sábado, 28 de octubre de 2023

Una reforma integral de la iglesia y de la sociedad (Gálatas 4.8-20), Pbro. Emmanuel Flores-Rojas


Ferdinand Pauwels, Lutero clava las 95 tesis

29 de octubre, 2023

¡La sangre pagana vuelve! El Espíritu está cerca ¿por qué Cristo no me ayuda dando a mi alma la nobleza y libertad? ¡Ay, el Evangelio ha pasado!, ¡el Evangelio!, el Evangelio[1].

Arthur Rimbaud 

1. La necesidad de reafirmar el Evangelio

Los hijos de la Reforma supieron muy pronto que la reforma de la Iglesia debería ser perenne, porque ella está conformada por seres humanos de “carne y hueso”, por tanto, por seres finitos inclinados al mal. El apóstol san Pablo supo muy pronto que a la Iglesia tiene que recordársele una y otra vez que no existe otro evangelio: “Me asombra que tan pronto estén dejando ustedes a quien los llamó por la gracia de Cristo, para pasarse a otro evangelio. No es que haya otro evangelio, sino que ciertos individuos están sembrando confusión entre ustedes y quieren tergiversar el evangelio de Cristo” (Gál 1.6-5, NVI).

El evangelio que san Pablo había predicado a los gálatas se encontraba amenazado por los judaizantes, aquellos cristianos de origen judío que creían que las prácticas ceremoniales del AT seguían vigentes para la iglesia del N.T., entre ellas, la circuncisión. San Pablo pregunta: “Sólo quiero que me respondan a esto: ¿Recibieron el Espíritu por las obras que demanda la Ley o por la fe con que aceptaron el mensaje? ¿Tan torpes son? Después de haber comenzado con el Espíritu, ¿pretenden ahora perfeccionarse con esfuerzos humanos?” (Gál 3:2-3, NVI) El apóstol a los gentiles ve en aquellas enseñanzas un ataque directo a la integridad del evangelio, por ello, intenta persuadir a sus lectores de no dejarse engañar por los que intentan “pervertir el evangelio de Cristo” (Gal 1:7, RVR-60). “Gálatas trae un mensaje que es parte de un constante debate, y establece una comunicación en primer lugar, entre el remitente y los destinatarios, y luego con los oponentes, de tal modo que todos los lectores de la carta se sientan participantes del debate. Tal situación hace de Gálatas una apología presentada de forma escrita; por el uso de la retórica ésta es concebida como un arte de persuasión”.[2]

La Iglesia es la comunión de los santos, ya lo sabemos; pero la Iglesia visible está conformada también por quienes no son santos ni serán salvos. Jesús lo dijo con claridad meridiana cuando afirmó que la cizaña crece junto al trigo, de tal manera que la Iglesia no siempre está llena de santos y menos aún de santidad. Ni todos los santos están en la Iglesia visible, ni ninguna iglesia puede reclamar inmunidad ante las desviaciones ajenas a la Palabra del Señor, ya que ni siquiera la iglesia primitiva lo estuvo. De ahí que las iglesias de la reforma pronto tuvieron que formular aquel apotegma tan caro para las Iglesias reformadas: Ecclesia reformada et semper reformanda est secundum Verbum Dei, con el cual querían expresar que la reforma de la iglesia es ineludible y que es una tarea colectiva propia de cada generación de creyentes comprometidos con el evangelio de Jesucristo. ¿Qué significa para los evangélicos del siglo XXI afirmar nuestra herencia protestante en la actual coyuntura histórica y social? Significa luchar denodadamente por mantener la integridad del evangelio apostólico, sobre el que está fundado la fe de la Iglesia.

 

2. La vida sin Cristo versus la vida en Cristo

San Pablo les recuerda a los gálatas lo que era su vida pasada, lo que era su existencia antiguamente: “Antes, cuando ustedes no conocían a Dios, eran esclavos de los que en realidad no son dioses.”  (Gal 4:8, NVI). Las personas paganas y sin Dios creen, como los gálatas creían, que los poderes espirituales que adoran son dioses. En la carta a los Efesios san Pablo había escrito en el mismo sentido: “En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef 2.12, RVR). El contexto de las palabras del apóstol a los gentiles en la carta a los Gálatas se da en el marco de la adopción divina de aquellos que por “naturaleza” no eran hijos: “… a fin de que fuéramos adoptados como hijos. Ustedes ya son hijos. Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba! ¡Padre! Así que ya no eres esclavo sino hijo; y como eres hijo, Dios te ha hecho también heredero” (Gál 4.5b-7, NVI). Así como los gálatas anteriormente no eran hijos por naturaleza, tampoco los ídolos a los que les rendían culto eran “dioses por naturaleza”.

La carta a los Gálatas es el gran manifiesto paulino de la libertad cristiana. San Pablo enseña en los versículos anteriores que por nuestra fe en Cristo ya no somos más esclavos de los elementos de la naturaleza ni de las leyes humanas que quieren someternos a su imperio: “¡Ustedes siguen guardando los días, los meses, las estaciones y los años!” (Gal 4:10, NVI). Bajo esta conducta san Pablo ve una “regresión” espiritual que colocaría a los gálatas bajo una situación anterior a la de la madurez de la fe en Cristo: “Así también nosotros, cuando éramos menores, estábamos esclavizados por los principios de este mundo”. (Gál 4.3, NVI). ¿Qué son esos principios de este mundo? En ese tiempo se creía que eran poderes y potestades espirituales concebidas como deidades que controlaban los astros y determinaban la suerte de los seres humanos (cf. Col 2.8, 20). San Pablo escribe que ni lo uno (la astrología) ni lo otro (la ley mosaica), debe volver a someternos, porque la fe en Cristo “nos ha hecho libres de mandamientos y doctrinas de hombres contrarios a su Palabra” (Confesión de fe de Westminster). En suma:


