miércoles, 29 de junio de 2022

Una iglesia saludable: propósito central de la existencia de la comunidad (Mateo 25.14-30), Rev. Dr. José Alcántara Mejía

26 de junio de 2022

1. ¿Cómo acercarse al texto que hemos escuchado?

Las parábolas de Jesús son tal vez los textos más sorprendentes porque se prestan a una gran variedad de lecturas. La que nos ocupa hoy ha sido utilizada para respaldar una “teología de la prosperidad” que promueve el capitalismo neoliberal, y no son pocos los manuales empresariales que recurren a ella como un modelo de sabiduría económica. Y, por supuesto, se utiliza frecuentemente para hablar de la multiplicación de los recursos y el crecimiento numérico de la Iglesia.

¿Pero cuál sería una lectura bíblicamente correcta de esta parábola? Para responder a ello necesitamos comenzar señalando que el todo es lo que da sentido a las partes. Este es un axioma válido para cualquier escrito que es parte de un texto mayor, sea un fragmento de una novela, un poema o un manual científico.

Mas la Biblia no es cualquier texto, es el espacio en que se revela la Palabra de Dios. Una Palabra y su revelación que ha estado presente como una constante a lo largo de toda la Biblia. Por ello la Biblia es consistente consigo misma de principio a fin y por ello la revelación de la Palabra no se encuentra sólo en un fragmento sino en toda la Biblia.

En el texto que nos ocupa, de no seguir este acercamiento el sentido de la parábola es trivializado hasta llegar a interpretaciones completamente contraria a su sentido correcto.

Así que lo quiero hacer es empezar por señalando aquella totalidad narrativa de la cual la parábola es una parte y, desde ahí, tratar de comprender su sentido legítimo. Y esto, espero, nos llevaría a al objeto de mi predicación: ¿Qué es una iglesia saludable y cuál es la razón de su existencia, en particular en vista de la celebración del aniversario de esta comunidad?

 

2. El contexto bíblico para comprender la parábola

Espero que concordemos en que la Biblia mantiene una narrativa consistente lo largo de todos sus textos. Una narrativa que afirma desde el principio que la naturaleza del ser humano radica en haber sido creado a imagen y semejanza de Dios, cuyo propósito y sentido de su vida es conformar un pueblo, una comunidad, cuyo fin es cuidar y labrar la tierra, es decir, la Creación misma y todos sus componentes, incluyendo el mismo ser humano.

Pero también desde el principio la Biblia nos deja con una interrogante ¿Qué significa ser imagen y semejanza de Dios? La Biblia nos lleva entonces al acontecimiento específico en que Dios mismo revela su Gloria a Moisés, es decir, su carácter, que es lo que quiere decir la palabra gloria en Éxodo 34: 6-7 Dios se declara.

 

¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta generación.

 

A pesar de que los teólogos posteriores añadieron innumerables atributos a Dios, lo cierto es que Dios mismo sólo revela dos cosas de sí mismo: Su compasión y su justicia. Este es su carácter, de tal manera que todo lo demás que queramos decir sobre Dios no es más que especulación.

Dios es amor, nos dice Juan en su primera carta, haciendo eco de la revelación ante Moisés, y añade más adelante “¿Cómo se puede amar a Dios a quien no ves y no a tu hermano al que si ves?”. Pues el amor de Dios y su justicia son indisolubles, y el amor a Dios sin la práctica de la justicia es hipocresía.

De esta manera, sobre la pregunta de la identidad primigenia del ser humano, la Biblia también lo deja claro desde el principio. Tenemos el carácter de Dios, su compasión y su justicia, ambas indispensables para cuidar y labrar la tierra y a los seres vivientes, incluyendo al prójimo y especial al más vulnerable.

Esta es la constante imprescindible de toda la historia bíblica del Antiguo Testamento. Jesús mismo lo atestigua en su predicación y su obra. Pero en él queda claro que esto es absolutamente sólo por la Gracia de Dios, y esto se convierte en el mensaje central de Evangelio que los apóstoles desarrollan en los evangelios y sus propios escritos.

Entendemos pues que el carácter de Dios es un don otorgado a todas las personas sin distinción de ningún tipo, es el tesoro guardado en el cuerpo de barro del ser humano, de ese polvo en el que el Espíritu Divino insufló su propio carácter para que fuera un ser consciente de su identidad y de la razón de ser de su existencia.

Poseemos, pues, el carácter de Dios, su justicia y su compasión; esta es nuestra identidad, y el propósito de nuestra vida es precisamente ser lo que somo, ejercer lo que somos, ser justos y compasivos, ser Santos como Dios es santo.

 

3. El contraste: la injusticia y la impiedad del mundo

Desde luego, hay otra parte de la narración bíblica que cuenta cómo este ser humano quiso añadir algo a lo que ya era: el conocimiento del bien y del mal, a pesar de la advertencia divina de que no lo hiciera. Una advertencia tan clara como cuando le decimos a nuestra hija o hijo: si metes la mano en el fuego, te vas a quemar, te va a doler muchísimo y te quedará una cicatriz horrible que te acompañará toda la vida y que se llama el permanente temor a la muerte.

