viernes, 23 de febrero de 2024

El edificio que levanta el Señor (Efesios 2.18-22), Pbro. L. Cervantes-Ortiz


25 de febrero, 2024


Es él quien mantiene firme todo el edificio y quien lo hace crecer, para que llegue a formar un templo dedicado al Señor

Efesios 2.21, Traducción en Lenguaje Actual

 

Trasfondo

La imagen del edificio como metáfora de la iglesia es una de las grandes aportaciones de la carta a los efesios y representa la culminación de la perspectiva eclesiológica del autor. “La rica eclesiología de Efesios se deja ver en las muchas imágenes o metáforas para describir a la iglesia: nueva humanidad (2:15; 4:13, 24), cuerpo de Cristo (1:23; 4:4), edificio (2:21), templo y lugar santísimo (2:22), esposa (5:22-33), santos y fieles (1:1b), plenitud (1:23b)”.[1] El gran amor con que Dios ha hecho el milagro de la reconciliación avanzó hasta el proyecto de reunir a los opuestos en una sola casa, en un solo edificio que es la iglesia, el nuevo pueblo de Dios:

 

En un mundo donde el prejuicio se ha enseñoreado de las relaciones humanas, donde nos dicen que la competencia es lo que ha de solucionar todos los males, donde la industria de la guerra es la que más dinero mueve en todo el mundo, proclamar el fin de los prejuicios, la fraternidad solidaria, el tiempo de la paz es mostrar qué es la nueva creación de Dios, creación que no se conquistó con las legiones armadas de los romanos. La hizo un judío crucificado al que un soldado romano traspasó con su lanza. Y al hacerlo estaba dando ocasión a que se derribaran los muros entre gentiles y judíos.[2]

Acceso al Padre en un mismo espíritu (vv. 18-19)

A partir de la reconciliación, mediada por Jesucristo, y de “la superación de las enemistades” (2.16b), Dios, a través de su Hijo, otorgó el mismo Espíritu que une a los antiguos enemigos y les garantiza el acceso a Dios: “Así como somos integrados en un mismo cuerpo por la reconciliación (v. 16) participamos de un mismo Espíritu que nos da acceso a Dios. Es que cuerpo y espíritu son inseparables. No hay cuerpo de Cristo sin el Espíritu de Cristo, ni hay Espíritu de Cristo sin su cuerpo. Cuando hay vida en Cristo, cuerpo de Cristo y Espíritu de Cristo están unidos. La reconciliación que Cristo obra es dar vida en medio de un mundo sembrado de muerte”.[3] La inserción de los no judíos en el pueblo de Dios tuvo enormes consecuencias. El Espíritu que da acceso a Dios a todos es el mismo que impulsa a comunicar esas grandes transformaciones. Al no haber ya “extranjeros ni advenedizos” la participación en el pacto es total. “A la pregunta: ¿es posible aproximarse al Dios de Israel sin aproximarse al pueblo de Israel? aparece ahora la respuesta: ya no hay extranjeros, no hay dos pueblos, no hay puros e impuros, nacionales y extranjeros, hijos y esclavos. De todas las naciones convergen quienes han sido redimidos por la Cruz, reconciliados en Cristo. El Dios de Israel no deja de serlo, pero es Dios de todo pueblo, raza, tribu y nación. Por eso el Espíritu nos da acceso al Padre de todos los pueblos”.[4]

La reconciliación divina consiguió que judíos y gentiles, por igual, sean conciudadanos (sumpolitai, v. 19) de los santos, es decir, participan de los derechos igualitarios dentro del Reino de Dios: “Este reino no es ni una jurisdicción territorial ni siquiera una estructura espiritual. El reino de Dios es Dios mismo gobernando a su pueblo y derramando sobre ellos todos los privilegios y responsabilidades que ese gobierno implica. […] la palabra conciudadanos subraya el contraste entre la vida desarraigada fuera de Cristo y la estabilidad de ser parte de la nueva sociedad de Dios”.[5] La metáfora se modifica y se hace más íntima: todos ahora forman parte de la familia (oikeioi) de Dios (v. 19), en donde la imagen de la casa, lo doméstico, predomina y subraya el carácter filial de la nueva relación con Dios y entre ellos, y es una relación cercana de afecto, atención y ayuda.