Pablo mira hacia atrás, y la situación idolátrica del pasado (τότε = “un tiempo”) es juzgada con los ojos del presente, para luego ser contrapuesta con la experiencia cristiana actual y con el peligro de retornar a la servidumbre a la que los gálatas están nuevamente expuestos. El hecho es que antes era normal que los gálatas estuviesen al servicio de los “seres”, pues no conocían a Dios (οκ εδότες θεν), para hablar del período antes de la conversión de ellos. Pero, en la situación actual eso no se justifica más, pues ahora los gálatas conocen a Dios (γνόντες θεόν), en el sentido de que ya experimentaron lo que significa pertenecer a Dios y hacer la experiencia de la vida con Él. En ese sentido, Pablo “aprisiona a los gálatas en la misma experiencia vivida juntos: él y ellos”, en una historia común. Más aún, ellos son “conocidos por Dios” (γνωσθέντες π θεο), lo que indica de dónde proviene el origen de la “iniciativa salvífica” y el hecho de que el “el conocimiento comienza por iniciativa divina y no a partir del ser humano”, indicando que los gálatas debían ir perfeccionando este conocimiento. Por eso, Pablo afirma que los gálatas, después de haber conocido “todos los beneficios de la gracia de Dios”, ahora están sirviendo a cosas que en realidad no son dioses (δουλεύσατε τος φύσει μ οσιν θεος / sirvieron a los que por naturaleza no son dioses), no en el sentido de volver a vivir como paganos, sino de someterse a la ley mosaica, que también los llevaría a una esclavitud comparable a la anterior.[3]

3. La nueva vida en Cristo que continuamente es amenazada

Ahora que los gálatas conocen a Dios (porque él los ha conocido primero) no deben volver atrás. Recordemos que la fe en Dios no la ha generado nadie por propia iniciativa, sino que procede de Dios como un regalo para aquellos que han de ser salvos por él (Ef 2.8). Por eso, el apóstol san Pablo se siente sorprendido de que los gálatas estén volviendo al pasado: “¿cómo es que quieren regresar a esos principios ineficaces y sin valor? ¿Quieren volver a ser esclavos de ellos?” —les pregunta. ¿Qué era lo que se estaba poniendo en juego en Galacia? La integridad misma del Evangelio: “Pero aun si alguno de nosotros o un ángel del cielo les predicara acerca de unas buenas noticias distintas de las que hemos predicado, ¡que caiga bajo maldición! Como ya lo hemos dicho, ahora lo repito: si alguien les anda predicando un evangelio distinto del que hemos recibido, ¡que caiga bajo maldición!” (Gál 1.8-9, NVI).

Aunque Pablo mismo había sido recibido como un “ángel de Dios” cuando llevó el evangelio a Galacia, ahora se encuentra sorprendido por la actual conducta de sus discípulos. La integridad del evangelio requiere la constante reforma de la Iglesia para que ésta pueda mantenerse en sintonía con la voluntad de Dios, san Pablo lo enseñó magistralmente en Romanos 12.1. La experiencia del apóstol a los gentiles con las iglesias de Galacia demuestra que la reforma de la Iglesia siempre exigirá un regreso a las fuentes prístinas del evangelio de Cristo. Si la Iglesia ha de seguir proclamando el evangelio de Cristo, debe someterse a una reforma constante que le permita regresar una y otra vez al evangelio inmutable que no cambia en ninguna circunstancia ni bajo ninguna época, solamente así, la Iglesia podrá mantenerse fiel a Dios y a la palabra de los apóstoles que predicaron en nombre de Cristo. Si la Iglesia ha de contribuir a algún cambio social, habrá de hacerlo desde su fidelidad al evangelio.



[1] A. Rimbaud, “Mala sangre”, en Poemas esenciales. Barcelona, Salvat, 2023, p. 79.

[2] José Luiz Izidoro, “Introducción a las cartas de Pablo a los Gálatas”, en Revista de Interpretación Bíblica Latinoamericana, núm. 76, p. 18.

[3] Waldecir Gonzaga, “El Evangelio de la ternura y la solidaridad. Gál 4.8-20”, en Revista de Interpretación Bíblica Latinoamericana, núm. 76, p. 63.

sábado, 21 de octubre de 2023

Centralidad de la reforma de la proclamación y el testimonio (Nehemías 8.1-12), Pbro. L. Cervantes-Ortiz


Argula von Grumbach (1492-1554/63)

22 de octubre de 2023

Entonces le pidieron a Esdras, el maestro y sacerdote, que trajera el libro de la Ley, la cual Dios había dado a los israelitas por medio de Moisés. Así que Esdras fue y trajo el libro, y lo leyó desde muy temprano hasta el mediodía. Todos los que estaban allí escucharon con mucha atención.       

