23 de julio, 2023
Les digo que fue este pecador —y no el fariseo— quien regresó a su casa justificado [dedikaioménos] delante de Dios. Pues los que se exaltan a sí mismos serán humillados, y los que se humillan serán exaltados.
Lucas 18.14, NTV
Trasfondo
Un segundo momento sobre la oración en
Lucas 18 muestra a Jesús contando una historia posible, la clásica oposición
entre el fariseo y el publicano, o la confrontación entre dos espiritualidades,
continúa en cierto modo lo expuesto en la parábola anterior: “Luego Jesús contó
la siguiente historia a algunos que tenían mucha confianza en su propia
rectitud y despreciaban a los demás” (v. 9). Aquí estamos frente a una
exposición redonda (con dedicatoria) de dos modelos de oración antitéticos y
profundamente contradictorios. Forma parte de aquellas enseñanzas del Señor que
van a la raíz de la condición humana y de las diversas formas de
espiritualidad.
Dios derrama su
compasión, su justicia, sobre un pobre recaudador que se le presenta contrito y
anonadado para reconocer ante él la perversidad de su comportamiento.
El contraste entre
las dos figuras, decididamente antitéticas no sólo por su respectiva situación
en el templo, sino especialmente por los términos de su oración, habla por sí
mismo. Incluso antes de llegar a la conclusión (14a), el lector percibe el
mensaje de la parábola. El texto no dice expresamente cuál fue el pecado del
fariseo o en qué consistió la enmienda del recaudador. Jesús deja esas
intimidades al juicio de Dios o a la fantasía del oyente. Él se limita a
declarar que uno “bajó a su casa justificado” y el otro no.[1]
La
introducción pinta de cuerpo entero a ambos personajes en el contexto de la
liturgia y el ritual del templo, es decir, ambos están encasillados por la
religiosidad instituida y se someten a ella, aunque su oficio produce en ellos
una actitud ya bastante diferenciada de antemano para dilucidar el ejercicio de
su fe, cada uno a su manera. Se dirigen al lugar de culto explícitamente para
orar (v. 10a) y son definidos por una especie de estereotipo quen sólo aplicará
en el primer caso, el segundo se sale de la norma y de lo esperado, rompe el
esquema de lo esperado. Con todo, son dos figuras representativas del judaísmo
de la época. “La dualidad prepara ya la oposición mutua, que va a conferir su
dramatismo a la parábola”.[2] “La mención de dikaioi (‘justos’)
prepara ya su contradictorio adikoi (‘injustos’) en el v. 11.
Igualmente, los elementos descriptivos que se encadenan en esta frase
introductoria preparan el colmo de la autocomplacencia del fariseo, es decir,
la comparación de sí mismo con el recaudador (11)”.[3]
El fariseo: una oración basada en la autosuficiencia (vv. 11-12)
En su oración, que estrictamente es una “acción
de gracias”, el fariseo revisa sus virtudes, “que va desgranando con un aire de
complacencia, primero negativamente y a continuación en forma positiva “Y oraba
así [en su interior] sobre su propia conducta”. Él no es como los demás
hombres: no es un ladrón, no es un injusto, no es un adúltero,
no es, ni siquiera —y aquí llega al ápice de su huspá, [arrogancia,
impertinencia o insolencia]—, ‘como ese recaudador’ (11). Él guarda sus ayunos
y paga sus diezmos, incluso por encima de lo prescrito (12)”.[4]
La conducta del
fariseo y su actitud legalista resultan esencialmente desenfocadas, aunque por
su condición social nunca ha estado comprometido en una profesión tan abyecta
como la recaudación de impuestos. A los ojos de sus contemporáneos, el puritano
fariseo no es ni un miserable “recaudador” ni un “pecador” depravado; pero en
el plano religioso, “a los ojos de Dios”, no consigue la verdadera “rehabilitación”
o “condición de justo” porque se fía exclusivamente de sí mismo. La parábola no
se contenta con reseñar la reacción de Jesús frente a dos tipos de religiosidad
judía, sino que es una nueva manifestación de su actitud con respecto a los
representantes de dos estratos sociales —“fariseos”, “recaudadores”— del judaísmo
palestinense de su tiempo. Cf. Lc 5.29-32; 7.36-50.[5]
Esta oración es resultado de una espiritualidad
soberbia, autocomplaciente, completamente ligada al legalismo que no es capaz
de superar y en la que el sujeto se ve a sí mismo como el centro de todo, sin
considerar que su obediencia de la ley era apenas un paso y que compararse con
los demás no es la vía para el constante encuentro con Dios. La frase: “No soy
comos demás” es eco de un texto del Talmud y recuerda también la famosa oración
masculina: “Bendito seas, Dios, Señor del universo, porque no me hiciste gentil,
mujer, ni esclavo”.
