudad Destrucción”. Cuando Evangelista le indica a Cristiano que si permanece en ese lugar será destruido:

 

[…] el hombre echó a correr; pero no se había alejado mucho cuando su esposa y sus hijos, el verlo, empezaron a dar voces, rogándole que volviese. Pero el hombre se tapó los oídos y siguió corriendo, exclamando:

—¡Vida! ¡Vida! ¡Vida eterna![8] 

He ahí el retrato de la salvación personal: un hombre tan desesperado por salvar su propio pellejo que tapa los oídos al clamor de su familia a quien no duda en dejar atrás con tal de salvarse él mismo. Siendo tal la obsesión por la salvación, no solo a nuestra familia podemos dejar atrás, sino que, incluso, convertimos a Cristo en mero instrumento para ser salvos.

Siguiendo la enseñanza del Catecismo de Heidelberg, la única razón por la que adoramos a Cristo es porque es el único, según los protocolos burocráticos de la justicia divina, que puede cumplir los requisitos para salvarnos siendo Dios-Hombre y justo. Es decir, Cristo resulta la interpósita persona idónea para cumplir con mi liberación. Si hubiera alguien más que pudiera llenar esos zapatos, digamos Buda o un Mahoma, no habría razón para no adorarles, pero como solo Cristo tiene la personalidad jurídica correcta, solo a él adoramos.

Quizá podamos notarlo: En esta lógica judicial de los sufrimientos y humillaciones de Cristo, el fin no es Cristo, sino mi salvación personal. La “salvación personal” es vivir ansiosamente, corriendo, tapándonos los oídos y gritando “¡Vida eterna! ¡Vida eterna!”. La gran paradoja es que, desde este egoísmo de la salvación personal, nunca nos sentimos completamente salvos. Siempre está en nosotros la angustia por la certeza de la salvación. Quien solo busca salvarse a sí mismo, pronto se encontrará en una soledad tal, que, aún cuando pueda estar viviendo en el más seguro y confiable de los palacios, siempre tendrá la duda de si no será alcanzado pronto por la perdición.

Tal Cristiano de la salvación personal, deberá confirmar una y otra vez que es salvo. Y la forma más lógica de confirmar dicha salvación es sufriendo, así como Cristo, el siervo de Dios, sufrió. En el canto del Siervo sufriente de Isaías encontramos líneas como las siguientes: “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos.” (Isaías 53:3).

Como podemos ver, se trata de una vívida descripción de la humillación del siervo, “despreciado”, “desechado”, “menospreciado”. Inmediatamente podemos imaginar el camino al Gólgota, donde Jesús recibiría tal desprecio y humillación; pero también a muchos momentos de su ministerio donde sería menospreciado por escribas, fariseos y otros judíos de buena conciencia. Resulta que consideramos esas humillaciones de Cristo como algo digno de admirar, e incluso, muchas veces ¡hasta se nos exhorta a repetir! “¡Qué bendición ser menospreciados por el mundo!”, “¡No importa que hablen mal de nosotros!” decimos, y nos consolamos rematando: “¡Así menospreciaron a Cristo!”. Es una paradójica dignificación de la humillación, es decir, ¡nos sentimos dignos y orgullosos cuando nos humillan!

Es cierto que el Siervo fue humillado, pero debemos colocar ese ultraje en su lugar correspondiente: la injusticia. Y no en la admiración. El mensaje bíblico y cristológico del Siervo sufriente consiste en señalar que sus humillaciones y sufrimientos son injustos. No es que buscara ser humillado, ni provocaba confrontaciones para que eso ocurriera. El Siervo de Dios tiene como objetivo de conducta hacer el bien, traer buenas nuevas, vendar quebrantados, proclamar libertad (Isaías 61:1). En su esfuerzo por buscar la justicia es cuando sobrevienen sus humillaciones y persecuciones.