Y sí, el hombre y la mujer cedieron a la tentación de adquirir el conocimiento del bien y del mal; y sí, comenzaron a utilizarlo para dividir el mundo entre lo que es bueno y lo que es malo según su propio criterio, es decir, con el criterio de que lo malo es lo que no soy yo y lo bueno lo que si soy yo. El conocimiento del bien y del mal fue la excusa para la discriminación, el racismo, la marginación, la violencia, la mentira, la explotación de unos por los otros, etc., en fin injusticia e impiedad. 

El ser humano primigenio que no conocía el bien y el mal sólo conocía la justicia y el amor, y su criterio sólo podía ser ¿es esto justo, es un acto de amor? No había necesidad del bien y del mal porque ya se tenía el carácter de Dios. El teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer lo resume de esta manera: “Quien tiene a Dios no conoce ni necesitaría saber del bien y el más, sólo conoce a Dios”.

Así que podemos decir que esto que llamamos la caída resultó en la invención del bien y del mal, de una moralidad hipócrita, de una excusa para evadir la responsabilidad propia culpando al otro, de una ley para oprimir a los más vulnerables y exaltar a los poderosos. Eso que llamamos pecado es simplemente egoísmo, es someterse al instinto de sobrevivencia, a la ley del más fuerte, a vivir siempre con el temor de que alguien más me aplaste y por tanto yo debo aplastarlo primero, rechazando la autoconciencia de la justicia y el amor que nos hace verdaderamente humanos para convertirnos en entes puramente biológicos.

Desde luego, la verdadera identidad del ser humano permaneció en él, pero fue cubierta por la máscara de la falsa identidad, que eso quiere decir hipócrita, una máscara que seguimos llevando y que nos impide reconocernos a nosotros mismos como lo que realmente somos, como Dios nos ve, como sus hijas e hijos amados.

La narrativa bíblica nos muestra entonces que esa es la historia que la humanidad se ha construido, pero a la vez afirma una y otra vez que esa historia no refleja lo que realmente somos sino lo que continuamos fingiendo ser.  La historia bíblica muestra las persistencia de Dios, la fidelidad de Dios a su propia imagen y semejanza, en el llamado de personajes clave de la historia divina, de un pueblo que sería diferente a los otros pueblos, y finalmente, en un hombre que sería el mimo Dios encarnado para mostrar cual era la verdadera identidad humana: Jesús de Nazareth, llamado a ser el Mesías.

 

4. Las buenas nuevas del Reino de Dios

Pero la caída no es el mensaje más importante de la biblia. Esto es sólo el trasfondo que hace que el Evangelio sea tan importante y poderoso en la redención de la identidad humana. Por eso somos llamados a proclamarlo a los cuatro vientos 

En Mateo, Jesús comienza su ministerio anunciando que nosotros somos la luz del mundo y la sal de la tierra, y nos llama a buscar primeramente el reino de Dios y su justicia, es decir, a recuperar nuestra identidad primigenia siguiéndole a él como la encarnación de Dios, de ese amor y esa justicia que nos lleva a descubrir y a transformarnos en lo que realmente somos: hijas e hijos de Dios. Él mismo muestra a lo largo de su vida lo que esto significa, con sus palabras y sus acciones, de tal manera que cuando llegamos a la parábola de los talentos no debería quedar duda de que es aquello a lo que ésta se refiere. Es el final del ministerio terreno de Jesús, y la urgencia de que los discípulos comprendan plenamente lo que tienen demanda un llamado de atención. ¿Se han dado cuenta por qué los he llamado? ¿Saben cuál es su misión en la tierra? ¿Comprenden en qué consiste su identidad y el don que Dios les ha dado para realizar esa identidad y esa misión?

 

El reino de los cielos es como un hombre que dio talentos a tres siervos para ver qué hacían con ellos mientras él estaba lejos. Los talentos eran un regalo, entregado sin ninguna condición, pero con una expectativa de que los siervos los usaran, los invirtieran, los multiplicaran. Uno podría decir que los talentos eran ellos mismos, porque su manera de usarlos iba a mostrar su verdadero carácter.

En la parábola, el hombre que se va, sólo puede ser Jesús mismo.  Jesús ha sido para los discípulos y para nosotros el paradigma por excelencia de la verdadera identidad humana, la imagen y semejanza de Dios, y lo muestra una y otra vez en su obra y en su enseñanza.  Él es nuestro referente concreto de lo que podríamos ser si aceptáramos ser lo que realmente somos y no la máscara que nos hemos puesto los unos a los otros. Por ello los evangelistas escriben el Evangelio, para mostrarnos quienes somos en Jesús. Y por eso el encargo del hombre a sus siervos, porque no los considera siervos sino personas responsables que sabrán que hacer con el don recibido. De ahí que su encargo es por su inminente partida, pero también por su inevitable regreso. Y en este periodo de tiempo histórico, el deja a los siervos con una misión.

Si comprendemos esto entenderemos que los talentos de nuestra parábola no tienen que ver para nada con inversiones o intereses, con dinero o con la creación de capital, sino con la compasión y la justicia con la que hemos recibido como imagen de Dios y la pregunta inevitable es ¿qué estás haciendo con eso?

