6 de abril, 2023
Introducción
Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?
Soy una
caricatura de hombre
el desprecio del
pueblo
Se burlan de mí
en todos los periódicos
Me rodean los
tanques blindados
estoy apuntado
por las ametralladoras
y cercado de
alambradas […]
Me han
fotografiado entre las alambradas
y se pueden
contar como en una radiografía todos mis huesos […]
grito toda la
noche en el asilo de enfermos mentales
en la sala de
enfermos incurables
en el ala de
enfermos contagiosos
en el asilo de
ancianos
agonizo bañado
de sudor en la clínica del psiquiatra
me ahogo en la
cámara de oxígeno
lloro en la
estación de policía
en el patio del
presidio
en la cámara de
torturas […]
De esta sórdida forma actualizaba el
Salmo 21 (según la Vulgata latina, Salmo 22 en nuestro canon), el
teólogo y poeta nicaragüense, Ernesto Cardenal en 1964. Quizá solo
tengamos que cambiar “periódicos” por redes sociales y en vez de “cámara de
oxígeno”, centro migratorio, para que tengamos, a su vez, una actualización de este
salmo a las noticias del día, pues todo lo demás sigue siendo tan real como en
la pasada década de los sesenta o en los tiempos antiguos, durante los asedios
a Jerusalén por las tropas de Babilonia. En nuestra época no son arietes ni
lanzas de hierro, sino que entre los métodos más drásticos de tortura
encontramos cables eléctricos, ácido y negligencia de las autoridades. A veces
pareciera que la denominada “evolución social” no es otra cosa que el
refinamiento de los métodos para lastimar a seres humanos.
A fines de 2022 se contaban, en México,
109 mil personas desaparecidas de acuerdo con el Registro Nacional de
Personas Desaparecidas o No Localizadas.[1]
En 2021, 20% de los desplazamientos forzados en todo el mundo en 2021
ocurrieron en la región de Latinoamérica.[2]
Más de 700 millones de personas, es decir el 10 % de la población mundial, 1 de
cada 10 personas en el mundo, vive hoy en situación de extrema pobreza.[3]
“Desde el tercer mundo, no cabe duda de
que hay cruz, no solo cruces individuales, sino colectivas, las de pueblos
enteros”.[4]
Así escribía, desde la realidad salvadoreña, el teólogo Jon Sobrino a finales
del siglo pasado. Y las cosas han cambiado poco, el sufrimiento y la muerte nos
rodean como tanques, aún somos parte de lo que Ignacio Ellacuría denominaba
“pueblos crucificados”, un termino que, sigue diciendo Jon Sobrino, es
necesario porque “expresa con toda claridad que no se trata de cualquier
muerte, sino de un tipo de muerte activamente infligida por las estructuras injustas”.
Este tipo de muerte y sufrimiento es el
que atravesó Cristo (y atravesó a Cristo) como figura del “Ébed Yahvé”, el
Siervo de Yahvé, o, simplemente, el Siervo sufriente, que aparece retratado en
una serie de cantos en la segunda parte del libro de Isaías. Sin embargo, este
doliente o sufriente no es solamente una persona, sino, en realidad, una
representación de todo el pueblo de Israel. Y, como si fuera una cadena de
vínculos históricos de hermandad y sororidad, a su vez, Israel prefigura aquí a
todos los pueblos sufrientes de la historia.
De eso quiero hablar esta noche entre
ustedes. De este Siervo sufriente no como un individuo, ni siquiera el
individuo Cristo, sino como la representación de todos nosotros que vivimos y
padecemos las estructuras injustas, pero quienes tenemos el ánimo de que esta
injustica llegue a su fin. Asi es, aún con sufrimiento a cuestas, seguimos
albergando la esperanza de un mundo mejor.