Nehemías 8.2-3, Traducción en Lenguaje Actual

La continuidad judía ha girado siempre alrededor de palabras pronunciadas y escritas, de un laberinto de interpretaciones, debates y desacuerdos en constante expansión, así como de un singular marco de relaciones humanas. En la sinagoga, en la escuela, y sobre todo en el hogar, esto llevó siempre a dos o tres generaciones a sumirse en profundas conversaciones.[1]    

Amós Oz y Fania Oz Salzberger 

Trasfondo

“El Pueblo del Libro” es una denominación que encaja muy bien para las tres religiones abrahámicas y que, en determinadas circunstancias sirve para definir la estrecha relación que una comunidad de fe tiene con su texto sagrado. “La nuestra no es una línea de sangre, sino una línea de texto”, han agregado el escritor israelí Amós Oz (1939-2018) y su hija Fania, con lo que demostraron la intrínseca e inseparable relación que para la fe bíblica representa la cercanía, la familiaridad y el amor por la Palabra. Porque cuando un pueblo intuye, asimila y se deja guiar por esas aspiraciones de eternidad, es posible que se sobreponga a los avatares de la existencia y del tiempo vivido en situaciones críticas. El reencuentro del pueblo judío reunido por Esdras con la Ley escrita de Dios, en Nehemías 8, tuvo momentos extraordinariamente emotivos, pues la forma en que el sacerdote y escriba presentó su contenido produjo un fuerte impacto en esa comunidad formada por personas que venían del exilio de Babilonia. Fue, en efecto, un reencuentro, pues las circunstancias en las que sucedió fueron muy distintas de las que estuvieron enmarcadas en las monarquías antiguas de Judá e Israel. Ahora, ya sin una estructura política propia, el pueblo debió adaptarse a las imposiciones del imperio persa y así afrontar los reacomodos que la historia les exigió para tratar de encontrar un futuro más o menos promisorio.

La Palabra divina y el judaísmo del Segundo Templo (vv. 1-5)

En el judaísmo de la época del Segundo Templo, el acceso al contenido de las Sagradas Escrituras (que aún no habían terminado de redactarse completas) estuvo mediado por un ambiente de reconstrucción en todos los sentidos del término. Parte de la reedificación integral del judaísmo de entonces consistió en reforzar los componentes identitarios en los que la presencia de la ley divina tenía un lugar central. En el contexto de la asamblea del pueblo convocada (ya con éste ubicado en sus respectivas localidades), ahora para la lectura de la ley, la solemnidad y la expectación con que el pueblo experimentó el momento no dejan lugar a dudas.

La asamblea se llevó a cabo en el séptimo mes del calendario (Etanim, mediados de septiembre a octubre), y reunidos en la Puerta del Agua de la ciudad (Neh 3.26), cerca del templo, donde se encontraba encima un estanque de inmersión (Mikvá) usado por el sumo sacerdote una vez al año en el Día de la Expiación, quien se sumergía cinco veces en preparación para entrar al Lugar Santísimo. Neh 7.73b se relaciona temática y estructuralmente con el cap. 8, pues su objetivo es ubicar la lectura de la ley dentro del calendario judío, dado que el mes séptimo era de celebración popular. Se celebraban las fiestas de los tabernáculos (Lv 23.34-39, 41) y el día de la expiación (Lv 16.29; 23.27; 25.9), además de otras fiestas solemnes (Lv 23.24; Nm 29.1, 7, 12).

El dirigente espiritual encarnado en la figura de Esdras, centrado en la atención que el pueblo debía otorgar a la palabra escrita de Dios, y el dirigente político, material, que había integrado todos aspectos para contribuir a una reconstrucción completa, integral de la identidad colectiva, de su fe común, de su historia en marcha. Era un día único, irrepetible, cuya trascendencia ambos dirigentes supieron interpretar en plenitud.

La lectura colectiva de la Ley y la aplicación directa de la voluntad divina (vv. 7-12)

La lectura duró aproximadamente seis horas (8.3, desde el amanecer hasta el mediodía) y se encuentra muy resumida en el relato. El maestro y sacerdote Esdras abrió el libro “a ojos de todo el pueblo” (v. 5), con lo que se afirmaba el carácter comunitario, horizontal e igualitario de este “nuevo pueblo”, enfatizado esto último por el grupo de 13 laicos que acompañaron al lector (8.4). Esta acción vino a sumarse, en la historia antigua, en continuidad con otros momentos cruciales y conflictivos de lectura de los textos sagrados, como Deuteronomio 9-10 (Moisés) y 31 (Moisés con Josué), II Reyes 22-23 (Josías) y Jeremías 36 (Joacim).

El objetivo de la asamblea fue instruir (o re-instruir) al pueblo en torno a las enseñanzas de la ley de Moisés (vv. 1-3), la cual estaba contenida en un libro que Esdras trajo de Babilonia (Esd 7.14). “El motivo de la presencia de Esdras en Jerusalén era la aplicación de la ley de Moisés a la vida judía. Los estudiosos relacionan la porción de la ley leída al pueblo con el Pentateuco (Torá); posiblemente, con las secciones que regulan los aspectos cúlticos y litúrgicos” (S. Pagán). El lugar de Esdras (una especie de nuevo Moisés que habla desde un templete especial, 8.4a) en este proceso es muy relevante. “Después de Josías y Jeremías, Esdras es el tercer personaje en aparecer en la Biblia Hebrea que, por causa de sus acciones, especialmente lo relatado aquí, nos recuerda a Moisés”.[2] El pueblo estuvo muy atento (5b) y respondió con alabanzas y gestos litúrgicos (6), además de que reaccionaron con manifestaciones de sumisión a Dios (6b).

“Ellos leían y traducían con claridad el libro para que el pueblo pudiera entender” (8): El objetivo del relato “es relacionar la labor educativa de Esdras y los levitas con los trabajos de Nehemías. La lectura de la ley produjo resultados. A la vez que el pueblo se entristeció y lloró, Esdras los instó a regocijarse y celebrar (v. 10) pues era ‘un día santo’ (v. 9)”.[3] De manera sorpresiva aparecen juntos los dos líderes del pueblo unidos en la labor completa de instrucción y consolidación de las acciones realizadas hasta ese momento. ¿Qué secciones de la Ley se leyeron e interpretaron? Samuel Pagán sugiere que se trató posiblemente de varias porciones como Levítico 26 o Deuteronomio 27, lo que seguramente hizo que reconocieran “sus faltas; el dolor y el arrepentimiento les hicieron ignorar la celebración de un día de fiesta y gozo”.