Como hemos visto, el trasfondo de la narrativa bíblica invita a la pregunta y a una respuesta. ¿Qué se espera entonces que hagamos? Es obvio ¿no? Usarlo, multiplicarlo, hacer que rinda fruto, que todo mundo. ¿Y si los talentos son el reino de Dios y su justicia y su compasión? Pues que se manifieste que la justicia y la compasión es una realidad, que puede multiplicarse y rendir fruto, a la vez, mostrar que las mentiras del mundo son precisamente eso, mentiras. Que lo que calificamos como bien y mal es una parodia de la verdadera justicia y el amor, y que sólo sirve para crear temor y con ello, someternos a los poderes del mundo.

Hemos recibido un tesoro, pero lo tenemos en ollas de barro, como nos dice Pablo en segunda de Corintios. Creo que todos somos conscientes de los tiempos en que vivimos, que no son diferentes a otros tiempos, sólo que ahora los padecemos nosotros en carne propia, en este contenedor frágil de barro que puede quebrarse en cualquier momento, y eso nos atemoriza y nos angustia. Una pandemia, la corrupción política rampante, la desigualdad y la discriminación que se agudiza y polariza a la sociedad, la violencia, el aumento incontrolado de la desigualdad económica y, por tanto, de la pobreza y el egoísmo. Y todo esto afecta la salud social, espiritual, psicológica, que toca aún a las comunidades de fe.

 

CONCLUSIÓN

Una iglesia saludable, una iglesia que manifiesta el amor y la justicia de Dios

La parábola nos recuerda, sin embargo, que tenemos algo que se nos ha sido dado desde el principio, de tal manera que es el momento de considerar ¿y qué hacemos con ello? La respuesta está a la vista. Puedes ponerlo a trabajar, o puedes enterrarlo por temor y vivir angustiado.  Me gustaría pensar que la iglesia, esta iglesia, es y será una comunidad saludable en la medida en que busque primeramente el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás será añadido. Debe ser la luz del mundo, la sal de la tierra, en fin, debe invertir y multiplicar lo que ya tiene desde el principio.  Y continuará siendo saludable también en la medida en que lleve constantemente su razón de ser, cuidar y labrar la tierra para los demás.

“Y todo lo demás será añadido”: la tranquilidad material y espiritual, la satisfacción, la alegría, el gozo de ver y experimentar la realización de la justicia y el amor en nosotros y entre nosotros y nosotras. Y entonces la oración, nuestro culto, nuestra alabanza, nuestra vida comunitaria, será más significativa y enriquecedora no sólo para nosotros sino para todos aquellos que comiencen a buscar primeramente el reino de Dios y su Justicia, y descubran los talentos que ya tienen, y se unan y se multipliquen.

Mi experiencia de esta comunidad a través de los años que he tenido la bendición de conocerla es que es una iglesia saludable y con un propósito evidente.  Lo sé por las amigos y amigos con los que he compartido. Y espero, por la gracia de Dios, que esto siga avanzando durante muchos años y varias generaciones, porque para ello fue creada, para diseminar su amor y su justicia.

Éste es el talento, el regalo, la Gracias de Dios dada a todos los seres humanos sin distinción ni discriminación, el don de la verdadera humanidad, el don que da sentido y propósito a la vida. 

Y la Gracia de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo sea con ustedes ahora y siempre. 

El Señor nos bendiga y nos guarde.

El Señor haga resplandecer su rostro sobre nosotros

Y tenga compasión de nosotros.

El Seños con vea con favor y nos de la paz. Amén.

jueves, 16 de junio de 2022

Arraigarse en la comunidad de fe: vida y presente de la iglesia (Mateo 18.10-22), Pbro. Leopoldo Cervantes-Ortiz

19 de junio, 2022

Del mismo modo, el Padre de ustedes, que está en los cielos, no quiere que se pierda ninguno de estos pequeños.

Mateo 18.14, Reina-Valera Contemporánea

Debemos dar gracias a Dios diariamente por la comunidad cristiana a la que pertenecemos. Aunque no tenga nada que ofrecernos, aunque sea pecadora y de fe vacilante, ¡qué importa! Pero si no hacemos más que quejarnos ante Dios por ser todo tan miserable, tan mezquino, tan poco conforme con lo que habíamos esperado, estamos impidiendo que Dios haga crecer nuestra comunidad, según la medida y riqueza que nos ha dado en Jesucristo.[1]

Dietrich Bonhoeffer 

Trasfondo

De manera unánime se ha reconocido que Mateo 18 es el cuarto discurso de este evangelio, el Discurso sobre la comunidad. Es necesario presentar un esquema para apreciar sólidamente el enfoque eclesiológico del texto, así como sus firmes énfasis al respecto.