Sin embargo, queremos acortar el camino. El razonamiento es el siguiente: Como proclamar las buenas nuevas le trajo al Siervo de Dios sufrimiento, entonces si sufrimos es porque estamos proclamando las buenas nuevas. ¡Pero es un error de pensamiento! Sería como suponer que debido a que cada vez que llueve el patio de mi casa se moja, entonces si en la tarde me pongo a mojar el patio, voy a provocar la lluvia. ¡No tiene sentido!

Este tipo de razonamiento equivocado también lo tenían algunos cristianos respecto de la gracia. Ya que la gracia se opone al pecado, pensaban, ¡pues vamos a pecar para que la gracia abunde! Pablo respondía a quienes imaginaban esto: “¡De ninguna manera!” (Romanos 6|:1). Lo mismo nos ha ocurrido con el sufrimiento y las humillaciones. Como Cristo, el Siervo de Dios, sufrió, entonces si sufrimos seremos como Cristo, ¡busquemos, por tanto, el dolor y la burla! Nuevamente la respuesta debe ser: ¡De ninguna manera!

¡Qué contradicción! El Cristiano de la salvación personal en vez de salvo termina sufriente. En el afán de confirmar su redención, encuentra en el dolor y el padecimiento una evidencia de que es semejante a Cristo. Tal es el destino de la teología de la expiación: lo que comienza por sustitución (Cristo pagó mi deuda) termina como usurpación (yo sufro como Cristo). A este Cristiano le viene bien la observación irónica que realiza Sören Kierkegaard: “Antaño habría dado alegremente todo para ser liberado, pero se le ha hecho esperar y ahora es demasiado tarde y prefiere rabiar contra todo, ser la injusta víctima de los hombres y de la vida, seguir siendo aquel que vela precisamente para guardar con celo su tormento, para que no se lo quiten. Pues si no, ¿cómo probar su derecho y convencerse de él uno mismo?[9]

 

2. Salvación colectiva, solidaridad humana

La salvación personal termina en autovictimización: Sufrir para demostrar que soy salvo. Quiero ahora hablar sobre la primera imagen que tenemos al pensar en el Siervo sufriente al que identificamos, quizá de forma muy apresurada, solo con Cristo. Esta figura del Siervo de Dios que sufre injusticia es enigmática. Hay quienes piensan que se trata aquí de un retrato del justo Job, quien padeció quebrantos de forma inmerecida. O bien, este Siervo sufriente no es una persona concreta, sino más bien, una alegoría del pueblo de Israel padeciendo bajo los estragos de la intervención extranjera babilónica o romana. Como señala el teólogo experto en cristología José González Faus: “Ese dolor tan enorme no responde al pecado propio, sino al de todo hombre y todo el pueblo”.[10] Por eso, cuando veamos al Siervo sufriente padeciendo humillaciones intentemos romper el marco de la salvación personal. No se trata solo de una persona. Ni Cristo ni yo victimizándome, aferrado a mi tormento para que no me lo quiten. En realidad, el Siervo de Dios es una representación de todo aquel que sufre bajo los regímenes de injustica.

Al tiempo que miramos a este Siervo sufriente también nos estamos viendo a nosotros mismos, pero no de forma egoísta, sino como comunidad dolida. El sabernos despreciados, desechados, discriminados lamentablemente es algo por lo que hemos atravesado. Los últimos años han puesto de manifiesto el clasismo y racismo que se vive en nuestro país, el desprecio de parte de los poderosos (sean del partido y orientación política que sean) por los débiles y pobres. Hoy somos más conscientes de las expresiones de odio hacia quienes no tienen acceso al consumo más lujoso ni forman parte de familias dignas, o como dijera hace unas semanas desde el culmen de la prepotencia Ricardo Salinas Pliego, hacia quienes no tengan “buenos ancestros” y están destinados a vivir en inferioridad y pobreza.