Conclusión

La relación de este relato con Dt 31.9-13 también es clara: la ordenanza era hacer lecturas periódicas (cada siete años) de la Ley para todo el pueblo. El final de esta sección (12) habla de la gran celebración que siguió a la lectura y explicación de la ley. Después de la celebración, el pueblo debía enfrentar las implicaciones prácticas de la reinstalación de la ley como centro de la vida de la comunidad para la situación presente.[4] La segunda sección de esta unidad presenta la celebración de la fiesta solemne de los tabernáculos (Sucot, vv. 13-18; Lv 23.33-43). La fe individual y colectiva fue nutrida por la lectura común de la Ley, a fin de estimularla para afrontar los nuevos desafíos divinos en una nueva situación histórica, de la misma manera que enfrentamos hoy las cambiantes situaciones sociales y humanas.



[1] A: Oz y Fania Oz-Salzberger, Los judíos y las palabras. Madrid, Siruela, 2014 (El ojo del tiempo, 77), p. 17.

[2] Geert J. Venem, Reading Scripture in the Old Testament: Deuteronomy 9-10, 31, 2 Kings 22-23, Jeremiah 36, Nehemiah 8. Leiden-Boston, Brill, 2004 (Oudtestamentische Studien), p. 139. Versión propia.

[3] Samuel Pagán, Esdras, Nehemías y Ester. San José, Caribe, 1992 (Comentario bíblico hispanoamericano), p. 162.

[4] Cf. Juha Pakkala, Ezra the Scribe. The development of Ezra 7-10 and Nehemiah 8. Berlín-Nueva York, Walter de Gruyter, 2004, p. 177.

sábado, 14 de octubre de 2023

Radicalizar la reforma en la vida de la comunidad: Metamorfosis (III) (I Pedro 2.1-8), Pbro. L. Cervantes-Ortiz


Pedro Valdo(1140-1218) y John Wiclif (c.1324-1384), Monumento a la Reforma, Worms, Alemania (1868)

15 de octubre de 2023

Por lo tanto, acérquense a Jesucristo, pues él es la piedra viva que la gente despreció, pero que Dios eligió como la piedra más valiosa. Además, ustedes son sacerdotes especiales, y por medio de Jesucristo le ofrecerán a Dios los sacrificios que a él le agradan.

I Pedro 2.5-6, Traducción en Lenguaje Actual 

Trasfondo

La recuperación bíblica, doctrinal y teológica que representaron los movimientos de reforma del siglo XVI produjo algunos resultados inmediatos y otros a mediano y largo plazo, como es comprensible. Además de la libre lectura e interpretación de la Biblia, se llevó a cabo una profunda transformación de la vida eclesial al intentar la superación del clericalismo y la división entre cristianos dedicados (o profesionales), consagrados a la fe, y los no dedicados (los laicos), que no se consagraban a la vida religiosa. Esta modificación resultaría trascendental para la vida y misión de las comunidades de fe, puesto que condujo al redescubrimiento de la realidad comunitaria transmitida por el Nuevo Testamento y especialmente por el apóstol Pedro: que cada creyente es una “piedra viva” del edificio que es la iglesia y además un “sacerdote especial” o santo. Estamos delante de la gran afirmación del “sacerdocio universal de las y los creyentes”, hombres y mujeres, es decir, la posibilidad de que la iglesia sea efectivamente una comunidad horizontal sin distinciones de rangos, poder o autoridad. Con ello se estaba intentando hacer posible el viejo sueño de un pueblo en el que las vocaciones propiciadas por el Espíritu se desarrollaran según la voluntad divina. Además, la Reforma privilegió ampliamente la doctrina de Cristo a fin de superar cualquier otra forma de mediación (los santos) para acceder a la salvación. 

El alimento espiritual óptimo para el crecimiento (vv. 1-3)

La intención del apóstol Pedro fu estimular a los creyentes a practicar una vida consecuente con la recepción del mensaje de Jesucristo. Esto es, dejar de hacer lo malo, no mentir, no ser envidiosos y no propagar rumores (v. 1). La contraparte de todo eso es, precisamente, la búsqueda de lo bueno y edificante (2a), además de la “leche espiritual no adulterada” (2b) que no puede ser más que la Palabra divina (la “leche de la Palabra” [espiritual, logikon] no adulterada) que buscan ansiosamente quienes son como “niños recién nacidos”. Sobre ella, las dos cartas del apóstol son bastante explícitas, pues se refieren a ella en su relación con la tarea profética (II P 2.19-21) y en su sentido de apelación a la realidad presente para vivir en la obediencia de la voluntad divina.