 

1. El mayor en el Reino: ser como niños/as (vv. 1-5)

2. No escandalizar (tropezar) a los pequeños para entrar al Reino (vv. 6-9)

3. La oveja perdida: la pastoral absoluta del Señor (vv. 10-14)

4. Perdonar al hermano como parte de la vida comunitaria (vv. 15-22)

[Centro temático: acuerdo comunitario, presencia del Señor, vv. 19-20]

5. Los dos deudores: el primado de la gratuidad divina (vv. 23-35)

 

Dos son las enseñanzas fundamentales de este importante capítulo: el amor divino que afirma la gratuidad y la presencia del Señor en medio de la comunidad. Como señala Gustavo Gutiérrez: “De un amor que no se basa, en última instancia, en los méritos de las personas que lo reciben sino en la manera propia de ser de quien lo da. En el caso del servidor intolerante, en un amor que debería haber echado sus raíces en la gracia de que acaba de ser objeto”.[2] Y es que precisamente se trata de "echar raíces", de arraigarse en una comunidad de la manera más permanente posible, con un lugar bien definido y reconocible mediante el testimonio personal y la expresión del fruto de los dones recibidos por parte del Señor Jesús. Nadie en la iglesia escoge a sus hermanos/as, pues éstos son resultado de la elección de Dios.

En primer lugar, surgió la pregunta por quién es el mayor en el Reino, para responder lo cual llamó a un niño y lo puso en medio de ellos: lo más pequeño es lo más grande en esta perspectiva. En segundo, en la comunidad de fe se trata de no escandalizar a los más pequeños: “‘Pequeños’ (mikroi) es un término muy usado por Mateo; se trata de la gente sencilla que los ‘sabios e inteligentes’ menosprecian y tienen por ignorantes, pero a quienes Dios se revela complaciente” (cf. 11.25).[3] Escandalizarlos es un impedimento para entrar al Reino y para ello hay que tomar medidas radicales (18.6-9). Mirarlos así es ofender a Dios y actuar así destruye a la comunidad, es impedirles echar raíces en la comunidad.

 

La oveja perdida: la preocupación radical por quienes no tienen suficientes raíces (18.10-14)

Todo lo dicho hasta aquí es ilustrado impecablemente por la parábola de la oveja perdida. El animal extraviado, necesitado de ayuda, debe ser la primera preocupación del pastor, que hará muy bien en ir a buscarlo dejando momentáneamente a las 99 ovejas seguras. No se trata de números o de mayorías, sino más bien de necesidades y urgencias, subraya Gutiérrez. La oveja que se encuentra en peligro está en riesgo de desarraigarse. “Aquí no se habla de los pequeños en plural, uno solo es suficiente para motivar el comportamiento aludido. Cada persona tiene un valor decisivo. Otra expresión de la gratuidad, que esta vez impulsa, dejando el terreno seguro y conocido, a una búsqueda inquieta”.[4]

La parábola recuerda cuál debe ser la prioridad pastoral de la ecclesia: los pequeños. No solamente no hay que escandalizarlos, hay que ir en busca de ellos para que arraiguen en la comunidad. No se deben poner obstáculos en el camino de la gente sencilla, pues en ocasiones se hace eso y, encima, se les reprocha que no tengan suficientes raíces en la comunidad: ¡son inmaduros y volubles! Cuando sucede que han sido violentados en sus derechos y en su dignidad. La palabra del Señor sobre eso es sumamente enfática: “No es voluntad de su Padre celestial que se pierda uno solo de estos pequeños” (18.14). Porque la parábola tiene también un claro sentido misionero: aunque la Iglesia debe cuidar de los que están dentro de ella (con suficientes raíces), es imperativo, también, ir más allá de sus fronteras. La Iglesia es misionera y busca, con la ayuda de Dios, que esas raíces profundicen, porque Jesús es un “pastor universal”.


El perdón comunitario, muestra absoluta del favor divino (18.15-22)

La corrección fraterna es el tema de la siguiente sección, que afronta pastoralmente los conflictos entre hermanos/as. El círculo concéntrico se amplía progresivamente cuando se intenta resolver una diferencia u ofensa entre dos de ellos: “El tratamiento es detallado, sólo puede venir de una experiencia eclesial interna. La vida en comunidad no puede basarse en actitudes fáciles y componedoras. El amor cristiano rechaza el amiguismo que se traduce en una especie de coexistencia pacífica. Nada más lejos de una auténtica comunidad, ésta supone fraternidad, pero también exigencia mutua”.[5] El diálogo inicial debe ampliarse al resto de la comunidad si quien ha agraviado no acepta la corrección (18.15-17). Tal vez haya en esto una polémica en contra del rigorismo de la sinagoga judía. Al tú a tú inicial le debía seguir, eventualmente, la intervención de otros miembros de la comunidad, pues ese asunto debe comprometerlos, dado que ella misma está en cuestión. Gutiérrez aborda el tema de frente:

 

El v. 18 deja el esquema del procedimiento para el tratamiento de estos casos (que ha seguido una pauta de severidad creciente) y dar el fundamento de estas reglas disciplinarias: lo que se ate o desate en la tierra, lo será igualmente en el cielo. La actitud frente al hermano equivocado no es simplemente una cuestión de oportunidad, ni se limita a una opinión humana; es una exigencia que viene de lejos, ella expresa la vocación y el papel de la Iglesia en la historia humana. Se trata de una autoridad acordada a toda la Iglesia, pero de la que ella no puede hacer uso sino con delicadeza, persuasión y diálogo fraterno.[6]

 

Con esto se llega al corazón del capítulo: la presencia de Jesús en medio de la comunidad (vv. 19-20), que garantiza la certeza de que todo acuerdo y oración será concedido, y Él está presente realmente, allí donde haya dos o tres personas reunidas “en su nombre”: “Cristo es el corazón de la asamblea de los creyentes”. Es allí donde aparece el perdón reiterativo (21-22) como muestra y fruto máximo de la vida comunitaria. La pregunta sobre ello fue hecha en nombres de toda la comunidad creyente: perdonar sin descanso a fin de lograr que las personas arraiguen en la comunidad. El breve diálogo sobre el perdón precede a la parábola del siervo sin entrañas, porque la base del perdón continuo está en el amor gratuito de Dios que todos estamos llamados a poner por obra. 