1. Salvación personal, sufrimiento narcisista
Al pensar en el Siervo sufriente de
Isaías inmediatamente pensamos dos cosas: Primero, nos imaginamos a Jesús
camino hacia el Gólgota siendo vejado, burlado y violentado por los policías
romanos. En segundo lugar, pensamos que tales sufrimientos los está
experimentado por nuestros pecados y culpas, como si cada pecado que cometemos
fuera un clavo más en su cuerpo. Dotamos, por lo tanto, a la muerte de Cristo y
a los sufrimientos del Siervo de un carácter expiatorio e, incluso,
sustitutorio: yo era reo de muerte ante Dios y Cristo ocupó mi lugar. Comenzaré
atendiendo a la segunda parte, reflexionando sobre si realmente Cristo llevó mi
pecado personal, y posteriormente hablaré sobre si la identidad del Siervo
sufriente se restringe solo a la figura mesiánica de Cristo.
¿Cristo, como Siervo sufriente, pagó la
culpa de mi pecado en la cruz? Es innegable que esa ha sido la enseñanza
tradicional del cristianismo, en particular desde el protestantismo. Como
ejemplo escuchemos lo que indica el Catecismo de Heidelberg de 1563 en su
pregunta y respuesta número 12:
P. Según el justo juicio de Dios,
merecemos ser castigados ahora y en la eternidad: ¿Cómo, pues, podremos escapar
este castigo y volver a gozar del favor de Dios?
R. Dios requiere que su justicia sea
satisfecha. Por tanto, se debe satisfacer completamente las demandas de esta
justicia, sea por nosotros mismos o por algún otro.
Más adelante, en la pregunta y
respuesta 15 se nos convencerá que para liberar ese castigo requerimos de un
mediador que sea tanto divino como humano. Finalmente, la pregunta y respuesta
18 nos enseñará que ese mediador que nos libra del castigo divino es
Jesucristo. De este modo Cristo en la cruz, el Siervo sufriente de Dios, está
padeciendo el ultraje porque nos hemos portado mal.
Esta visión de la muerte de Cristo y
sus sufrimientos es resultado de lo que podemos considerar un proceso de
judicialización de la teología o como le llamaba el teólogo Paul Tillich, un
legalismo que convierte al pecado en una serie de “pecados” acumulativos que
Cristo debe pagar por nosotros. Tillich asevera que, cuando pensamos en la
muerte de Cristo de esa forma judicial, aunque seamos protestantes, en realidad
estamos siguiendo el dogma católico-medieval. [5]
Empapados por este legalismo pensamos
en la muerte de Cristo como un proceso burocrático inevitable para obtener un
salvoconducto que nos libre del castigo al que nos habíamos hecho acreedores
ante Dios. El resultado es, nuevamente citando a Paul Tillich, “una unión
entre culpa y destino que a menudo hace tan amargo el recuerdo de nuestro
propio pasado”[6]
De este modo, los sufrimientos de Cristo terminan por fragmentar nuestra vida
en un antes y un después; pero ese antes de Cristo en nuestra vida arde siempre
como carbón encendido trayéndonos a la memoria culpas y dolor.
Al hacer este proceso de
judicialización individualista de la muerte de Cristo, el resultado es un
egoísmo, pues quien termina siendo el verdadero protagonista del Calvario soy
yo y mis pecados que fueron tan poderosos como para llevar al Hijo de Dios al
suplicio. En el cristianismo egoísta esto es lo que se conoce como “salvación
personal”. A los protestantes en Latinoamérica siempre se nos ha reconocido
como un grupo que “sugiere la búsqueda de una relación más directa e individual
con lo divino, en donde cada individuo a través de la lectura de la Biblia debe
relacionarse con Cristo”.[7]
Sin embargo, deseo que reflexionemos juntos sobre qué tan pertinente es esta
idea individualista de una salvación personal cuando atendemos a las
dimensiones humanas, no judiciales, de los sufrimientos del Siervo de Dios.
La doctrina de una salvación personal ciertamente
tiene una larga trayectoria. Podemos ver un espléndido retrato de ella en la
obra maestra de John Bunyan, El progreso del peregrino, de 1678. La
obra comienza con un sueño en donde el autor ve al protagonista, llamado
Cristiano, viviendo en un lugar de nombre poco discreto, “Ciudad Destrucción”.
