Por lo tanto, acérquense a Jesucristo, pues él es la piedra viva que la gente despreció, pero que Dios eligió como la piedra más valiosa. Además, ustedes son sacerdotes especiales, y por medio de Jesucristo le ofrecerán a Dios los sacrificios que a él le agradan.
I Pedro 2.5-6, Traducción en Lenguaje Actual
Trasfondo
La
recuperación bíblica, doctrinal y teológica que representaron los movimientos
de reforma del siglo XVI produjo algunos resultados inmediatos y otros a
mediano y largo plazo, como es comprensible. Además de la libre lectura e
interpretación de la Biblia, se llevó a cabo una profunda transformación de la
vida eclesial al intentar la superación del clericalismo y la división entre
cristianos dedicados (o profesionales), consagrados a la fe, y los no dedicados
(los laicos), que no se consagraban a la vida religiosa. Esta modificación
resultaría trascendental para la vida y misión de las comunidades de fe, puesto
que condujo al redescubrimiento de la realidad comunitaria transmitida por el
Nuevo Testamento y especialmente por el apóstol Pedro: que cada creyente es una
“piedra viva” del edificio que es la iglesia y además un “sacerdote especial” o
santo. Estamos delante de la gran afirmación del “sacerdocio universal de las y
los creyentes”, hombres y mujeres, es decir, la posibilidad de que la iglesia
sea efectivamente una comunidad horizontal sin distinciones de rangos, poder o
autoridad. Con ello se estaba intentando hacer posible el viejo sueño de un
pueblo en el que las vocaciones propiciadas por el Espíritu se desarrollaran
según la voluntad divina. Además, la Reforma privilegió ampliamente la doctrina
de Cristo a fin de superar cualquier otra forma de mediación (los santos) para acceder
a la salvación.
El alimento espiritual óptimo para el crecimiento
(vv. 1-3)
La
intención del apóstol Pedro fu estimular a los creyentes a practicar una vida
consecuente con la recepción del mensaje de Jesucristo. Esto es, dejar de hacer
lo malo, no mentir, no ser envidiosos y no propagar rumores (v. 1). La
contraparte de todo eso es, precisamente, la búsqueda de lo bueno y edificante
(2a), además de la “leche espiritual no adulterada” (2b) que no puede ser más
que la Palabra divina (la “leche de la Palabra” [espiritual, logikon] no
adulterada) que buscan ansiosamente quienes son como “niños recién nacidos”.
Sobre ella, las dos cartas del apóstol son bastante explícitas, pues se
refieren a ella en su relación con la tarea profética (II P 2.19-21) y en su
sentido de apelación a la realidad presente para vivir en la obediencia de la
voluntad divina.
La
Primera de Pedro enfatiza continuamente el significado de la palabra —mejor
dicho, del diálogo con Dios— para la constitución de la existencia del “recién
procreado”. Así, en 1.14ss la epikalein [“invocación”] de los tekna jupakoes
[“hijos de obediencia”] corresponde al kalein [“llamado”] divino, los
creyentes nacen de nuevo a través de la palabra divina (1.23-25), se alimentan
con “leche de palabra” (2.2), y en consecuencia pueden dar una apología (es
decir, palabra de respuesta) a los incrédulos que preguntan acerca de su logos
(es decir, razón o palabra) por la “esperanza que hay en vosotros” (3.15), así
como, en cambio, los no cristianos se definen por el hecho de que no confían en
la palabra (cf. 2.8; 3.1). […]
La
comparación de los cristianos con los niños lactantes sólo se encuentra aquí en
el Nuevo Testamento. Precisamente allí, donde se enfatiza la responsabilidad de
los creyentes de cumplir con el nuevo nacimiento a través de una nueva
orientación ética, se subraya al mismo tiempo su dependencia de Dios (en el
contexto antiguo, una metáfora bastante provocativa); enfatiza que volverse
nuevos sólo puede tener lugar cuando los creyentes son continuamente “nutridos”
por Dios, y eso es, de hecho, con esa “palabra-leche”.[1]
Un sacerdocio especial como parte del pueblo de Dios
(vv. 4-5)
Si
Jesús es la “piedra viva” elegida por Dios a la que hay que acercarse (4b),
ahora se trataba de “entrar en la construcción” de la “casa espiritual” de
Dios, del edificio de la fe que el Señor está construyendo. “Esta ‘casa’ es
llamada espiritual, no ya en sentido figurado, sino en el sentido fuerte de que
habita en ella el Espíritu Santo (compárese con I Cor 3.16). Aunque Pedro se
muestra bastante discreto sobre la función del Espíritu, vemos aquí que la
presentación de los sacrificios a Dios no puede hacerse más que bajo su impulso”.[2] Ésa
es la raíz del nuevo “sacerdocio santo” (v. 5) que ofrecerá por medio de
Jesucristo los sacrificios que le agradan a Dios y de la doctrina evangélica
del “sacerdocio universal de todos los creyentes” que Lutero expuso tan
brillantemente en el documento de 1520, A la nobleza cristiana de la nación
alemana: “Del mismo modo, los que ahora se llaman eclesiásticos o
sacerdotes, obispos o papas, no se distinguen de los demás cristianos más
amplia y dignamente que por el hecho de que deben administrar la palabra de
Dios y los sacramentos. Esta es su obra y función. […] No obstante, todos son
igualmente sacerdotes y obispos ordenados, y cada cual con su función u obra
útil y servicial al otro, de modo que de varias obras, todas están dirigidas
hacía una comunidad para favorecer al cuerpo y al alma, lo mismo que los
miembros del cuerpo todos sirven el uno al otro”.[3] El v. 9 llevará
la afirmación al clímax.