El publicano sólo pidió compasión
por sus pecados (vv. 13-14)
Por
su parte, y el texto destaca el marcado contraste, el cobrador de impuestos ni
siquiera se acercaba y no se atrevió “a levantar la mirada al cielo mientras
oraba”, sino que se golpeaba en señal de dolor y arrepentimiento, mientras
decía: “Oh Dios, ten compasión de mí, porque soy un pecador” (13). Se trataba,
pues, de una oración de confesión (o penitencia) mediante la cual encontró “el
restablecimiento de su justicia, la condición de ‘justo’, que es exactamente lo
que pretendía el fariseo con su rechazo del latrocinio, del adulterio, de la
iniquidad y con su observancia de los ayunos y los diezmos”.[6]
Si el fariseo es un auténtico fanfarrón (o “echador”), pues al orar sólo piensa
en sí mismo, “el publicano intenta comunicarse con Dios y pide clemencia,
consciente de su pecado”.[7]
Como bien planteaban algunos textos de Qumran: “¿De qué puede enorgullecerse
ante Dios un pobre ‘pecador’?”.[8]
El v. 14a es importante porque puede constituir un indicio de
que la doctrina neotestamentaria sobre la “justificación” no es mero fruto de
reflexiones teológicas posteriores, sino que hunde sus raíces en la enseñanza
del Maestro e incluso en su actitud personal frente a las corrientes
pietísticas de su época. “Justo”, verdaderamente “justo”, a los ojos de Dios
no es el que cumple las observancias, sino el que, fiándose de la misericordia
divina, reconoce su propia limitación y confiesa sinceramente su pecado.
Por consiguiente, “la doctrina paulina sobre la justificación tiene sus más
profundas raíces en la enseñanza de Jesús” (J. Jeremías, Las parábolas de Jesús).[9]
“El hombre se golpea el pecho, olvida del
todo dónde está; el dolor le abruma, porque está tan lejos de Dios. Su situación
y la de su familia es de hecho desesperada. Pues, para hacer penitencia, no
sólo debe abandonar su vida pecadora, es decir, su profesión, sino también
reparar: que consistía en la restitución de la cantidad defraudada, aumentada
en una quinta parte. ¿Cómo puede saber a quién ha robado todo? No sólo su
situación. sino también su petición de misericordia es desesperada”.[10]
La conclusión del Señor es muy clara y apunta hacia la declaración de justicia para
todo aquel/la que sinceramente se presenta delante de Dios mediante una oración
sincera y transparente.
Conclusión
La
exhortación final del Señor, un auténtico proverbio (“Pues los que se exaltan a
sí mismos serán humillados, y los que se humillan serán exaltados", 14b;
Ez 21.26; Lc 14.11), “con su forma generalizante, rebasa las fronteras de los
destinatarios directos de la parábola y la abre a las sucesivas generaciones;
lo que era llamada a los contemporáneos se hace invitación al discípulo. El
mensaje deja traslucir que el seguidor de Cristo debe identificarse con el
recaudador más bien que con el fariseo. Pero no hay que hacerse ilusiones;
por grande que sea nuestra voluntad de identificarnos con el recaudador,
siempre nos quedará un reducto donde, en el fondo, seguiremos siendo fariseos”.[11]
La parábola da testimonio del pensamiento de Jesús sobre esa
búsqueda afanosa de la propia justicia. La auténtica rectitud moral, en su
dimensión religiosa, no se obtiene por una autocomplacencia en los propios
logros o por una vana confianza en las propias posibilidades; ni el rechazo de
lo prohibido ni la observancia de lo mandado —sean las leyes de Moisés o las
ridículas prescripciones de los fariseos— dan derecho a una “justificación” que
sólo puede provenir de la misericordia de Dios.[12]
[1] J.A. Fitzmyer, El evangelio según Lucas. III. Traducción y
comentario. Capítulos 8,22-18,14. Madrid, Ediciones Cristiandad, 1997, p.
856.
[2] Ibid.,
p. 859.
[3] Ídem.
[4] Ídem.
[5] Ibid., pp. 856-857.
[6] Ibid., p. 856.
[7] Oscar Cullmann, La
oración en el Nuevo Testamento. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1999, p. 50.
[8] J.A. Fitzmyer, op.
cit., p. 865
[9] Ibid., p.
857. Énfasis agregado.
[10] Joachim
Jeremias, Las parábolas de Jesús. Estella, Verbo Divino, 1974, p. 176.
[11] Ibid., p.
858. Énfasis agregado.
[12] Ibid., p. 857.
No hay comentarios:
Publicar un comentario