 

La Primera de Pedro enfatiza continuamente el significado de la palabra —mejor dicho, del diálogo con Dios— para la constitución de la existencia del “recién procreado”. Así, en 1.14ss la epikalein [“invocación”] de los tekna jupakoes [“hijos de obediencia”] corresponde al kalein [“llamado”] divino, los creyentes nacen de nuevo a través de la palabra divina (1.23-25), se alimentan con “leche de palabra” (2.2), y en consecuencia pueden dar una apología (es decir, palabra de respuesta) a los incrédulos que preguntan acerca de su logos (es decir, razón o palabra) por la “esperanza que hay en vosotros” (3.15), así como, en cambio, los no cristianos se definen por el hecho de que no confían en la palabra (cf. 2.8; 3.1). […]

La comparación de los cristianos con los niños lactantes sólo se encuentra aquí en el Nuevo Testamento. Precisamente allí, donde se enfatiza la responsabilidad de los creyentes de cumplir con el nuevo nacimiento a través de una nueva orientación ética, se subraya al mismo tiempo su dependencia de Dios (en el contexto antiguo, una metáfora bastante provocativa); enfatiza que volverse nuevos sólo puede tener lugar cuando los creyentes son continuamente “nutridos” por Dios, y eso es, de hecho, con esa “palabra-leche”.[1]

Un sacerdocio especial como parte del pueblo de Dios (vv. 4-5)

Si Jesús es la “piedra viva” elegida por Dios a la que hay que acercarse (4b), ahora se trataba de “entrar en la construcción” de la “casa espiritual” de Dios, del edificio de la fe que el Señor está construyendo. “Esta ‘casa’ es llamada espiritual, no ya en sentido figurado, sino en el sentido fuerte de que habita en ella el Espíritu Santo (compárese con I Cor 3.16). Aunque Pedro se muestra bastante discreto sobre la función del Espíritu, vemos aquí que la presentación de los sacrificios a Dios no puede hacerse más que bajo su impulso”.[2] Ésa es la raíz del nuevo “sacerdocio santo” (v. 5) que ofrecerá por medio de Jesucristo los sacrificios que le agradan a Dios y de la doctrina evangélica del “sacerdocio universal de todos los creyentes” que Lutero expuso tan brillantemente en el documento de 1520, A la nobleza cristiana de la nación alemana: “Del mismo modo, los que ahora se llaman eclesiásticos o sacerdotes, obispos o papas, no se distinguen de los demás cristianos más amplia y dignamente que por el hecho de que deben administrar la palabra de Dios y los sacramentos. Esta es su obra y función. […] No obstante, todos son igualmente sacerdotes y obispos ordenados, y cada cual con su función u obra útil y servicial al otro, de modo que de varias obras, todas están dirigidas hacía una comunidad para favorecer al cuerpo y al alma, lo mismo que los miembros del cuerpo todos sirven el uno al otro”.[3] El v. 9 llevará la afirmación al clímax.

Esta doctrina, expresión de un ideal largamente acariciado, es una de las grandes aportaciones de la Reforma por su capacidad transformadora: “…el sacerdocio universal es una afirmación central de la reforma tanto luterana, como calviniana, y que esta concepción hace sacerdotes a todos por el bautismo es una aportación revolucionaria: se trastornó la economía del poder en los grupos religiosos y entregar derechos importantes a los laicos, pues la distinción misma clero-laicos es puesta en duda. No solamente el protestantismo rechazó el magisterio romano sino que rechazó también dejar la Iglesia en manos de unos clérigos que tienen el poder exclusivo de decidir…”.[4] 

La preeminencia de Jesús por sobre todas las cosas (vv. 6-8)

El principio protestante que afirma “Sólo Cristo” se estableció por encima de cualquier creencia o dogma que estableciera la necesidad de una mediación adicional a la del Señor. Pedro se basa en Isaías 28, el Salmo 118 e Isaías 8 para fundamentar las bases de una sólida cristología, sin olvidar las contradicciones (v. 7), a partir de la imagen de la piedra establecida por Dios para construir el edificio de su plan: “Por tanto, el autor de 1 Pedro transmite aquí una tradición cristiana primitiva. Sobre la base de la relación previamente establecida de los cristianos como ‘piedras vivas’ con Cristo como ‘piedra viva’, ahora, con la declaración cristológica, puede emprender al mismo tiempo la determinación del lugar de la comunidad en el mundo”.[5] La preeminencia de Jesucristo como “piedra principal” (v. 7b) es la razón de ser de todo lo que la iglesia es y, al mismo tiempo, la piedra de tropiezo en la que caerán muchos (skandálou, 8). 

Conclusión

Esta manera de radicalizar la Reforma en la vida de la comunidad permitió que cada creyente alcanzara una gran autoestima en relación con su lugar en la iglesia al afirmar que ningún papa, cardenal u obispo podría usurpar el lugar de los llamados “laicos” como fuerza viva de la existencia eclesial, tal como se había anhelado desde siglos atrás. La primacía de la Palabra divina, el sacerdocio universal de los creyentes y la afirmación central de Jesucristo como Señor de la iglesia y del mundo son elementos completamente vigentes de la transformación que deben anunciar y experimentar las iglesias protestantes.



[1] Reinhard Feldmeier, The First Letter of Peter. A commentary on the greek text. Waco, Universidad de Baylor, 2008, p. 63, nota 6, p.126. Versión propia.

[2] E. Cothenet, Las cartas de Pedro. Estella, Verbo Divino, 1984 (Cuadernos bíblicos, 47), p. 24.

[3] M. Lutero, “A la nobleza cristiana de la nación alemana”, en Escritos reformistas de 1520. México, SEP, 1988 (Cien del mundo), pp. 33-34.

[4] Jean Beaubérot y Jean-Paul Willaime, “Ministerio y sacerdocio universal”, en ABC du protestantisme. Ginebra, Labor et Fides, 1990, p. 121. Versión propia.

[5] R. Feldmeier, op. cit., p. 137.

domingo, 8 de octubre de 2023

Reformar a fondo la espiritualidad cristiana: Metamorfosis (II) (I Pedro 1.13-23), Pbro. L. Cervantes-Ortiz

 

8 de octubre de 2023

Pues Dios los ha rescatado a ustedes de la vida sin sentido que heredaron de sus antepasados; y ustedes saben muy bien que el costo de este rescate no se pagó con cosas corruptibles, como el oro o la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, que fue ofrecido en sacrificio como un cordero sin defecto ni mancha.