Conclusión

 

El capítulo analizado revela un texto coherente, cuidadosamente construido y con un sabor a síntesis. No se entiende la vida de la comunidad sin la inmensa gratuidad del amor de Dios. Este es lo que le da su sentido y alcance. El acento puesto en ella al final y al inicio del capítulo configuran el marco en el que debe desarrollarse la vida de la Iglesia.

Fuera de ese amor gratuito ésta puede perderse en reglas de conducta puramente formales, distorsionarse en abusos de poder, vivir según las categorías mundanas que privilegian a los poderosos; no saber vivir la liberación del perdón, significa ignorar en la práctica la presencia de Jesús en medio de ella. En otros términos, es negarse a ser signo del Reino, que es ante todo un don, acogerlo es cambiar de perspectiva. La ética del Reino es una respuesta a la iniciativa de amor de Dios. Viendo la historia desde los pequeños de este mundo, recibiéndolos, acogemos a Jesús y lo colocamos en el centro de nuestra oración y de nuestro compromiso. Con él caminamos, como Iglesia peregrina, hacia el Padre, el Dios amor, el Dios de la vida.[7]

 

Sólo así podrán las personas podrán echar raíces, de manera permanente, en la comunidad.



[1] D. Bonhoeffer, Vida en comunidad. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1982, p. 21.

[2] G. Gutiérrez, “Gratuidad y fraternidad. Mateo 18”, en Revista de Interpretación Bíblica Latinoamericana, 1997, núm. 27, p. 76.

[3] Ibid., p. 78.

[4] Ibid., p. 79.

[5] Ídem. Énfasis agregado.

[6] Ibid., p. 80. Énfasis agregado.

[7] Ibid., p. 81.

sábado, 11 de junio de 2022

El compromiso cristiano: pasado, presente y futuro (Mateo 8.18-27), Pbro. Leopoldo Cervantes-Ortiz

12 de junio, 2022

Jesús le dijo: “Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos”.

Mateo 8.22, Reina-Valera Contemporánea

 

Trasfondo

Mateo es un evangelio notablemente eclesiológico. Su descripción de la fundación y desarrollo de las comunidades cristianas se despliega en un horizonte dominado por la preocupación pastoral acerca de lo que podía y debía ser una iglesia netamente cristiana, basada en el seguimiento comprometido y bien arraigado en la vida comunitaria alrededor de la memoria de Jesús de Nazaret. El libro mismo es un testimonio de la manera en que se asimiló su mensaje sobre el Reino de Dios y sobre cómo sirvió de base para la conformación de la comunidad (ekklesía, qahalá [ar.], “reunión”, “asamblea convocada”; único evangelio en donde aparece esta palabra). El documento expone la forma en que se consolidó el compromiso cristiano y adquirió un rostro eclesial con el paso del tiempo, tal como lo sintetizó Pablo Richard:

 

En cada frase del Evangelio podemos encontrar siempre tres dimensiones: la memoria del Jesús histórico, el proyecto de Iglesia construido sobre esa memoria y el desafío a la comunidad (de ayer y de hoy) de caminar según esta memoria y este proyecto. Todo el Evangelio de Mateo debe ser interpretado con un sentido eclesiológico: un modelo de Iglesia detrás del cual está la persona viva de Jesús y delante del cual estamos nosotros. El modelo de Iglesia que nos propone Mateo, fundado en la memoria de Jesús, es ciertamente un modelo utópico.[1] 

Mateo fue escrito, muy probablemente, en Antioquía, en la segunda generación cristiana, y refleja la incorporación de conversos a la comunidad judeocristiana, además de que se deja sentir en él la fuerte influencia del apóstol Pedro, aun cuando Pablo también perteneció a ella. “Pedro no es el primer Papa, sino el discípulo real que representa la comunidad de hombres y mujeres que constituyen la Iglesia. Sobre este discipulado, Jesús edifica su Iglesia”.[2] De modo que existieron tres corrientes cristianas en esa época: la de Jerusalén, la de Antioquía y la de Pablo, ya como misionero autónomo. La tendencia de la segunda fue moderada, “no tan estricta como la de Santiago […], pero tampoco tan ‘abierta’ y ‘liberal’ como podía ser el cristianismo de cuño paulino”.[3] Detrás del texto hay cincuenta años de tradición oral que se mantuvo viva en Galilea, Siria y Antioquía. Muchos testigos y profetas participaron indirectamente en la creación de este Evangelio fundador de la iglesia de Jesús.