El edificio que levanta y sostiene el señor (vv. 20-22)

A las metáforas política y familiar le sigue la simbología del edificio construido por el Señor que se ha levantado (epoikodomethéntes) sobre “el fundamento de los apóstoles y profetas” (v. 20), con la piedra angular que es el propio Jesucristo. Participar de la familia divina conduce a estar incluido en ese edificio que está construyendo el Señor:

 

La idea de ser una familia (griego: oikeios, de allí oikoumene = ecumenismo, habitar una misma casa) lo lleva al apóstol a la idea de “ser edificados” (oikodomeo). El Espíritu nos permite edificar nuestro testimonio sobre aquellos que han recibido y han sido inspirados antes por ese mismo Espíritu: apóstoles y profetas. Es notable que Pablo nuevamente ponga aquí por fundamento tanto el Antiguo como el Nuevo Pacto. El edificio de la nueva humanidad tiene en Cristo la piedra angular, que le da solidez, es cierto. Pero los profetas del Antiguo Pacto, los que denunciaron el formalismo de la Ley y el olvido de su núcleo que es la misericordia, los que clamaron por justicia para pobres y sufrientes, los que anunciaron la continuidad de la Promesa, son parte del fundamento de este edificio.[6] 

Del edificio se pasa a la imagen del templo santo, bien coordinado para crecer en el Señor (v. 21). El templo, morada de Dios, una nueva construcción adonde todos sus integrantes humanos son “juntamente edificados” (v. 22). El crecimiento en cuestión no es numérico sino cualitativo: Pero aquí el crecimiento no es numérico sino cualitativo: “La iglesia reconciliada crece, no porque ‘seamos más’ en número, sino porque crecemos a la estatura de Cristo. La Iglesia reconciliada crece en tanto es Templo del Señor, testigo fiel del Crucificado que resucitó. Así se construye el nuevo Templo. un Templo donde ya no hay atrios separados, de gentiles, de mujeres, de judíos. un Templo donde ya no hay un velo que aísla a Dios de los hombres, sino un Dios “revelado” en Jesucristo, al que tenemos acceso por medio de su Espíritu”.[7] En ese templo están reunidos juntos judíos y gentiles, hombres y mujeres, esclavos y libres, pues las diferencias que el mundo establece han sido superadas en la nueva Creación de Dios. Lo exterior del templo no es lo que importa sino el Espíritu de Dios que mora también en ellos.

Conclusión

La imagen del templo en construcción permanente afianza la enseñanza paulina sobre la forma en que el amor se experimenta en la iglesia. Dado que ya no hay muros de separación ni los criterios humanos predominan allí, el pueblo de Dios está llamado a ser la edificación continua en donde la obra de Jesucristo se lleva a cabo continuamente como parte del esfuerzo divino por hacer presente la nueva humanidad, capaz de instaurar nuevas formas de convivencia humana, más allá de las imposiciones clasistas y racistas que tratan de imponer los sistemas sociales. “Cristo es el artesano de la nueva humanidad (2.14-18). Y el Espíritu es el que construye y edifica por su poder el edificio/templo que es la Iglesia, y que está en vías de ser la morada del Padre (2.19-22). Esa unidad en la acción y propósito del Padre, Hijo y Espíritu Santo ha de ser inspiración para los líderes de la iglesia, llamados a edificar sobre el fundamento que es Cristo junto con otros miembros del mismo cuerpo (4.1-16)”.[8]



[1] Mariano Ávila Arteaga, Efesios. Introducción y comentario. Tomo I. Capítulos 1-3. Buenos Aires, Ediciones Kairós, 2018, p. 161.

[2] Néstor Míguez, “Epístola a los Efesios: la reconciliación de los pueblos”, en Revista de Interpretación Bíblica Latinoamericana, núm. 68, 2011/1, p. 128.

[3] Ídem.

[4] Ídem.

[5] John R.W. Stott, La nueva humanidad. El mensaje de Efesios. Quito, Ediciones Certeza, 1987, p. 102.