Cuando Evangelista le indica a Cristiano que si permanece en ese lugar será
destruido:
[…] el hombre echó a
correr; pero no se había alejado mucho cuando su esposa y sus hijos, el verlo,
empezaron a dar voces, rogándole que volviese. Pero el hombre se tapó los oídos
y siguió corriendo, exclamando:
—¡Vida! ¡Vida! ¡Vida eterna![8]
He ahí el retrato de la salvación
personal: un hombre tan desesperado por salvar su propio pellejo que tapa los
oídos al clamor de su familia a quien no duda en dejar atrás con tal de
salvarse él mismo. Siendo tal la obsesión por la salvación, no solo a nuestra
familia podemos dejar atrás, sino que, incluso, convertimos a Cristo en mero
instrumento para ser salvos.
Siguiendo la enseñanza del Catecismo
de Heidelberg, la única razón por la que adoramos a Cristo es porque es el
único, según los protocolos burocráticos de la justicia divina, que puede
cumplir los requisitos para salvarnos siendo Dios-Hombre y justo. Es decir,
Cristo resulta la interpósita persona idónea para cumplir con mi liberación. Si
hubiera alguien más que pudiera llenar esos zapatos, digamos Buda o un Mahoma,
no habría razón para no adorarles, pero como solo Cristo tiene la personalidad
jurídica correcta, solo a él adoramos.
Quizá podamos notarlo: En esta lógica
judicial de los sufrimientos y humillaciones de Cristo, el fin no es Cristo,
sino mi salvación personal. La “salvación personal” es vivir ansiosamente,
corriendo, tapándonos los oídos y gritando “¡Vida eterna! ¡Vida eterna!”. La
gran paradoja es que, desde este egoísmo de la salvación personal, nunca nos
sentimos completamente salvos. Siempre está en nosotros la angustia por la
certeza de la salvación. Quien solo busca salvarse a sí mismo, pronto se
encontrará en una soledad tal, que, aún cuando pueda estar viviendo en el más
seguro y confiable de los palacios, siempre tendrá la duda de si no será
alcanzado pronto por la perdición.
Tal Cristiano de la salvación personal,
deberá confirmar una y otra vez que es salvo. Y la forma más lógica de
confirmar dicha salvación es sufriendo, así como Cristo, el siervo de Dios,
sufrió. En el canto del Siervo sufriente de Isaías encontramos líneas como las
siguientes: “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores,
experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue
menospreciado, y no lo estimamos.” (Isaías 53:3).
Como podemos ver, se trata de una
vívida descripción de la humillación del siervo, “despreciado”, “desechado”,
“menospreciado”. Inmediatamente podemos imaginar el camino al Gólgota, donde
Jesús recibiría tal desprecio y humillación; pero también a muchos momentos de
su ministerio donde sería menospreciado por escribas, fariseos y otros judíos
de buena conciencia. Resulta que consideramos esas humillaciones de Cristo como
algo digno de admirar, e incluso, muchas veces ¡hasta se nos exhorta a repetir!
“¡Qué bendición ser menospreciados por el mundo!”, “¡No importa que hablen mal
de nosotros!” decimos, y nos consolamos rematando: “¡Así menospreciaron a
Cristo!”. Es una paradójica dignificación de la humillación, es decir, ¡nos
sentimos dignos y orgullosos cuando nos humillan!
Es cierto
que el Siervo fue humillado, pero debemos colocar ese ultraje en su lugar
correspondiente: la injusticia. Y no en la admiración. El mensaje bíblico y
cristológico del Siervo sufriente consiste en señalar que sus humillaciones y
sufrimientos son injustos. No es que buscara ser humillado, ni provocaba
confrontaciones para que eso ocurriera. El Siervo de Dios tiene como objetivo
de conducta hacer el bien, traer buenas nuevas, vendar quebrantados, proclamar
libertad (Isaías 61:1). En su esfuerzo por buscar la justicia es cuando
sobrevienen sus humillaciones y persecuciones.