La radicalidad del llamamiento de Jesús a seguirlo, base del compromiso (8.18-22)

El concepto clave de la eclesiología de Mateo “es el de discípulo; ser cristiano es ser discípulo de Jesús. Discípulos no son sólo los del pasado, aquellos que se conocen, tienen importancia, de los que da sus nombres… sino que todos los creyentes posteriores son también discípulos de Jesús. Por eso, cuando el evangelio de Mateo se refiere a ‘los discípulos’, está hablando de unos personajes del pasado y, a la vez, de los seguidores de Jesús de hoy, de su tiempo, de los miembros de la comunidad, de los lectores del evangelio”.[4] Si en Mateo 4.17-22 Jesús llamó a algunos pescadores como sus primeros seguidores, después del Sermón del Monte surgieron al menos otros candidatos para integrarse al grupo. Además, “al verse rodeado de mucha gente” (8.18), decidió pasarse a “la otra orilla” del lago (18b), es decir, a las regiones no judías de Galilea: “La expulsión de los demonios con su palabra (v. 16) preparaba lo que va a suceder en territorio pagano. Jesús se dispone a salir de los límites de Israel”.[5] La sección termina con el llamado a Mateo (9.9-13): al comer con los pecadores en casa del publicano, el Señor se sitúa totalmente en “la otra orilla”.

El deseo de seguir (akolouthéso) a Jesús “adondequiera que fuera” (4.19) era una excelente intención por parte del escriba, cuyo oficio supuestamente lo prepararía bien para ello. Pero la exigencia de Jesús, un tanto inesperada, y subrayada por el atenuante del v. 20 (“el Hijo del hombre no tiene un lugar fijo para vivir”) fue lo bastante radical para alejarlo de tal posibilidad. La elipsis que sigue a la respuesta de Jesús muestra que el escriba no fue capaz de superar tamaña prueba, pues estaba ausente cualquier forma de confort o estabilidad para seguirlo: “El letrado supone que el camino de Jesús tiene un término. Jesús lo niega: toda su vida, hasta el momento de su muerte, va a ser una pura entrega, sin instalación ni descanso. […] El discípulo ha de participar en esta misión del maestro”.[6] Es comprometerse con el Señor de manera absoluta. Algo similar sucede con el otro aspirante, quien antepuso sepultar a su padre, antes que seguirlo: “La urgencia de la misión es tan grande, que no deja tiempo ni para los deberes más elementales”.[7]


La radical novedad de Jesús, razón de ser del compromiso cristiano (4.23-27)

Al subir a la barca rumbo a territorio gentil, Jesús protagoniza el famoso episodio de la tormenta (v. 24, seísmos), en el que los discípulos debieron despertarlo para evitar el naufragio (25). Su respuesta apeló a su poca fe para enfrentar una situación como ésa (26a). Luego de calmar la tempestad con sus palabras (un recuerdo mitológico de la victoria divina sobre el caos marino), “sobrevino una calma impresionante” (26b), lo que ocasionó el asombro de los acompañantes, que se interrogaron sobre la “clase de hombre” que era el Señor (27b).

La pregunta subraya la admiración de los presentes, pues se encontraron de frente con un hombre que venía a ser la razón de ser de todo compromiso cristiano, construyéndose sobre el camino de un seguimiento radical, nada ostensible, pero experimentado como fundamento absoluto de su inserción en la realidad del Reino de Dios, algo que aquellos discípulos vivieron de manera inmediata en el episodio de los endemoniados de Gadara (8.28-34), en el lado oriental del lago, a unos diez kilómetros al sur de la desembocadura del Jordán. 

Conclusión

 

Parece, pues, que los relatos nos hablan de formas distintas de seguir a Jesús. Unos le siguieron de cerca y de forma continuada en su caminar itinerante, propio tal vez de su condición de carismático ambulante; otros, le siguieron de forma más ocasional. Pero a todos ellos dirigió Jesús su llamada radical al seguimiento. A todos les apremió a amar sin fronteras, a perdonar setenta veces siete y a ser buenos del todo como el Padre lo es. A todos les invitó a venderlo todo para comprar el tesoro escondido o la perla preciosa. Los textos no nos autorizan a hacer distinciones entre seguidores de primer orden —los que supuestamente habrían recibido con exclusividad la llamada radical al seguimiento, es decir, el círculo de los discípulos itinerantes— y seguidores de segundo orden, llamados sin radicalidad alguna, es decir, las muchedumbres que formaban el pueblo sencillo en general, que con frecuencia aparecen en los relatos evangélicos.

Convendría incluso añadir que los evangelios sinópticos […] nos presentan a esas multitudes que forman el pueblo (óchlos) como las que mejor supieron comprender el mensaje de Jesús y acoger de forma más entusiasta y generosa su llamamiento, en contraste significativo con la dificultad de los “discípulos”.[8]

 



[1] P. Richard, “Presentación”, en Revista de Interpretación Bíblica Latinoamericana, 1997, núm. 27, p. 5.

[2] Ibid., p. 9.

[3] Rafael Aguirre Monasterio, “Discipulado e iglesia en el evangelio de Mateo”, en Aula de Teología, 13 de noviembre de 2007, p. 2, https://web.unican.es/campuscultural/Documents.

[4] Ibid., p. 3. Énfasis agregado.