[6] N. Míguez, op. cit., pp. 128-129.

[7] Ibid., p. 129.

[8] M. Ávila Arteaga, op. cit., p. 235.

domingo, 18 de febrero de 2024

El amor de Dios es incluyente (Efesios 2.11-17), Pbro. Emmanuel Flores Rojas

 


18 de febrero, 2024

Introducción

De entre todas las epístolas del apóstol san Pablo, la carta a los Efesios es la más eclesiológica de todas, es decir, es aquella donde el apóstol a los gentiles desborda por todas partes el tema central de la Iglesia, entendida no como una mera asamblea de creyentes, sino, ante todo, como el cuerpo de Cristo. Así, san Pablo une de manera magistral dos temas centrales de la teología del Nuevo Testamento: el vínculo entre cristología y eclesiología, de tal manera que, tanto en la carta a los Colosenses como en Efesios:

[…] el cuerpo de Cristo no se interpreta cósmica, sino eclesiológicamente. Cristo es también cabeza del universo; pero no se llama al universo cuerpo de Cristo, sino a la Iglesia (cf. Col 1:18, 24; 3:15; cf. 2:19). […] También en la carta a los Efesios es Cristo señor del universo (cf. 1:22s); pero,  no obstante las perspectivas cósmicas que se dan también en esta epístola, tampoco aquí designa “cuerpo” al cosmos, sino a la Iglesia (1:22s; 2:12-16; 4:4, 12-16; 5:23, 30). También aquí crece el cuerpo de Cristo por la evangelización de los pueblos y, en general, por el servicio de la Iglesia al mundo (cf. 2:21s; 4:11s.15s). Como cuerpo de Cristo, la Iglesia es la “plenitud” (pleroma) de aquel que lo llena “todo en todo” (1:22s); con todas las fuerzas vivas que de Él proceden, Cristo, cuyo cuerpo es la Iglesia, penetra y domina el universo. No se trata aquí de universalidad griega, entendida panteísticamente, sino de una penetración del universo por el dominio o soberanía, de acuerdo con la idea judía de súbdito, que dice servicio y obediencia[1]. 

Pero si la Iglesia de Cristo penetra y domina el universo, lo hace en virtud de que ella es el cuerpo de Cristo, y no en virtud de alguna capacidad propia o intrínseca, hemos de preguntarnos el modo en que la Iglesia-Cuerpo-de-Cristo es incluyente en el amor de Dios.

Desarrollo

A la luz de lo anterior puede verse que el tema de la Iglesia está íntimamente conectado con el amor de Dios que lo incluye todo bajo Cristo, incluso el cosmos. Por eso es muy importante señalar que, según san Pablo, Dios no tiene dos pueblos como pretende el dispensacionalismo teológico, que enseña que Dios tiene dos pueblos distintos: la Iglesia e Israel. Pero leyendo atentamente al apóstol a los gentiles, éste dice: “Por lo tanto, recuerden ustedes los gentiles de nacimiento -los que son llamados “incircuncisos” por aquellos que se llaman “de la circuncisión”, la cual se hace en el cuerpo por mano humana-, recuerden que en ese entonces ustedes estaban separados de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef 2:11-12, NVI). ¡Estar separados de Cristo significa estar fuera de la Iglesia-Cuerpo-de-Cristo! La locución adverbial consecutiva: “por lo tanto”, con la que se abre esta sección de la carta, hace referencia al estado en que los efesios se encontraban antes de estar en Cristo, descrito en los vv. 1-10. “En otro tiempo ustedes estaban muertos…” (v. 1s).

En virtud de la circuncisión los judíos se creían superiores a los gentiles, a quienes ninguneaban y señalaban como inferiores a ellos. El rito de la circuncisión, recordémoslo, se aplicaba únicamente a los varones judíos en su más tierna infancia, apenas a los ocho días de nacidos. Ese acto físico era una evidente marca de distinción y separación entre judíos y gentiles, pero el amor de Dios a los gentiles rompió completamente con dicha separación: “En él [Cristo] también ustedes, cuando oyeron el mensaje de la verdad, el evangelio que les trajo la salvación, y lo creyeron, fueron marcados con el sello que es el Espíritu Santo prometido” (Ef 1:13, NVI).   