Sin
embargo, queremos acortar el camino. El razonamiento es el siguiente: Como
proclamar las buenas nuevas le trajo al Siervo de Dios sufrimiento, entonces si
sufrimos es porque estamos proclamando las buenas nuevas. ¡Pero es un error de
pensamiento! Sería como suponer que debido a que cada vez que llueve el patio
de mi casa se moja, entonces si en la tarde me pongo a mojar el patio, voy a
provocar la lluvia. ¡No tiene sentido!
Este tipo
de razonamiento equivocado también lo tenían algunos cristianos respecto de la
gracia. Ya que la gracia se opone al pecado, pensaban, ¡pues vamos a pecar para
que la gracia abunde! Pablo respondía a quienes imaginaban esto: “¡De ninguna
manera!” (Romanos 6|:1). Lo mismo nos ha ocurrido con el sufrimiento y las
humillaciones. Como Cristo, el Siervo de Dios, sufrió, entonces si sufrimos
seremos como Cristo, ¡busquemos, por tanto, el dolor y la burla! Nuevamente la
respuesta debe ser: ¡De ninguna manera!
¡Qué
contradicción! El Cristiano de la salvación personal en vez de salvo termina
sufriente. En el afán de confirmar su redención, encuentra en el dolor y el
padecimiento una evidencia de que es semejante a Cristo. Tal es el destino de
la teología de la expiación: lo que comienza por sustitución (Cristo pagó mi
deuda) termina como usurpación (yo sufro como Cristo). A este
Cristiano le viene bien la observación irónica que realiza Sören Kierkegaard: “Antaño
habría dado alegremente todo para ser liberado, pero se le ha hecho esperar y
ahora es demasiado tarde y prefiere rabiar contra todo, ser la injusta víctima
de los hombres y de la vida, seguir siendo aquel que vela precisamente para
guardar con celo su tormento, para que no se lo quiten. Pues si no, ¿cómo
probar su derecho y convencerse de él uno mismo?[9]
2. Salvación colectiva, solidaridad humana
La salvación personal termina en
autovictimización: Sufrir para demostrar que soy salvo. Quiero ahora hablar
sobre la primera imagen que tenemos al pensar en el Siervo sufriente al que
identificamos, quizá de forma muy apresurada, solo con Cristo. Esta figura del
Siervo de Dios que sufre injusticia es enigmática. Hay quienes piensan que se
trata aquí de un retrato del justo Job, quien padeció quebrantos de forma inmerecida.
O bien, este Siervo sufriente no es una persona concreta, sino más bien, una
alegoría del pueblo de Israel padeciendo bajo los estragos de la intervención
extranjera babilónica o romana. Como señala el teólogo experto en cristología
José González Faus: “Ese dolor tan enorme no responde al pecado propio, sino al
de todo hombre y todo el pueblo”.[10]
Por eso, cuando veamos al Siervo sufriente padeciendo humillaciones intentemos
romper el marco de la salvación personal. No se trata solo de una persona. Ni
Cristo ni yo victimizándome, aferrado a mi tormento para que no me lo quiten.
En realidad, el Siervo de Dios es una representación de todo aquel que sufre
bajo los regímenes de injustica.
Al tiempo que miramos a este Siervo
sufriente también nos estamos viendo a nosotros mismos, pero no de forma
egoísta, sino como comunidad dolida. El sabernos despreciados, desechados,
discriminados lamentablemente es algo por lo que hemos atravesado. Los últimos
años han puesto de manifiesto el clasismo y racismo que se vive en nuestro
país, el desprecio de parte de los poderosos (sean del partido y orientación
política que sean) por los débiles y pobres. Hoy somos más conscientes de las
expresiones de odio hacia quienes no tienen acceso al consumo más lujoso ni
forman parte de familias dignas, o como dijera hace unas semanas desde el
culmen de la prepotencia Ricardo Salinas Pliego, hacia quienes no tengan
“buenos ancestros” y están destinados a vivir en inferioridad y pobreza.