I Pedro 1.18-19, Dios Habla Hoy 

Trasfondo

No cabe duda de que una de las grandes herencias de las reformas religiosas del siglo XVI es la forma en que se reencauzó la práctica de la espiritualidad, pues a la ruptura del gran edificio de la Cristiandad, encabezada por la figura papal, el siguió la urgencia de corregir cada aspecto de la vida de las personas y de las colectividades. Al acercarse nuevamente a las Escrituras, fue posible redescubrir las bases elementales de la forma en que cada creyente se podía relacionar con Dios, superando por fin muchas de las tradiciones impuestas como hábitos cuyo contenido ya no era muy comprensible, pues la repetición de rezos, por ejemplo, fue sustituida por la práctica constante de la oración de forma más espontánea y concisa, comprendiendo que la expresión auténtica dirigida a Dios mediante un diálogo consciente y educado produciría mejores resultados que la mera repetición de ensalmos y letanías. Lutero tuvo que escribir todo un tratadillo sobre la forma que debía tener la plegaria en la nueva situación producida por la Reforma (Método sencillo de oración para un buen amigo, 1535).[1] Asimismo, el acercamiento a la Palabra divina concentrada en la Biblia derivó en la libre interpretación, ya no sometida al control de la tradición o el Magisterio eclesiástico, y con la exigencia educativa y cultural de que cada persona pudiera leer por sí misma a fin de escudriñar atentamente los textos sagrados. La superación de la misa, como escenificación litúrgica (la misma palabra significa eso, “poner en escena”, de manera teatral) dio paso a una nueva manera de culto centrada en la recuperación del lugar de la Palabra y los sacramentos. Para ello, Lutero dedicó tres documentos al tema (Del orden del culto en la iglesia, Formula Missae et Communionis, de 1523, y La misa alemana, 1526). “Lutero abolió todo lo que recordaba un sacrificio con que el sacerdote pretendía ofrecer el cuerpo y la sangre de Cristo a Dios como sacrificio propiciatorio por los presentes y ausentes. Pues con esto, todo el acto se había transformado en una ofrenda dada a Dios en favor de alguien, y había perdido así el carácter de una acción de gracias por los dones divinos que recibimos”.[2]

 

Preparar la mente para la acción (vv. 13-17)

La porción de la carta de Pedro es un buen resumen de las verdades de la fe cristiana que producen una espiritualidad definida y que manifiesta un avance, tal como estaba aconteciendo en los momentos cruciales de la Reforma cuando debía redefinirse prácticamente todo lo que tenía que ver con la iglesia. Luego de la introducción sobre el llamado a la fe al que respondieron positivamente los creyentes de las regiones a quienes se dirigió el apóstol, aparecen tres exhortaciones muy concretas para la vida cristiana: primero, preparar la mente para la acción (13), segundo, portarse como hijos obedientes, y tercero, vivir una vida completamente santa. La espiritualidad cristiana es “un éxodo hacia la santidad” (E. Cothenet). Asimilar el cambio espiritual en medio de la persecución fue un enorme desafío tanto para los contemporáneos de Pedro como para quienes asumieron la Reforma como una nueva forma de fe. De ahí la frase coloquial con que inicia el pasaje (“Ceñir los lomos del entendimiento”), encaminada a lograr que las personas se preparasen adecuadamente para responder a los nuevos desafíos históricos y religiosos.

La base más profunda de la espiritualidad es explicada en el v. 13: “…pongan toda su esperanza en la gracia que recibirán cuando Jesucristo sea manifestado”. Afianzarse en ella es la razón de ser de una espiritualidad sana, fuerte y exigente. La Reforma insistió en que cada creyente pusiera a funcionar las bondades de la gracia a fin de superar el esquema tradicional de la supuesta participación en la obra de salvación de Dios. Toda espiritualidad reformada se basa justamente en el triunfo de la gracia en la vida de cada persona y colectividad: “La gracia es en este caso los dones actuales de Dios para nuestra santificación. Aquí el término designa la plenitud de la salvación, que se manifestará en la parusía de Cristo”.[3]

 

Rescatados por la sangre preciosa de Cristo (vv. 18-23)

El pasaje subraya el carácter único y fundamental de la obra salvadora de Cristo, de nadie más, para obtener el rescate divino. Los demás elementos que podrían “competir” al Señor como mediador son calificados como “cosas corruptibles, como el oro y la plata” (18b), los aspectos materiales que no pueden granjear el favor divino, tal como se anunciaba con las llamadas “indulgencias”: “El derramamiento de sangre manifiesta la seriedad del amor redentor”.[4] La sangre purísima del Señor fue la prenda que consiguió rescatar a los hijos e hijas de Dios a través suyo, sangre como la de un cordero sin mancha (19) predestinado desde antes de que Dios creara el mundo (20). El lenguaje sacrificial usado por el apóstol sirve para colocar en su justa dimensión el sacrificio, único e irrepetible, del Señor y que no puede recrearse o repetirse una y otra vez en el acto de la misa. Como bien lo subraya también la carta a los Hebreos, ese sacrificio no puede repetirse pues se llevó a cabo una sola vez (Heb 7.27).