[5] Juan Mateos y Fernando Camacho, Evangelio de Mateo. Lectura comentada. Madrid, Ediciones Cristiandad, 1980, pp. 84-85.

[6] Ibid., p. 85.

[7] Ibid., p. 87.

[8] Julio Lois, “Universalidad del llamamiento y radicalidad del seguimiento”, en Discípulos. Revista de teología y ministerio, núm. 5, enero de 2002, www.ciberiglesia.net/discipulos/05/05discipulado_llamamientoyseguimiento_lois.htm. Énfasis agregado.

jueves, 9 de junio de 2022

El discipulado de Jesús, vanguardia del Reino de Dios en el mundo (Mateo 4.17-25), Pbro. Silfrido Gordillo B.


5 de junio, 2022

Jesús recorría toda Galilea. Enseñaba en las sinagogas de ellos, predicaba el evangelio del reino, y sanaba toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.                           

Mateo 4.23, Reina-Valera Contemporánea

 

Trasfondo

Probablemente ustedes han de conocer aquella anécdota donde se cuenta que un pastor, en un domingo de culto con el templo lleno, predicaba a sus congregantes que los teólogos habían descubierto que no había infierno, que no existe. Esta aseveración causo incomodidad, y unos a otros se miraban en actitud de duda, como si su fe se hubiese venido abajo. Pero eso no fue todo, al siguiente domingo el templo estaba a la mitad del cupo y los que habían quedado se preguntaban qué había sucedido con los demás feligreses. Sin embargo, en este domingo, el pastor dio a conocer un descubrimiento más de los teólogos. ¿Cuál creen ustedes que haya sido el nuevo descubrimiento? “Que no existe el cielo”, dijo. La gente que había asistido ese domingo al culto se quedó perpleja y se dijo: “Si esto es así, entonces nosotros, ¿qué hacemos aquí?”.

Esto nos lleva a pensar y reflexionar la cruda realidad que siempre hemos vivido y viven nuestras iglesias, que las personas que llegan y llenan los templos no son realmente personas transformadas, nuevas criaturas, verdaderos discípulos de Jesucristo, muchos están allí por miedo al infierno o interés del cielo, más no realmente por amor a Cristo y a su prójimo, y que muchas veces lo que al otro le pase no le importa o interesa, ya que se tiende a vivir en un individualismo, en donde cada quien cree vivir salvado y el otro que se “rasque” solo. Bien no los dijo en clases del seminario el Dr. Eliseo Pérez Álvarez, que no sé si la frase sea de él, pero a él se la oí decir: “Muchos templos están llenos de gente vacía”, y cuando ese vacío existe, no se logra comprender la dimensión de la obra redentora de Cristo y nuestro llamado, y mucho más, se tiende a espiritualizar esa obra redentora, y por ende limitamos nuestra salvación a una salvación de almas y el Reino de Dios a una dimensión escatológica solamente y además espiritual.

Es aquí donde aquellas palabras del gran filósofo británico del siglo XX, Bertrand Russell, en su libro Por qué no soy cristiano, resuenan y tienen eco en nuestro tiempo y para nosotros los cristianos en específico: “No sé si podría seguirle todo el camino, pero iría con él mucho más lejos de lo que irían la mayoría de los cristianos profesos”.

El discipulado, desafío de todo cristiano

Siempre he dicho y lo vuelvo a decir, el proyecto de Dios es un proyecto de vida, desde el principio y hasta el fin, un proyecto que es para toda la humanidad y para toda la creación, que busca humanizar la humanidad. Es un proyecto grande y global, cósmico y eterno, pasado, presente y escatológico, etcétera, en el cual somos llamados a ser parte de este gran proyecto como receptores de su Reino y como proclamadores de este propósito de Dios en la humanidad, buscando vivir bajo su señorío. Por eso, hablar del discipulado de Jesús es hablarlo desde su Reino, el Reino de Dios, como un caminar constante y en acción, un vivir transformado por su Gracia y un vivir y compartir los valores de su Reino. El discipulado, como bien lo expresa el título del sermón, es vanguardia del Reino, podríamos decirlo como bien escribió Cecilio Arrastía: “Caminante, sí hay camino, lo hizo Jesús al andar”, y ese andar de Jesús es el que nos toca caminar. Hablar de discipulado, es hablar de seguir las pisadas de Jesús como vocación histórica para cumplir con su voluntad y propósito redentor para toda la creación, y, que, como iglesia, es parte de nuestro seguimiento y misión. El gran desafío es que ser discípulos demanda de nosotros una vida comprometida a las demandas del Reino de Dios, demanda un cambio total de dirección y estilo de vida (vv. 18-21). Demanda un cambio de rumbo y de mentalidad, podríamos decir, de 180 grados. Tenían que abandonar su vieja forma de ser para asumir el compromiso de vivir cada día según los valores del Reino de Dios. Nada fácil, ¿verdad? Pero esto no es sólo para los discípulos de ese entonces, sino que es una demanda de todo cristiano hoy, es un reto para la iglesia actual y para todo aquel que quiera seguir a Jesús.

