Puerta
de la Iglesia de Wittenberg con las 95 tesis esculpidas
31 de octubre, 2021
DIV Aniversario de la Reforma Protestante
El don de Dios no puede compararse con el pecado de Adán, porque por un solo pecado vino la condenación, pero el don de Dios vino por muchas transgresiones para justificación. Romanos 5.16, Reina-Valera Contemporánea
Me sentí acuciado por un deseo extraño de conocer a Pablo en la Carta a los Romanos. Mi dificultad estribaba entonces no en la entraña de ella sino en una sola palabra que se halla en el capítulo primero: “La justicia de Dios está revelada en él (en el evangelio)”. Odiaba la expresión “justicia divina” que siempre había aceptado, siguiendo el uso y costumbre de todos los doctores, en un sentido filológico de llamada justicia formal y activa, en virtud de la cual Dios es justo y castiga a los pecadores. Martín Lutero, prólogo a la edición latina de sus obras (1545)
Trasfondo
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ablar del esfuerzo y la lucha de los reformadores (y
las reformadoras, también, porque vaya que las hubo y muy activas) a fin de
transformar las conciencias y las mentalidades de su época para conseguir la
recuperación del primado de la gracia justificadora en el mundo debe significar
mucho para nosotros hoy, que ya disfrutamos de ese gran logro para nuestra vida
y nuestra fe. Acercarnos a los momentos fundadores de la fe bíblica y
protestante puede producirnos una enorme emoción y reconocimiento de la obra de
Dios en esas vidas consagradas a obtener una nueva visión de la salvación, de
la existencia y de la misión. Pero, más aún, replantearnos hoy, 504 años
después de esas gestas gloriosas, la forma en que sigue impactando el
descubrimiento libertador de Lutero, es decir, la inutilidad absoluta de las
obras para ser salvos y la superioridad total de la justicia obtenida mediante
la fe, nos permite unirnos a esta afirmación que, desde Francia, en voz de
Laurent Gagnebin y Raphaël Picon, en un volumen de título impactante (El
protestantismo, la fe insumisa) llega hasta nosotros con una fuerza
inusitada:
Los reformadores: Lutero,
Zwinglio, Calvino, Bucero, Farel y otro más, por unanimidad compartieron la
convicción que ahora resuena en el corazón del protestantismo: ¡sólo Dios nos
puede llevar a Dios! Ninguna
institución eclesiástica, ningún papa, ningún clérigo nos puede conducir a él:
porque, en primer lugar, Dios es quien viene a nuestro encuentro. Ninguna
confesión de fe, ningún compromiso en la Iglesia, ninguna acción humana nos
puede atraer la benevolencia de Dios: sólo su gracia nos salva. Ningún dogma,
ninguna predicación, ninguna confesión de fe pueden hacernos conocer a Dios:
sólo su Palabra nos lo revela. Dios no está sujeto a ninguna transacción
posible, su gracia excede cualquier posibilidad de intercambio y reciprocidad.
En el protestantismo, Dios es precisamente Dios en la medida en que nos precede
y permanece libre ante cualquier forma de sumisión.[1]
1. De la enemistad total a la reconciliación
absoluta (vv. 6-11)
Luego de obtener las conclusiones
directas de la justificación (“El que es justo por la fe vivirá. ¿Qué
significa esto en detalle? Fijemos ahora nuestra atención en las respuestas que
Pablo da a esta pregunta. La primera es ésta: vivirá libre de la ira de
Dios”[2]),
Pablo se ocupa en Ro 5.6-11 de hacer una reconstrucción de la cronología
teológica de la salvación a partir de la imagen de la “debilidad” de los
pecadores por quienes Cristo murió (6) y reflexiona sobre la dificultad de que
alguien muera, incluso por un justo (7). La gran paradoja consiste en que,
contra toda lógica en ese sentido, Dios permitió que su Hijo muriera por los
pecadores, contra toda condena (8). De ahí surge una inmensa
profundización, paradójica también: “Con mucha más razón, ahora que ya hemos
sido justificados en su sangre, seremos salvados del castigo por medio de él”
(9). La enemistad con Dios ha sido ampliamente superada y la reconciliación con
Él se ha impuesto por la mediación de su Hijo (10a). Siendo enemigos ya
habíamos alcanzado la reconciliación unilateralmente por parte suya; ya
reconciliados, la vida es el beneficio de la salvación (10b). La alegría que
brota de todo ello es por causa de la realidad inequívoca de la reconciliación
(11); katallagé, término profano, define la acción divina “que precede a
todo obrar humano. Ese obrar humano, aun la penitencia y la confesión de los
pecados, no es, pues, una actuación del hombre que provoca la reconciliación y
a la que Dios ‘reacciona’, sino que más bien ocurre al revés: es ‘reacción’ del
hombre, necesaria y exigida como tal”.[3]
La raíz griega de la
palabra reconciliación encierra efectivamente la idea de un cambio total de situación
Como aquellos antiguos esclavos y libertos de ayer que, después del decreto de
reconciliación emitido por Julio César cuando la reconstrucción completa de Corinto,
empiezan una nueva vida de ciudadanos. En este nuevo contexto, la palabra reconciliación,
no valorizada religiosamente hasta entonces en el helenismo, adquiere ahora en
Pablo una resonancia nueva, a la vez social y moral más que una Simple reconciliación
“moral” después de algunas discrepancias con los amigos e Incluso con Dios, se
trata aquí de una vida que se reanuda en un nuevo contexto (cf. primero en
Corinto en 2 Cor 5.18-20). En una palabra, si el motivo de la justificación
alude más bien a un paso y a una relación nueva puesta primeramente por Dios,
el de la reconciliación evoca la idea de una reconstrucción y recreación (Rom
11.15).[4]
2. Superar el esquema impuesto por Adán gracias al
Salvador (vv. 12-16)
En la siguiente sección, Pablo
plantea el paralelismo entre Adán y Cristo: el pecado del primer ser humano
trajo la muerte a todos los demás, por cuanto éstos siguieron la tendencia
pecaminosa (12). El pecado entró al mundo como un principio vital aceptado por
muchos seres humanos (13a) y su relación con la ley es contradictoria, aun
cuando si no hay ley, no se considera como tal (13b). La muerte se impuso desde
Adán hasta Moisés incluso para quienes no pecaron igual que el primer hombre
(14a), figura y anuncio (antitipo) de quien vendría a resolver el dilema (14b).