La esperanza en Dios procede, única y exclusivamente, de la certeza depositada en la resurrección y glorificación del Señor (21): “Antes de terminar esta exhortación sobre el tema de la esperanza, Pedro añade una indicación importante sobre el contenido de la fe cristiana. Puede compararse este texto con Rom 10,9s. La fe recae en la intervención de Dios que salvó de la muerte a Jesús —nuevo Isaac— y lo asoció plenamente a su gloria”.[5] Eso consigue que el amor se imponga como práctica constante en la comunidad (22). Finalmente, otro gran tema de la Reforma es aquel que liga la simiente del nuevo nacimiento en la fe a “la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (23b): “Esta nueva exhortación se centra en la eficacia permanente de la palabra de Dios. Mientras que todos los valores de este mundo están abocados a una rápida destrucción, la palabra de Dios sigue en pie y engendra hijos para toda la eternidad. El amor fraterno es el sello de la nueva vida recibida por la fe”.[6] El apego a la palabra divina es la consigna permanente de toda reforma de la espiritualidad.

 

Conclusión

La metamorfosis de la espiritualidad cristiana a partir de la Reforma dirigida por el propio Dios es una de las grandes aportaciones de este movimiento pues basta con ver cómo el nuevo lenguaje bíblico, doctrinal y espiritual de quienes la dirigieron está plagado de alusiones a una relación personal e inmediata con Dios a través de Jesucristo, borrando absolutamente cualquier otra forma de mediación ajena al plan del Señor. La espiritualidad reformada es una forma de fe bien situada en su anclaje bíblico a partir de la plena aceptación de la gracia y la obra de Cristo, pilares centrales de la genuina fe cristiana.



[1] M. Lutero, Método sencillo de oración para un buen amigo, en Obras. Teófanes Egido, ed., Salamanca, Ediciones Sígueme, 1977, pp. 319-331, https://luteranacristorey.com/wp-content/uploads/2020/04/M%C3%89TODO-SENCILLO-DE-ORACI%C3%93N.pdf.

[2] F. Lange, “Misa alemana, 1526”, en Revista Teológica, Seminario Concordia, año 23, núm. 92, cuarto trimestre, 1976, p. 2.

[3] E. Cothenet, Las cartas de Pedro. Estella, Verbo Divino, 1984 (Cuadernos bíblicos, 47), p. 17.

[4] Ibid., p. 19.

[5] Ibid., pp. 19-20.

[6] Ibid., p. 20.


domingo, 1 de octubre de 2023

Reformar la fe individual y colectiva: Metamorfosis (I) (Romanos 12.1-2), Pbro. L. Cervantes-Ortiz


Thomas Müntzer (1489-1525)

1 de octubre de 2023

...sino transformaos (metamorfousthe) por medio de la renovación de vuestro entendimiento para que conozcáis cuál es la buena voluntad de Dios agradable y perfecta…                                      

Romanos 12.2b

Trasfondo

Así hemos leído tantas veces en el pasaje de Romanos 12.2, donde el apóstol Pablo exhorta a los creyentes de Roma, a quienes no conocía, a asumir constantemente una nueva visión del mundo, de la vida y de la relación con Dios. De lo que quizá no hemos estado muy conscientes es de que el verbo “transformaos”, metamorfousthe (RVR 1960), (“cambien de manera de ser”, BLA; “dejaos transformar”, BTI; “cambien su manera de pensar”, DHH) traduce el original griego de donde viene la palabra metamorfosis, más conocida y asociada a ciertos procesos biológicos y hasta a una novela de grandes alcances escrita por Franz Kafka que lleva ese título. Algunas traducciones aplican el criterio dinámico de utilizar más palabras para conseguir que la intensidad del verbo se transmita mejor y así puedas comprenderse más las proyecciones de la exhortación paulina. Luego de una exaltada doxología con la que concluye su reflexión-análisis sobre el lugar del judaísmo en la historia de la salvación, el apóstol comienza una especie de conclusión de esta magnífica epístola. 

La exhortación a la transformación permanente

Esta palabra, metamorfosis, evoca la necesidad que veía el autor de la epístola de someterse permanentemente a un proceso de cambio mental, espiritual y cultural con el fin supremo de conocer a fondo la voluntad de Dios. Semejante proyecto vital es propuesto como la actitud básica con que debería experimentarse la vida cristiana y, por supuesto, la relación con Dios. Por ello, el famoso postulado Ecclesia reformata et semper reformanda est secundum Verbum Dei (Iglesia reformada siempre reformándose de acuerdo con la Palabra de Dios), acuñado en los Países Bajos, resume muy bien el espíritu de esta exhortación paulina, pues retoma el impulso para afrontar las realidades presentes con la mirada puesta en las transformaciones que el propio Dios espera que la iglesia lleve a cabo para estar a la altura de sus exigencias.

Hasta aquí todo suena muy bien, porque parecería que las diversas vertientes de la Reforma Protestante asumieron como programa principal la transformación continua de las estructuras eclesiásticas, de sus mentalidades, acciones y proyectos y que esto se ha realizado así desde el siglo XVI hasta la fecha. Esto es completamente falso, porque, lamentablemente, desde los inicios de la Reforma, y con el paso de los años, nunca se establecieron criterios para normar el cumplimiento de este precepto, que ahora sólo es una frase propagandística más para repetir todos los meses de octubre en nuestras iglesias.