El siervo sufriente no solo padeció violencia física, sino también estas discriminaciones sociales que, sin duda, son una forma de violencia. Ahora bien, nosotros, afortunadamente, no sufrimos todas las formas de discriminación y violencia. Quizá a mí no me discriminan por mi forma de hablar, por mi color de piel (una vez, incluso, hasta entré a un Sonora Grill sin problemas), pero eso no anula la realidad de que sí existen personas que por hablar su lengua materna indígena siguen siendo menospreciados y ven coartados sus derechos. Yo no soy mujer, pero mi masculinidad no anula la discriminación de género que sufren las mujeres; yo no soy comerciante, pero no dejaré de indignarme contra los abusos que reciben los comerciantes. A esta actitud suele llamársele empatía, que es la clave para romper con el egoísmo.  El Siervo sufriente y humillado no representa a un Cristo que nos sustituye, sino que es el mensaje de Dios quien se muestra empático con nuestro propio dolor, o, como dijera González Faus: “La inexplicable fecundidad de la solidaridad con los hombres”[11] de parte de Dios.  

Quiero invitarles a que, al ver al Siervo sufriente no sintamos una devoción malsana por sus sufrimientos, ni tampoco que solo veamos en él nuestra propia autovictimización. Deseo que, en reciprocidad con Dios, podamos generar una perspectiva empática sobre el Ébed Yahvé quien sí, me representa cuando realmente padezco violencia y vejación; pero también este Siervo representa al Otro, a quien no es como yo, pero la está pasando mal. No les puedo decir aquí ese lugar común de que empatía significa “ponerse en los zapatos del Otro”, porque la Biblia nos enseña que hay Otros que ni siquiera tienen zapatos. Este Siervo sufriente ha sido despojado de calzado, ropa y dignidad pues representa a esos pueblos bajo latrocinio y violencia, a los “pueblos crucificados” como les llamaba el ya mencionado Ellacuría: “El pueblo crucificado es la continuación histórica del siervo de Yahvé, al que el pecado del mundo sigue quitándole toda figura humana, al que los poderes de este mundo siguen despojando de todo, le siguen arrebatando la vida, sobre todo la vida.[12]

Así da fin la idea de salvación personal, reconociendo que Cristo en la cruz no está ahí por nuestra culpa, sino por el pecado del mundo. Es decir, por la corrupción del sistema, las injusticias estructurales, la violencia institucional y la corrupción de la sociedad. Todo lo cual también nosotros mismos y otras personas vulnerables, padecemos.

Es importante, de este modo, reconfigurar nuestra idea tanto de la salvación como nuestra imagen del Siervo sufriente, alejándonos de la obsesión por solo salvarnos a nosotros mismos a oídos tapados. Hay una vía soteriológica alterna: la solidaridad humana. Poco antes de morir Karl Barth hacía un llamado a que rompiéramos nuestros claustros denominacionales y religiosos y reconociéramos que la salvación de Dios no se circunscribe a nuestra realidad inmediata.

 

Cuando la teología se confronta con la palabra de Dios y con sus testigos descubre que su lugar más propio es la comunidad, y no un determinado lugar en el espacio abstracto… La comunidad no habla únicamente con palabras. Habla por el hecho mismo de su existencia en el mundo; por su actitud característica ante los problemas del mundo; y, más aún y especialmente, por su servicio callado a todos los desfavorecidos, débiles y necesitados que hay en el mundo.[13]


3. El banquete solidario, destino del sufriente

El itinerario del Siervo sufriente debemos leerlo al revés porque, en estos cantos, Isaías ocupa una figura retórica conocida como prolepsis que consiste en hacer spoiler y presentar, desde el inicio de la historia su final. Así, el destino del Siervo humillado lo encontramos justo al inicio del cuarto canto, en 52:13: “He aquí que mi siervo será prosperado, será engrandecido y exaltado, y será puesto muy en alto”. Inmediatamente se nos presentan todos los quebrantamientos y dolores que padecerá antes de su triunfo. Debemos decir muy claramente que ni el sufrimiento ni la humillación son el objetivo del Siervo de Dios.