El siervo sufriente no solo padeció
violencia física, sino también estas discriminaciones sociales que, sin duda,
son una forma de violencia. Ahora bien, nosotros, afortunadamente, no sufrimos
todas las formas de discriminación y violencia. Quizá a mí no me discriminan
por mi forma de hablar, por mi color de piel (una vez, incluso, hasta entré a
un Sonora Grill sin problemas), pero eso no anula la realidad de que sí existen
personas que por hablar su lengua materna indígena siguen siendo menospreciados
y ven coartados sus derechos. Yo no soy mujer, pero mi masculinidad no anula la
discriminación de género que sufren las mujeres; yo no soy comerciante, pero no
dejaré de indignarme contra los abusos que reciben los comerciantes. A esta
actitud suele llamársele empatía, que es la clave para romper con el egoísmo. El Siervo sufriente y humillado no representa
a un Cristo que nos sustituye, sino que es el mensaje de Dios quien se muestra
empático con nuestro propio dolor, o, como dijera González Faus: “La
inexplicable fecundidad de la solidaridad con los hombres”[11]
de parte de Dios.
Quiero invitarles a que, al ver al
Siervo sufriente no sintamos una devoción malsana por sus sufrimientos, ni
tampoco que solo veamos en él nuestra propia autovictimización. Deseo que, en
reciprocidad con Dios, podamos generar una perspectiva empática sobre el Ébed
Yahvé quien sí, me representa cuando realmente padezco violencia y vejación;
pero también este Siervo representa al Otro, a quien no es como yo, pero la
está pasando mal. No les puedo decir aquí ese lugar común de que empatía
significa “ponerse en los zapatos del Otro”, porque la Biblia nos enseña que
hay Otros que ni siquiera tienen zapatos. Este Siervo sufriente ha sido
despojado de calzado, ropa y dignidad pues representa a esos pueblos bajo
latrocinio y violencia, a los “pueblos crucificados” como les llamaba el ya mencionado
Ellacuría: “El pueblo crucificado es la continuación histórica del siervo de
Yahvé, al que el pecado del mundo sigue quitándole toda figura humana, al que
los poderes de este mundo siguen despojando de todo, le siguen arrebatando la
vida, sobre todo la vida.[12]
Así da fin la idea de salvación
personal, reconociendo que Cristo en la cruz no está ahí por nuestra culpa,
sino por el pecado del mundo. Es decir, por la corrupción del sistema, las
injusticias estructurales, la violencia institucional y la corrupción de la
sociedad. Todo lo cual también nosotros mismos y otras personas vulnerables,
padecemos.
Es importante, de este modo,
reconfigurar nuestra idea tanto de la salvación como nuestra imagen del Siervo
sufriente, alejándonos de la obsesión por solo salvarnos a nosotros mismos a
oídos tapados. Hay una vía soteriológica alterna: la solidaridad humana. Poco
antes de morir Karl Barth hacía un llamado a que rompiéramos nuestros claustros
denominacionales y religiosos y reconociéramos que la salvación de Dios no se
circunscribe a nuestra realidad inmediata.
Cuando la teología se
confronta con la palabra de Dios y con sus testigos descubre que su lugar más
propio es la comunidad, y no un determinado lugar en el espacio abstracto… La
comunidad no habla únicamente con palabras. Habla por el hecho mismo de su existencia
en el mundo; por su actitud característica ante los problemas del mundo; y, más
aún y especialmente, por su servicio callado a todos los desfavorecidos,
débiles y necesitados que hay en el mundo.[13]
3. El banquete solidario, destino del sufriente
El itinerario del Siervo sufriente
debemos leerlo al revés porque, en estos cantos, Isaías ocupa una figura
retórica conocida como prolepsis que consiste en hacer spoiler y
presentar, desde el inicio de la historia su final. Así, el destino del Siervo
humillado lo encontramos justo al inicio del cuarto canto, en 52:13: “He
aquí que mi siervo será prosperado, será engrandecido y exaltado, y será puesto
muy en alto”. Inmediatamente se nos presentan todos los quebrantamientos y
dolores que padecerá antes de su triunfo. Debemos decir muy claramente que ni
el sufrimiento ni la humillación son el objetivo del Siervo de Dios.