La disposición permanente para el cambio en las iglesias debe ser vista como el resultado de la respuesta en obediencia a la acción del Espíritu, quien permanentemente pugna por modificar la mentalidad y actuación de su Iglesia, como se aprecia claramente en las cartas que dirigió en el Apocalipsis a las comunidades del Asia menor, en algunas de las cuales incluso utiliza un lenguaje muy violento para convencerlas de los cambios de rumbo específicos que debían realizar. Por todo esto, el recuerdo y celebración de los momentos fundadores de las reformas del siglo XVI no debería ser tanto la conmemoración de la obediencia de sus dirigentes y protagonistas, sino también una puesta al día de la nuestra hoy en día, cuando nuevamente somos confrontados con esa exhortación: “Lleven a cabo una metamorfosis en todo lo que hacen”. “Los cristianos deben tener presente que ya ahora pertenecen al nuevo eón y que esto tiene consecuencias definidas para su manera de vivir. Por la misericordia de Dios en Cristo han sido librados del presente eón malo (cf. Gál 1.4) en el cual ejercen su severo gobierno la ira, el pecado, la ley y la muerte. En consecuencia, no es posible que siga viviendo en eI estado antiguo, como si nada hubiera acontecido por medio de Cristo”.[1]

Reflexionaremos a partir de cuatro actitudes hacia el cambio: la resistencia, que resulta de una negación hacia lo distinto que puede llegar sin previo aviso; la adaptación, que a veces se experimenta de una manera obligada o forzada, sin ánimo, pero en ocasiones positivamente también, en términos de hábitos nuevos o diferenciados; la práctica, es decir, una forma de asumir el cambio como inevitable, pero también como una forma de vida que se impone por la fuerza de la voluntad; y la promoción, que implica formar parte de una manera firme y decidida de producir transformaciones en conglomerados pequeños o grandes, a sabiendas de que lo propuesto es útil y necesario.

Reformar la fe de las personas, individual y colectivamente

El énfasis renovador que movió a los reformadores/as del siglo XVI tuvo como punto de partida circunstancias y coyunturas que se conectaron muy bien con el espíritu de las palabras paulinas. De este modo, para Lutero, por ejemplo, el caso de la venta de indulgencias puso en entredicho varios aspectos de la fe individual y colectiva, pues se sumaron factores que, vistos paso a paso evidenciaban la forma en que la comprensión del contenido de las Escrituras había sido falseado. Veamos: a) El papa y sus colaboradores no podían, de ninguna manera, administrar los elementos escatológicos de la fe como bienes materiales, lo que los hacía culpables de simonía. b) El destino de las personas más allá de la muerte está única y exclusivamente en las manos de Dios y no puede ser modificado por artilugios materiales y terrenales. c) La enseñanza de las Escrituras había sido tergiversada en el sentido de que la representación de Dios en el mundo no podía ser puesta en entredicho por las acciones de los dirigentes de la Iglesia. d) Los integrantes de la Iglesia debían recuperar su papel protagónico para reclamar los derechos que la institución religiosa había asumido como propios e inalienables ante los poderes del mundo y más allá de ellos. e) La autoridad moral de la Iglesia estaba en crisis, puesto que su estrecha relación con los monarcas de la época (constantinismo) había desnaturalizado su capacidad para exponer las exigencias radicales del Evangelio de Jesucristo.

Por todo lo anterior, se hacía urgente una verdadera reforma, no solamente un reformismo, de las acciones y mentalidades de la Iglesia y de la sociedad, pues ésta se asumía como cristiana en todos sus órdenes, pero no vivía consecuentemente aplicando los valores del Reino de Dios en el mundo y había faltado al principio bíblico de escuchar y obedecer la voz del Espíritu para transformarse en el sentido que Dios deseaba que sucediera. De modo que este pecado, eclesiástico y social, negarse a aceptar las transformaciones impulsadas por el Espíritu, propició que la sociedad acomodara la enseñanza de la Iglesia a sus propios intereses de mantener la situación tal como estaba, cerrando la puerta para los cambios deseados por el Espíritu. Esta lectura teológica que en su momento no fue totalmente expuesta como tal, fue construyéndose sobre la marcha, a medida que avanzaban los diversos movimientos reformadores. Los grandes documentos que se fueron redactando, tales como La libertad del cristiano, de Lutero, o la Institución de la religión cristiana, de Calvino, entre otros, mostraban la necesidad de tomar muy en cuenta las palabras de Romanos 12.1-2 como fundamento del cambio que demandaban las circunstancias para tratar de vivir de acuerdo con las exigencias del Evangelio ante los evidentes signos de descomposición generados por la práctica de la llamada Cristiandad, que era lo que había entrado en una crisis irreversible. 

Conclusión

Calvino dedica varias páginas a comentar Ro 12.1-2 y en cuanto al v. 2, utiliza el verbo reformaos para traducir el griego metamorfousthe. Karl Barth explica el mismo versículo así: “Penitencia significa cambiar de modo de pensar. Este cambio de mentalidad es la clave del problema ético, el lugar en el que se produce el giro que apunta a un actuar nuevo. […] Pensar en la eternidad es tener el pensamiento renovado, es cambiar de modo de pensar, es la penitencia”.[2]

En suma, la Iglesia pudo y puede cambiar y transformarse, renovarse y reformarse continuamente, cuando toma muy en serio esta visión de presente y futuro, esto es, cuando mira la existencia, su existencia, como una subordinación auténtica y radical a los verdaderos planes de Dios. Porque influir o tratar de cambiar la fe individual y colectiva era el reto mayúsculo que enfrentaron las reformas religiosas y sigue siendo el mismo que enfrentamos ahora.



[1] Anders Nygren, Epístola a los Romanos. Buenos Aires, La Aurora, 1969, p. 344.

[2] K. Barth, Carta a los Romanos. Madrid, BAC, 1999, pp. 511-512.

La paz, el amor y la fe en Dios (Efesios 6.21-24), Pbro. Dr. Mariano Ávila Arteaga

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