Los cristianos gentiles no estamos circuncidados, ni queremos estarlo, y, sin embargo, formamos parte de todas las promesas del Pacto, a través de la “circuncisión de Cristo”. ¿Y qué es la circuncisión de Cristo? Pues el bautismo mismo (Col 2:11-12). Y aquí es muy importante enfatizar que para el apóstol Pablo, el bautismo es aún más incluyente que la circuncisión del Antiguo Testamento, ya que como escribió en la carta a los Gálatas: “porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo no libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa” (Gal 3:26-29, RVR-60).

De todo lo cual se sigue que no hay ninguna superioridad de tipo racial (ya no hay judío ni griego), no hay tampoco ninguna superioridad económica (no hay esclavo ni libre), y tampoco existe desde luego, ninguna superioridad de género (no hay varón ni mujer). La unidad de Cristo que se obtiene con el bautismo es mejor que la circuncisión porque trasciende todas las diferencias étnicas, sociales y sexuales (cf. Rm 10:12; 1 Co 12:13; Ef 2:14-16; Col 3:11). La igualdad de todos los seres humanos delante de Dios generada por la inclusión que propicia el bautismo cristiano, tiene que concretarse en términos de derechos y responsabilidades en la Iglesia y la sociedad. Si la sociedad es racista, excluyente y violadora de los derechos de las minorías, la Iglesia-Cuerpo-de-Cristo está llamada a romper con todo lo que excluya a quienes no son ni piensan como nosotros. Y aquí, permítaseme citar una de las confesiones de fe de la tradición reformada a la que me adscribo, la Confesión de Belhar de la Iglesia Presbiteriana de Sudáfrica, que condenó el régimen racista del apartheid, y que en una de sus partes dice:

Creemos:

* Que el trabajo de reconciliación de Cristo se hace manifiesto en la iglesia como la comunidad de creyentes que han sido reconciliados con Dios y el uno con el otro (Ef. 2:1122);

* Que la unidad es, por lo tanto, ambos un don y una obligación para la iglesia de Jesucristo; que a través del trabajo del Espíritu de Dios es una fuerza vinculante, aun simultáneamente una realidad que debe ser seriamente perseguida y solicita: por la cual el pueblo de Dios debe continuamente ser animado a obtener (Ef. 4:116);

* Que esta unidad debe ser visible para que el mundo pueda ver que la separación, enemistad y el odio entre personas y grupos es pecado; el cual Cristo ya ha vencido, y como consecuencia que cualquier cosa que amenace esta unidad no tendrá lugar en la iglesia y debe ser resistido (Juan 17:2023)[2].

Corolario

El amor de Dios es incluyente nunca excluyente ni exclusivo, y lo único que descarta es la exclusión. ¿Es Dios solo Dios de los cristianos o de los creyentes? La respuesta que san Pablo dio en su tiempo a la acuciante pregunta de si Dios era Dios solo de los judíos, fue que no, que Dios era Dios también de los gentiles a quien tanto despreciaban los hijos de Abraham según la carne. Como Iglesia-Cuerpo-de-Cristo ¿a quiénes excluimos hoy en nombre de Dios y de Cristo? Como Iglesia de Dios no debemos olvidar las sensatas palabras del apóstol Pablo, quien escribió que Dios ha hecho una nueva humanidad en Cristo (Ef. 2:13s).   



[1] Küng, Hans, La Iglesia. BarcelonaHerder, 1984, p. 278. Énfasis en el original.

sábado, 10 de febrero de 2024

"Creados en Cristo Jesús para buenas obras" (Efesios 2.6-10), Pbro. L. Cervantes-Ortiz

Vincent van Gogh, El buen samaritano (1890)

11 de febrero, 2024

Nosotros somos creación de Dios. Por nuestra unión con Jesucristo, nos creó para que vivamos haciendo el bien, lo cual Dios ya había planeado desde antes.