El Reino de Dios, cambio de paradigma en nuestro discipulado

Leyendo a Mateo vamos descubriendo, así como a lo largo del N.T. que su mensaje es que Jesús ha venido a cumplir las profecías del A.T. y que, en su persona y obra, el Reino de Dios se ha hecho una realidad presente. El Reino de Dios en Jesús irrumpe en nuestra historia y trae redención a la humanidad y renovación a la creación, haciendo nuevas todas las cosas, y haciendo nuevas criaturas, como bien lo dice Pablo: “De modo que, si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5.17).

Mateo no dudó en escribir que Jesús es el Mesías prometido, el enviado de Dios, las citas del A.T. lo atestiguan (vv. 14-16). Y con estas citas proféticas, Mateo inserta a Jesús en la historia, en las realidades cotidianas del pueblo de Israel, y le hace ver que esa realidad necesita ser cambiada, transformada, que ya la religión no es suficiente (quizá nunca lo ha sido), que las leyes y reglas morales, no bastan, que tantos grupos religiosos sólo buscan sus propios intereses, los económicos y de poder, y que el pueblo sigue sumido en la desesperanza, sumido en su pasado, sobre todo opresor, y en cumplimiento de las leyes, sin alcanzar nada. Mateo presenta otra visión al pueblo, y lo hace desde las profecías cumplidas en la persona misma de Jesús, un cumplimiento que, con en Jesús mismo, el Reino de Dios se hace una realidad. Como hemos mencionado antes, ser discípulo, es un reto, un desafío que compromete a todo nuestro ser, arrepentimiento y conversión (v.17), y que el mismo Reino demanda de nosotros/as un cambio total de paradigma y de ver el pasado, presente y futuro desde una forma esperanzadora, y creer que otro realidad y otro mundo es posible, ese mundo que Mateo mismo describe en los vv. 23-24 como un sanar toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo, en donde los ciegos ven, los cojos caminan, los leprosos son limpiados, los muertos resucitan, etcétera. Todo un movimiento revolucionario y retador a las autoridades religiosas y políticas.

Comunión y comunidad: acciones concretas del discipulado

La Iglesia, como parte del proyecto histórico de Jesús, está llamada a mostrar la vida del Reino, la cual, la Iglesia misma es una muestra o debe ser una muestra de cómo se está reconstruyendo, renovando, transformando la humanidad, en entes de justicia, de paz, de amor, de libertad, de fraternidad, de solidaridad, de sororidad, de esperanza, de vivir aquellos valores del Reino de Dios, y como bien diría Dietrich Bonhoeffer: “La Iglesia es Cristo en el presente, Cristo existe como comunidad. Cristo es la persona corporativa de la comunión cristiana”. En la Iglesia llegamos a ser Cristo para los demás. Es en comunidad donde Dios se autorrevela en Cristo y celebramos su presencia en la Palabra y los sacramentos. Es en comunidad y en Cristo que recobramos nuestra verdadera humanidad, nuestra dignidad como personas. Sólo en comunión con Cristo nos entendemos como personas de comunidad y es a partir de su persona que descubrimos la dignidad de los demás como personas. Ser y conocer son una experiencia que Dios ha reservado para que se obtenga en comunión y comunidad; por eso, en Cristo somos y conocemos. 

Y no podemos dejar de mencionar al Espíritu Santo, máxime hoy que celebramos el Pentecostés en todo este caminar como discípulos de Jesús. Toda su vida y ministerio de Jesús fue guiado por el Espíritu Santo. Él está repleto del Espíritu Santo. Él nos revela lo que es vivir enteramente en el Espíritu, llevar una verdadera vida espiritual. Jesús se identifica plenamente en su propio ser con el Espíritu de Dios.

Jesús tuvo clara conciencia de que el Reino que inaugura se encamina hacia su consumación plena. El Reino de Dios inaugurado en Cristo tiene ahora su agente, y es el Espíritu Santo. Nosotros somos movidos ahora por la acción del Espíritu en nuestras vidas, su acción no la determinan la misión, los planes, los proyectos de la Iglesia, al contrario, es el Espíritu Santo quien determina los rumbos de la iglesia. El Espíritu Santo hace de la iglesia su instrumento y su mediación para actuar como verdaderos discípulos en el mundo. En otras palabras, decimos: “Sólo se puede imitar a Jesús y producir los frutos que el produjo, llenos y guiados por el Espíritu Santo, el mismo que plenificó el ministerio de Jesús”.

Conclusión

El Reino de Dios debe volverse una realidad en nosotros, una realidad que como bien diría Albert Nolan, “que domine nuestras vidas y preocupaciones, como sucedió con Jesús”. El Reino debe convertirse en la realidad más importante de nuestro discipulado y vida, debe constituir el acontecimiento futuro que nos determina y que define el sentido total de nuestra existencia aquí y ahora. Tenemos que aprender a unir el Reino en cada cosa que hacemos, en cada palabra que decimos y en cada paso que damos, pues sólo así nuestra vida y lo que nos rodea será nueva y diferente. El Espíritu Santo está actuando en nuestras transformaciones históricas y está conduciendo al Reino a una plenitud; dejémonos guiar por el Espíritu y vayamos en pos de Jesús, haciendo una realidad su proyecto de vida para todos/as, y toda la creación. Amén.

La paz, el amor y la fe en Dios (Efesios 6.21-24), Pbro. Dr. Mariano Ávila Arteaga

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