Una versión más lineal u ordenada del itinerario del Siervo la encontramos en el Salmo 23, donde pasando el valle de muerte, el afligido caminante finalmente llega a la Casa de Jehová donde hay una mesa aderezada y una copa rebosante. Sin el horizonte escatológico de la justicia divina coronando la historia, los cantos del Siervo sufriente carecen de sentido y solo terminan como una oda al sufrimiento y una apología de la humillación. Por eso tengamos siempre presente que los pies de paz de este doliente siervo no tienen como destino una cruz asesina, sino un hogar divino en el cual hay una mesa pastoral, la Mesa del Señor, la Eucaristía ecuménica donde todos participan, comen, beben y gozan. De ahí que tanto Marcos como el resto de los evangelistas nos presentan a Jesús departiendo con sus discípulos un banquete justo antes de ser arrestados, dejándoles la promesa de que un día, todos volveremos a estar juntos:

“Les digo la verdad – aseveró Jesús – no volveré a beber vino hasta el día en que lo beba nuevo en el reino de Dios” (Marcos 14: 25). Una Mesa colectiva, no individual porque la salvación no es individual, sino una redención universal: “A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid, comprad sin dinero y sin precio, vino y leche”. (Isaías 55:1).

Ni siquiera es que la salvación vaya más allá del individuo, ¡va más allá de los seres humanos! Romanos 8:22 nos describe cómo la Creación entera aguarda por redención. La redención de Dios tiene implicaciones en todas las dimensiones de la realidad, logrando, incluso que hasta la fauna misma se reconcilie: “El lobo morará con el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito; el becerro, el leoncillo y el animal doméstico andarán juntos, y un niño los conducirá” (Isaías 11:6).

Por eso, el sacerdote y paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin decía: “Cristo se viste orgánicamente de la majestuosidad misma de su Creación”[14]. El Siervo sufriente no representa solo a un individuo humillado, sino a todos los pueblos crucificados, y, en última instancia, a toda la Creación contaminada. Pero al mismo tiempo representa la lucha por terminar con la injusticia y la descomposición que nos asedia en esta realidad: desigualdad, injusticia, guerras, cambio climático, contaminación, crisis de agua. Hasta que logremos recuperar nuestra casa. En griego “casa” se dice “Oikos” de donde viene tanto la palabra “ecología” como la palabra “ecuménico”. La salvación es ecológica, porque el destino de nuestros pueblos, representados en el Siervo sufriente, es restaurar este mundo; mejorar nuestra casa en común. La Mesa del Señor es una mesa ecológica, aderezada por Dios mismo para abundancia de alimento y bebida para todo el mundo.

Sinceramente, esto parece una inocentada. El discurso optimista y hasta necio de un mundo mejor. Ese discurso se ha venido diciendo por siglos, los poderes políticos lo han convertido en eslogan de sus múltiples y engañosas campañas, las empresas lo utilizan para vender todo tipo de inservibles y contaminantes productos. Y, sin embargo, siguiendo los pasos del Siervo sufriente, seguimos obstinados en que el futuro debe ser mejor. El sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez le llamaba a este anhelo de mejorar el mundo simplemente “terquedad”, tal como en 1973 un grupo de cristianos en Chile lo expresaron: “Ahora somos pueblo solo en el dolor. Aguantamos en la obscuridad, con la certeza testaruda que nacerá algún día un hombre y una sociedad limpia”.[15]

Quiero leer el final del Salmo 21 de Ernesto Cardenal que leí al inicio, el cual nos hablaba de las torturas y aflicciones provenientes de la violencia institucional y del pecado estructural que nos asedian. Al final, sin embargo, este sufriente que es Cristo, que somos todos, llega a su hogar.