Una versión más lineal u ordenada del
itinerario del Siervo la encontramos en el Salmo 23, donde pasando el valle de
muerte, el afligido caminante finalmente llega a la Casa de Jehová donde hay
una mesa aderezada y una copa rebosante. Sin el horizonte escatológico de la
justicia divina coronando la historia, los cantos del Siervo sufriente carecen
de sentido y solo terminan como una oda al sufrimiento y una apología de la
humillación. Por eso tengamos siempre presente que los pies de paz de este
doliente siervo no tienen como destino una cruz asesina, sino un hogar divino
en el cual hay una mesa pastoral, la Mesa del Señor, la Eucaristía ecuménica
donde todos participan, comen, beben y gozan. De ahí que tanto Marcos como el
resto de los evangelistas nos presentan a Jesús departiendo con sus discípulos
un banquete justo antes de ser arrestados, dejándoles la promesa de que un día,
todos volveremos a estar juntos:
“Les digo la verdad – aseveró Jesús – no
volveré a beber vino hasta el día en que lo beba nuevo en el reino de Dios” (Marcos
14: 25). Una Mesa colectiva, no individual porque la salvación no es individual,
sino una redención universal: “A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los
que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid, comprad sin dinero y sin
precio, vino y leche”. (Isaías 55:1).
Ni siquiera es que la salvación vaya
más allá del individuo, ¡va más allá de los seres humanos! Romanos 8:22 nos
describe cómo la Creación entera aguarda por redención. La redención de Dios
tiene implicaciones en todas las dimensiones de la realidad, logrando, incluso
que hasta la fauna misma se reconcilie: “El lobo morará con el cordero, y el
leopardo se echará con el cabrito; el becerro, el leoncillo y el animal
doméstico andarán juntos, y un niño los conducirá” (Isaías 11:6).
Por eso, el sacerdote y paleontólogo
francés Pierre Teilhard de Chardin decía: “Cristo se viste orgánicamente de la
majestuosidad misma de su Creación”[14].
El Siervo sufriente no representa solo a un individuo humillado, sino a todos
los pueblos crucificados, y, en última instancia, a toda la Creación
contaminada. Pero al mismo tiempo representa la lucha por terminar con la
injusticia y la descomposición que nos asedia en esta realidad: desigualdad,
injusticia, guerras, cambio climático, contaminación, crisis de agua. Hasta que
logremos recuperar nuestra casa. En griego “casa” se dice “Oikos” de donde
viene tanto la palabra “ecología” como la palabra “ecuménico”. La salvación es
ecológica, porque el destino de nuestros pueblos, representados en el Siervo
sufriente, es restaurar este mundo; mejorar nuestra casa en común. La Mesa del
Señor es una mesa ecológica, aderezada por Dios mismo para abundancia de
alimento y bebida para todo el mundo.
Sinceramente, esto parece una
inocentada. El discurso optimista y hasta necio de un mundo mejor. Ese discurso
se ha venido diciendo por siglos, los poderes políticos lo han convertido en
eslogan de sus múltiples y engañosas campañas, las empresas lo utilizan para
vender todo tipo de inservibles y contaminantes productos. Y, sin embargo,
siguiendo los pasos del Siervo sufriente, seguimos obstinados en que el futuro
debe ser mejor. El sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez le llamaba a este anhelo
de mejorar el mundo simplemente “terquedad”, tal como en 1973 un grupo de
cristianos en Chile lo expresaron: “Ahora somos pueblo solo en el dolor.
Aguantamos en la obscuridad, con la certeza testaruda que nacerá algún día un
hombre y una sociedad limpia”.[15]
Quiero leer el final del Salmo 21 de
Ernesto Cardenal que leí al inicio, el cual nos hablaba de las torturas y
aflicciones provenientes de la violencia institucional y del pecado estructural
que nos asedian. Al final, sin embargo, este sufriente que es Cristo, que somos
todos, llega a su hogar.
[…] Pero yo podré
hablar de ti a mis hermanos
Te ensalzaré en la
reunión de nuestro pueblo
Resonarán mis himnos
en medio de un gran pueblo
Los pobres tendrán un
banquete
Nuestro pueblo
celebrará una gran fiesta
El pueblo nuevo que va a nacer.