Esta doctrina, expresión de un ideal largamente acariciado, es una de las grandes aportaciones de la Reforma por su capacidad transformadora: “…el sacerdocio universal es una afirmación central de la reforma tanto luterana, como calviniana, y que esta concepción hace sacerdotes a todos por el bautismo es una aportación revolucionaria: se trastornó la economía del poder en los grupos religiosos y entregar derechos importantes a los laicos, pues la distinción misma clero-laicos es puesta en duda. No solamente el protestantismo rechazó el magisterio romano sino que rechazó también dejar la Iglesia en manos de unos clérigos que tienen el poder exclusivo de decidir…”.[4]
La preeminencia de Jesús por sobre todas las cosas
(vv. 6-8)
El principio protestante que afirma “Sólo Cristo” se estableció por encima de cualquier creencia o dogma que estableciera la necesidad de una mediación adicional a la del Señor. Pedro se basa en Isaías 28, el Salmo 118 e Isaías 8 para fundamentar las bases de una sólida cristología, sin olvidar las contradicciones (v. 7), a partir de la imagen de la piedra establecida por Dios para construir el edificio de su plan: “Por tanto, el autor de 1 Pedro transmite aquí una tradición cristiana primitiva. Sobre la base de la relación previamente establecida de los cristianos como ‘piedras vivas’ con Cristo como ‘piedra viva’, ahora, con la declaración cristológica, puede emprender al mismo tiempo la determinación del lugar de la comunidad en el mundo”.[5] La preeminencia de Jesucristo como “piedra principal” (v. 7b) es la razón de ser de todo lo que la iglesia es y, al mismo tiempo, la piedra de tropiezo en la que caerán muchos (skandálou, 8).
Conclusión
Esta
manera de radicalizar la Reforma en la vida de la comunidad permitió que cada
creyente alcanzara una gran autoestima en relación con su lugar en la iglesia
al afirmar que ningún papa, cardenal u obispo podría usurpar el lugar de los
llamados “laicos” como fuerza viva de la existencia eclesial, tal como se había
anhelado desde siglos atrás. La primacía de la Palabra divina, el sacerdocio
universal de los creyentes y la afirmación central de Jesucristo como Señor de
la iglesia y del mundo son elementos completamente vigentes de la
transformación que deben anunciar y experimentar las iglesias protestantes.
[1] Reinhard
Feldmeier, The First Letter of Peter. A
commentary on the greek text. Waco,
Universidad de Baylor, 2008, p. 63, nota 6, p.126. Versión propia.
[2] E. Cothenet, Las cartas de Pedro. Estella, Verbo
Divino, 1984 (Cuadernos bíblicos, 47), p. 24.
[3]
M. Lutero, “A la nobleza cristiana de la nación alemana”, en Escritos
reformistas de 1520. México, SEP, 1988 (Cien del mundo), pp. 33-34.
[4]
Jean Beaubérot y Jean-Paul Willaime, “Ministerio y sacerdocio universal”,
en ABC du protestantisme. Ginebra, Labor et Fides, 1990, p. 121. Versión
propia.
[5] R. Feldmeier, op.
cit., p. 137.
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