 

[…] Pero yo podré hablar de ti a mis hermanos

Te ensalzaré en la reunión de nuestro pueblo

Resonarán mis himnos en medio de un gran pueblo

Los pobres tendrán un banquete

Nuestro pueblo celebrará una gran fiesta

El pueblo nuevo que va a nacer. 

Por eso Jesús, en representación del Siervo sufriente, departe con sus discípulos en el aposento alto justo antes de ser arrestado. La llamada Última Cena no es otra cosa que la Mesa de la terquedad, la proclamación testaruda de que los sufrimientos pasaran y advendrá una nueva realidad de justicia donde “los pobres (tendremos) un banquete”.

 

Conclusión

Hemos visto que el Siervo sufriente no es solo el individuo Cristo, sino la expresión de todos los pueblos crucificados; no es una expresión de nuestra egoísta autovictimización, sino el reconocimiento empático por los sufrimientos de los demás que nos mueve en un terco ánimo por mejorar este mundo. No es salvación individual, sino solidaridad colectiva.

Termino citando a un pastor y activista sudafricano, Allan Boesak, quien confrontó cristianamente al racismo del apartheid; no solo a favor de los cristianos, sino de todos los estamentos de la sociedad de Sudáfrica a quien reconoció como ese Siervo sufriente universal. Anclado en el corazón del mensaje escatológico de Isaías, Boesak predicaba:

 

No me queda otra cosa que optar por la justicia, por la libertad de toda la gente de esta tierra, oprimidos y opresores por igual. No me queda otra opción que luchar por la dignidad humana de todos los hijos de Dios, luchar por el día cuando: “Allí no habrá niños que mueran, ni ancianos que no completen su vida. La gente construirá casas y vivirá en ellas, sembrarán viñedos y comerán sus uvas… mi pueblo tendrá una vida larga, no tendrán hijos que mueran antes de tiempo” (Isaías 65:20-24). Eso es lo que debo hacer- es el llamado de Dios y debo obedecerlo.[16]



[2] ACNUR México. Consultado el 1 de abril, 2023, www.acnur.org/desplazamiento-en-centroamerica.html.

[4] Jon Sobrino (1994). Jesucristo liberador. México, Universidad Iberoamericana, pp. 313-314.

[5] Paul Tillich (1976). Pensamiento cristiano y cultura en Occidente: de los orígenes a la Reforma. Buenos Aires, La Aurora, p. 230.

[6] Paul Tillich (2013). Dogmática (Lecciones de Dresde 1925-1927). Madrid, Trotta, p. 243.

[7] Luis Eduardo Gotes et al. (2020). “El Nawésari y los evangelios. Sistemas normativos, conflicto y nuevas presencias religiosas en la Sierra Tarahumara”, en Ella Quintal, Aída Castellejas y Elio Masferrer, Los dioses, el evangelio y el costumbre. Ensayos de pluralidad religiosa en las regiones indígenas de México. IV. México, INAH, p. 137.

[8] John Bunyan (2015). El progreso del peregrino para todos. Desde este mundo al que ha de venir. Pensacola, Chapel Library, p. 6.

[9] Soren Kierkegaard (2002). Tratado de la desesperación. México, Tomo, p. 104.

[10]  José I. González Faus (1984). La humanidad nueva. Ensayo de cristología. Barcelona, Sal Terrae, p. 135.

[11] Ídem.

[12] J. Sobrino, op cit.

[13] Karl Barth (2006), Introducción a la teología evangélica. Salamanca, Ediciones Sígueme, pp. 57-58.

[14] Pierre Teilhard de Chardin (1974). El fenómeno humano. Madrid, Taurus, p. 360.

[15] Gustavo Gutiérrez (1993). Beber de su propio pozo. En el itinerario espiritual de un pueblo. Salamanca, Ediciones Sígueme, p. 137.

[16] Allan Boesak (1989). Caminando entre espinas (1989). México, CUPSA, p. 55.

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