El dualismo de Adán y
Cristo, mundo viejo y mundo nuevo, no es metafísico, sino dialéctico. Existe
sólo aboliéndose a sí mismo. Es el dualismo de un movimiento, de un
re-conocimiento, de un camino que va de aquí a allá. […] La realidad viviente
de ambos polos opuestos es la necesidad con la que ellos apuntan a Dios como su
origen y meta. Pero esta necesidad divina empuja de la culpa y el sino a la
reconciliación y a la redención. Porque la crisis de muerte y resurrección, la
crisis de la fe, es el giro del No divino al Sí divino, y nunca a la vez
también lo inverso. Por tanto, hay que considerar y comentar aún que la
pragmática invisible del mundo nuevo es, en su forma, la misma que la del mundo
viejo, pero que no es la misma en su significado y fuerza, sino la
absolutamente superior, la contrapuesta.[5]
De ahí parte Pablo para una
importante constatación: “el pecado de Adán no puede compararse con el don de
Dios” (15a), como si alguien se atreviera a suponerlo. Eso es parte del gran
descubrimiento de Lutero: “…si por el pecado de un solo hombre muchos murieron,
la gracia y el don que Dios nos dio por medio de un solo hombre, Jesucristo,
abundaron para el bien de muchos” (15b). Atisbar la gracia divina de esta
manera es lo que ha hecho decir al teólogo cubano Reinerio Arce:
El protestante no engaña a
nadie. Al reconocerse pecador, un pecador accidental, es honesto hasta consigo
mismo. Sabe que vive en un orden social en cuyo seno existe el pecado. Pero
sabe también que puede luchar contra las fuerzas del pecado, contra las
manifestaciones del pecado. Sólo debe insistir, trabajar para obedecer la
voluntad divina. Ése es el camino. A pesar de ser como es, cuenta con algo a su
favor: Dios lo ama y lo incorpora. A través de su Espíritu, Dios le da la
oportunidad de luchar contra el pecado. Dios, que es poder, que es todopoderoso
y, por eso, soberano. […] De hecho, una de las cosas que más fuerzas le da es
reconocer que vive por la gracia de Dios, así como tener plena confianza en el
poder de Dios y en el poder final de la verdad.[6]
Hay un gran desfase entre ambas realidades, la
positiva y la negativa: el don de Dios no es comparable al llamado “pecado
original” (16a), dado que hay una auténtica inversión de términos, en la que
aflora gloriosamente el regalo divino de la justificación: un solo pecado
acarreó la condenación y lo que ha entregado Dios aconteció por muchas desobediencias
a fin de ganar la justificación de los pecadores (16b). Adán y Cristo
representan dos eones, dos etapas: “cada cual es la cabeza de su era. Adán es
la cabeza del antiguo eón, de la era de la muerte; Cristo es el jefe del
nuevo eón, de la edad de la vida”.[7]
Conclusión
El
descubrimiento revolucionario y libertador de Lutero es de dimensiones
colosales: la justificación y la reconciliación son posibles por causa de la
gracia manifestada en Cristo, quien se impuso sobre las fuerzas del pecado y de
la muerte a fin de traer vida y salvación para todos los escogidos. El orden de
salvación está determinado por lo que se puede denominar el triunfo de la
gracia divina sobre esas fuerzas negativas opresoras. El esfuerzo de las
reformas religiosas consistió en dar a conocer esa victoria de una manera
nueva.
[1] L. Gagnebin y R. Picon, Le
protestantisme, la foi insoumise. París, Flammarion, 2000, pp. 9-10. Énfasis
agregado.
[2]
Anders Nygren, La epístola a los Romanos. Buenos Aires, La Aurora, 1969, p. 160.
Énfasis original.
[3] H. Vorländer,
“Reconciliación”, en L. Coenen et al., dirs., Diccionario teológico del Nuevo
testamento. IV. 2ª ed.
Salamanca, Ediciones Sígueme, 1990, p. 42.
[4] Charles
Perrot, La carta a los
Romanos. Estella,
Verbo Divino, 1989 (Cuadernos bíblicos, 65), p. 33.
[5] K. Barth, Carta a los Romanos. Madrid,
Biblioteca de Autores Cristianos, 1998, p. 232.
[6]
R. Arce, “La mentalidad teológica del
protestante”, en Caminos, 23 de octubre
de 2013, https://revista.ecaminos.org.
[7]
A. Nygren, op. cit., p. 176.