Por eso Jesús, en representación del
Siervo sufriente, departe con sus discípulos en el aposento alto justo antes de
ser arrestado. La llamada Última Cena no es otra cosa que la Mesa de la
terquedad, la proclamación testaruda de que los sufrimientos pasaran y advendrá
una nueva realidad de justicia donde “los pobres (tendremos) un banquete”.
Conclusión
Hemos visto que el Siervo sufriente no
es solo el individuo Cristo, sino la expresión de todos los pueblos
crucificados; no es una expresión de nuestra egoísta autovictimización, sino el
reconocimiento empático por los sufrimientos de los demás que nos mueve en un
terco ánimo por mejorar este mundo. No es salvación individual, sino
solidaridad colectiva.
Termino citando a un pastor y activista
sudafricano, Allan Boesak, quien confrontó cristianamente al racismo del apartheid;
no solo a favor de los cristianos, sino de todos los estamentos de la sociedad
de Sudáfrica a quien reconoció como ese Siervo sufriente universal. Anclado en
el corazón del mensaje escatológico de Isaías, Boesak predicaba:
No me queda otra cosa
que optar por la justicia, por la libertad de toda la gente de esta tierra,
oprimidos y opresores por igual. No me queda otra opción que luchar por la
dignidad humana de todos los hijos de Dios, luchar por el día cuando: “Allí no
habrá niños que mueran, ni ancianos que no completen su vida. La gente
construirá casas y vivirá en ellas, sembrarán viñedos y comerán sus uvas… mi
pueblo tendrá una vida larga, no tendrán hijos que mueran antes de tiempo”
(Isaías 65:20-24). Eso es lo que debo hacer- es el llamado de Dios y debo
obedecerlo.[16]
[1] DW.
Consultado el 2 de abril, 2023. www.dw.com/es/m%C3%A9xico-supera-las-100000-personas-desaparecidas-seg%C3%BAn-datos-oficiales/a-61819701.
[2] ACNUR
México. Consultado el 1 de abril, 2023, www.acnur.org/desplazamiento-en-centroamerica.html.
[3] ONU.
Consultado el 02 de abril. 2023. www.un.org/sustainabledevelopment/es/poverty/#:~:text=M%C3%A1s%20de%20700%20millones%20de,y%20saneamiento%2C%20por%20nombrar%20algunas.
[4] Jon
Sobrino (1994). Jesucristo liberador. México, Universidad Iberoamericana,
pp. 313-314.
[5] Paul
Tillich (1976). Pensamiento cristiano y cultura en Occidente: de los
orígenes a la Reforma. Buenos Aires, La Aurora, p. 230.
[6] Paul
Tillich (2013). Dogmática (Lecciones de Dresde 1925-1927). Madrid, Trotta,
p. 243.
[7] Luis
Eduardo Gotes et al. (2020). “El Nawésari y los evangelios. Sistemas
normativos, conflicto y nuevas presencias religiosas en la Sierra Tarahumara”,
en Ella Quintal, Aída Castellejas y Elio Masferrer, Los dioses, el evangelio
y el costumbre. Ensayos de pluralidad religiosa en las regiones indígenas de
México. IV. México, INAH, p. 137.
[8] John
Bunyan (2015). El progreso del peregrino para todos. Desde este mundo al que
ha de venir. Pensacola, Chapel Library, p. 6.
[9] Soren
Kierkegaard (2002). Tratado de la desesperación. México, Tomo, p. 104.
[10]
José I. González Faus (1984). La
humanidad nueva. Ensayo de cristología. Barcelona, Sal Terrae, p. 135.
[11] Ídem.
[12] J.
Sobrino, op cit.
[13] Karl
Barth (2006), Introducción a la teología evangélica. Salamanca,
Ediciones Sígueme, pp. 57-58.
[14] Pierre
Teilhard de Chardin (1974). El fenómeno humano. Madrid, Taurus, p. 360.
[15] Gustavo
Gutiérrez (1993). Beber de su propio pozo. En el itinerario
espiritual de un pueblo. Salamanca, Ediciones Sígueme, p. 137.
[16] Allan
Boesak (1989). Caminando entre espinas (1989). México, CUPSA, p. 55.
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