sábado, 22 de julio de 2023

Palabrería hueca o sinceridad espiritual: dos modelos de oración (Lucas 18.9-14), Pbro. L. Cervantes-Ortiz

23 de julio, 2023

Les digo que fue este pecador —y no el fariseo— quien regresó a su casa justificado [dedikaioménos] delante de Dios. Pues los que se exaltan a sí mismos serán humillados, y los que se humillan serán exaltados.          

Lucas 18.14, NTV

 

Trasfondo

Un segundo momento sobre la oración en Lucas 18 muestra a Jesús contando una historia posible, la clásica oposición entre el fariseo y el publicano, o la confrontación entre dos espiritualidades, continúa en cierto modo lo expuesto en la parábola anterior: “Luego Jesús contó la siguiente historia a algunos que tenían mucha confianza en su propia rectitud y despreciaban a los demás” (v. 9). Aquí estamos frente a una exposición redonda (con dedicatoria) de dos modelos de oración antitéticos y profundamente contradictorios. Forma parte de aquellas enseñanzas del Señor que van a la raíz de la condición humana y de las diversas formas de espiritualidad.

 

Dios derrama su compasión, su justicia, sobre un pobre recaudador que se le presenta contrito y anonadado para reconocer ante él la perversidad de su comportamiento.

El contraste entre las dos figuras, decididamente antitéticas no sólo por su respectiva situación en el templo, sino especialmente por los términos de su oración, habla por sí mismo. Incluso antes de llegar a la conclusión (14a), el lector percibe el mensaje de la parábola. El texto no dice expresamente cuál fue el pecado del fariseo o en qué consistió la enmienda del recaudador. Jesús deja esas intimidades al juicio de Dios o a la fantasía del oyente. Él se limita a declarar que uno “bajó a su casa justificado” y el otro no.[1]

 

La introducción pinta de cuerpo entero a ambos personajes en el contexto de la liturgia y el ritual del templo, es decir, ambos están encasillados por la religiosidad instituida y se someten a ella, aunque su oficio produce en ellos una actitud ya bastante diferenciada de antemano para dilucidar el ejercicio de su fe, cada uno a su manera. Se dirigen al lugar de culto explícitamente para orar (v. 10a) y son definidos por una especie de estereotipo quen sólo aplicará en el primer caso, el segundo se sale de la norma y de lo esperado, rompe el esquema de lo esperado. Con todo, son dos figuras representativas del judaísmo de la época. “La dualidad prepara ya la oposición mutua, que va a conferir su dramatismo a la parábola”.[2] “La mención de dikaioi (‘justos’) prepara ya su contradictorio adikoi (‘injustos’) en el v. 11. Igualmente, los elementos descriptivos que se encadenan en esta frase introductoria preparan el colmo de la autocomplacencia del fariseo, es decir, la comparación de sí mismo con el recaudador (11)”.[3]

 

El fariseo: una oración basada en la autosuficiencia (vv. 11-12)

En su oración, que estrictamente es una “acción de gracias”, el fariseo revisa sus virtudes, “que va desgranando con un aire de complacencia, primero negativamente y a continuación en forma positiva “Y oraba así [en su interior] sobre su propia conducta”. Él no es como los demás hombres: no es un ladrón, no es un injusto, no es un adúltero, no es, ni siquiera —y aquí llega al ápice de su huspá, [arrogancia, impertinencia o insolencia]—, ‘como ese recaudador’ (11). Él guarda sus ayunos y paga sus diezmos, incluso por encima de lo prescrito (12)”.[4]

 

La conducta del fariseo y su actitud legalista resultan esencialmente desenfocadas, aunque por su condición social nunca ha estado comprometido en una profesión tan abyecta como la recaudación de impuestos. A los ojos de sus contemporáneos, el puritano fariseo no es ni un miserable “recaudador” ni un “pecador” depravado; pero en el plano religioso, “a los ojos de Dios”, no consigue la verdadera “rehabilitación” o “condición de justo” porque se fía exclusivamente de sí mismo. La parábola no se contenta con reseñar la reacción de Jesús frente a dos tipos de religiosidad judía, sino que es una nueva manifestación de su actitud con respecto a los representantes de dos estratos sociales —“fariseos”, “recaudadores”— del judaísmo palestinense de su tiempo. Cf. Lc 5.29-32; 7.36-50.[5]


Esta oración es resultado de una espiritualidad soberbia, autocomplaciente, completamente ligada al legalismo que no es capaz de superar y en la que el sujeto se ve a sí mismo como el centro de todo, sin considerar que su obediencia de la ley era apenas un paso y que compararse con los demás no es la vía para el constante encuentro con Dios. La frase: “No soy comos demás” es eco de un texto del Talmud y recuerda también la famosa oración masculina: “Bendito seas, Dios, Señor del universo, porque no me hiciste gentil, mujer, ni esclavo”.

 

El publicano sólo pidió compasión por sus pecados (vv. 13-14)

Por su parte, y el texto destaca el marcado contraste, el cobrador de impuestos ni siquiera se acercaba y no se atrevió “a levantar la mirada al cielo mientras oraba”, sino que se golpeaba en señal de dolor y arrepentimiento, mientras decía: “Oh Dios, ten compasión de mí, porque soy un pecador” (13). Se trataba, pues, de una oración de confesión (o penitencia) mediante la cual encontró “el restablecimiento de su justicia, la condición de ‘justo’, que es exactamente lo que pretendía el fariseo con su rechazo del latrocinio, del adulterio, de la iniquidad y con su observancia de los ayunos y los diezmos”.[6] Si el fariseo es un auténtico fanfarrón (o “echador”), pues al orar sólo piensa en sí mismo, “el publicano intenta comunicarse con Dios y pide clemencia, consciente de su pecado”.[7] Como bien planteaban algunos textos de Qumran: “¿De qué puede enorgullecerse ante Dios un pobre ‘pecador’?”.[8]

 

El v. 14a es importante porque puede constituir un indicio de que la doctrina neotestamentaria sobre la “justificación” no es mero fruto de reflexiones teológicas posteriores, sino que hunde sus raíces en la enseñanza del Maestro e incluso en su actitud personal frente a las corrientes pietísticas de su época. “Justo”, verdaderamente “justo”, a los ojos de Dios no es el que cumple las observancias, sino el que, fiándose de la misericordia divina, reconoce su propia limitación y confiesa sinceramente su pecado. Por consiguiente, “la doctrina paulina sobre la justificación tiene sus más profundas raíces en la enseñanza de Jesús” (J. Jeremías, Las parábolas de Jesús).[9]

 

“El hombre se golpea el pecho, olvida del todo dónde está; el dolor le abruma, porque está tan lejos de Dios. Su situación y la de su familia es de hecho desesperada. Pues, para hacer penitencia, no sólo debe abandonar su vida pecadora, es decir, su profesión, sino también reparar: que consistía en la restitución de la cantidad defraudada, aumentada en una quinta parte. ¿Cómo puede saber a quién ha robado todo? No sólo su situación. sino también su petición de misericordia es desesperada”.[10] La conclusión del Señor es muy clara y apunta hacia la declaración de justicia para todo aquel/la que sinceramente se presenta delante de Dios mediante una oración sincera y transparente.

 

Conclusión

La exhortación final del Señor, un auténtico proverbio (“Pues los que se exaltan a sí mismos serán humillados, y los que se humillan serán exaltados", 14b; Ez 21.26; Lc 14.11), “con su forma generalizante, rebasa las fronteras de los destinatarios directos de la parábola y la abre a las sucesivas generaciones; lo que era llamada a los contemporáneos se hace invitación al discípulo. El mensaje deja traslucir que el seguidor de Cristo debe identificarse con el recaudador más bien que con el fariseo. Pero no hay que hacerse ilusiones; por grande que sea nuestra voluntad de identificarnos con el recaudador, siempre nos quedará un reducto donde, en el fondo, seguiremos siendo fariseos”.[11]

 

La parábola da testimonio del pensamiento de Jesús sobre esa búsqueda afanosa de la propia justicia. La auténtica rectitud moral, en su dimensión religiosa, no se obtiene por una autocomplacencia en los propios logros o por una vana confianza en las propias posibilidades; ni el rechazo de lo prohibido ni la observancia de lo mandado —sean las leyes de Moisés o las ridículas prescripciones de los fariseos— dan derecho a una “justificación” que sólo puede provenir de la misericordia de Dios.[12]



[1] J.A. Fitzmyer, El evangelio según Lucas. III. Traducción y comentario. Capítulos 8,22-18,14. Madrid, Ediciones Cristiandad, 1997, p. 856.

[2] Ibid., p. 859.

[3] Ídem.

[4] Ídem.

[5] Ibid., pp. 856-857.

[6] Ibid., p. 856.

[7] Oscar Cullmann, La oración en el Nuevo Testamento. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1999, p. 50.

[8] J.A. Fitzmyer, op. cit., p. 865

[9] Ibid., p. 857. Énfasis agregado.

[10] Joachim Jeremias, Las parábolas de Jesús. Estella, Verbo Divino, 1974, p. 176.

[11] Ibid., p. 858. Énfasis agregado.

[12] Ibid., p. 857.

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