EFESIOS 2.10, Traducción en Lenguaje Actual

TRASFONDO

Uno de los temas bíblico-teológicos más apasionantes es la relación entre la fe y las obras. Si hasta el siglo XVI se creía que las obras podrían contribuir, así fuera pasivamente, para obtener la salvación, a partir de la Reforma protestante el concepto cambió radicalmente y colocó las obras, tal y como siempre debió ser, como el fruto de la obra redentora de Dios en la existencia humana. La carta a los Efesios, como parte de su discurso teológico acerca de la iglesia, aborda el asunto y lo sitúa en el marco de la acción divina que crea y sostiene a la comunidad de fe dentro del proyecto cósmico expuesto tan ampliamente por la epístola. Abundando en la exploración de las enormes riquezas de salvación entregadas por Dios, el texto plantea cómo es que en la iglesia es posible disfrutar de dones y bienes espirituales desde esta vida presente para así proyectarse como integrantes de ella hacia el futuro cósmico anunciado y prometido por el Señor.

“NOS SENTÓ AL LADO DE CRISTO JESÚS EN LOS LUGARES CELESTIALES” (VV. 6-7)

La maravillosa conjunción de realidades presentes y celestiales a la que alude el v. 6 forma parte de la gloriosa proclamación de Efesios acerca de la trascendencia con que debe vivirse históricamente la existencia terrenal de la iglesia. En medio de ella se disfrutan desde ya los beneficios que todavía no se han manifestado plenamente, pero que ya son perceptibles gracias a las acciones amorosas de Dios:

Aquí, a diferencia de Rom 6, que distingue entre la asociación presente a la muerte de Cristo por el bautismo y la esperanza de la resurrección, todo parece que esté ya adquirido: no sólo hemos sido revivificados con Cristo, sino que compartimos ya su reino celestial. […] está claro que el autor es demasiado realista para pretender que está ya todo adquirido: multiplica las exhortaciones morales para que los bautizados “se hagan” lo que [ya] son por gracia (4.17- 6.20). Volviendo sobre el tema de la misericordia, el v. 7 presenta el plan de Dios como la manifestación de la sobreabundancia de la bondad divina.[1]

Estar sentados desde ya en los lugares celestiales con el Señor Jesús significa que ya se están disfrutando las bondades de su Reino, esa realidad intra y suprahistórica que es vivida y proclamada por la iglesia. En el v. 7 se subrayan los sucesos futuros en los que se manifestarán ampliamente el amor y la misericordia del Señor. Las mieles de todo ello ya son saboreadas por la iglesia presente como anticipos verdaderos y efectivos.

LA IGLESIA, POEMA DE DIOS Y LAS OBRAS COMO RESULTADO DE LA SALVACIÓN (VV. 8-10)

Por lo anterior, se destaca, una vez más, que todo ello está aconteciendo y acontecerá únicamente por el predominio y la aplicación de la gracia (v. 8) y que nadie puede gloriarse por el resultado de las obras (9), pues ellas son más bien la consecuencia de todo este proceso. La Reforma protestante captó muy bien este contraste al redefinir la relación con las obras: si el Señor Dios ya las ha preparado para que andemos en ellas (10) produciéndolas como fruto de la salvación, ellas no desaparecen sino que se espera que las realicemos aquí y ahora, en el presente siempre exigente para la vida de fe. “Sin merecer por ellas mismas la salvación, las obras buenas (que se detallarán en el capítulo 5) manifiestan la energía de la gracia bautismal: Dios las ha preparado para que nos comprometiéramos a cumplirlas”. [2]

Pero, antes de expresar eso, el apóstol introdujo una de las metáforas más relevantes de todo el Nuevo Testamento acerca de la iglesia: la iglesia es “el gran poema de Dios”, puesto que la frase “nueva creación” implica el uso del verbo relacionado con póiesis, “creación”, de donde viene “poesía” y “poema”, por lo que Dios es el gran poeta que escribe a través de la iglesia una gran composición poética para la gloria de Dios:

La salvación es un regalo radical de Dios; él la ha ideado de principio a fin (como el himno inicial lo celebró). Tiene su origen en su incomparable gracia y se recibe estirando la mano de la fe. Al no depender de nuestras buenas intenciones o acciones y como generoso regalo de Dios, debería eliminar de una vez y para siempre toda presunción humana. En resumen, la iglesia es el poema que Dios ha escrito con la sangre del Mesías Jesús. Somos la nueva creación de Dios llamada a andar un camino alternativo al que sigue el cosmos.[3]

CONCLUSIÓN

Dios, como creador y recreador permanente, se abocó, en la iglesia a escribir un poema grandioso que permite apreciar, desde ella, la enorme bendición de acompañarlo a Él y al Señor Jesús en la eternidad desde ahora, mediante el inmenso desafío de mostrarse como una nueva creación efectiva, iluminadora, transformadora y crítica de las realidades circundantes. Las buenas obras de los creyentes reproducen la nueva creación que Dios ha instalado en el mundo para hacer visibles los signos de su Reino, la gran realidad a la que aspiran el mundo presente y contradictorio, y el cosmos en su totalidad.

1 Edouard Cothenet, Las cartas a los colosenses y a los efesios. Estella, Verbo Divino, 1994 (Cuadernos bíblicos, 82), p. 47.

2 Ídem.

3 Mariano Ávila Arteaga, Efesios. Introducción y comentario. Tomo I. Capítulos 1-3. Buenos Aires, Ediciones Kairós, 2018, pp. 192-193.


domingo, 4 de febrero de 2024

Vida nueva, vida en Cristo (Efesios 2.1-5), Pbro. L. Cervantes-Ortiz



4 de febrero, 2024

Por eso, aun que estábamos muertos por culpa de nuestros pecados, él nos dio vida al resucitar a Cristo. Nos hemos salvado gracias al amor de Dios.

EFESIOS 2.5, Traducción en Lenguaje Actual


TRASFONDO

El gran tema del amor de Dios en la carta a los Efesios se empieza a desplegar en el cap. 2. Las buenas noticias producidas por la resurrección y ascensión del Señor Jesús “afirman la soberanía del Mesías sobre todos los poderes del cosmos”  y la manera en que la iglesia, como su cuerpo, participa totalmente en su triunfo. Ef 2 confronta los dos poderes que están en juego en el conflicto cósmico y soteriológico: los de la maldad que operan en el cosmos “y de cuyas garras los cristianos han sido rescatados” (2.1-3) y los de la gracia y el amor de Dios que dan vida a una nueva creación, la nueva humanidad en Cristo, el nuevo pueblo de Dios, la iglesia. “Ésta es la nueva cosmovisión con la que la iglesia debe armarse para vivir en su entorno histórico con sabiduría y poder”.  El poder del amor y de la gracia divinos se manifiestan como la base de la existencia de la iglesia y de cada creyente que desea integrarse fielmente al macroproyecto del Señor para hacer visible su Reino y su salvación.

DE LA MUERTE A LA VIDA EN CRISTO (VV. 1-3)

Dos aspectos fundamentales se afirman en esta primera parte: primero, la condición oscura que precedió a la nueva vida obtenida en Cristo (1) y, después, la razón de ser de esa condición, causada por “el príncipe del poder del aire”, “el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia” (2). Esa situación previa hacía que la existencia humana fuera dominada por “la corriente de este mundo”. El lenguaje del autor coloca, a la humanidad transgresora, como lo había hecho antes en Romanos, como un gran conjunto de “hijos de la ira” (3) y, por lo tanto, como objeto de la justicia divina. Los cristianos de Éfeso debían estar conscientes de la gran transformación que habían experimentado al provenir de una vida llena (una muerte, en realidad) de “delitos y pecados”, una expresión que conjunta los términos para abarcar la totalidad de la oposición a Dios. “Los paganos (y los judíos), que antaño vivían en pecados y transgresiones una vida muerta, se habían entregado, por tanto, con su ilusión engañosa acerca del mundo, se habían entregado —digo— a la carne y a los deseos de la carne [...] Pero Dios nos ha vivificado. Y Dios, de cuya ira se había hablado, lo hizo porque ‘es rico en misericordia’. Por consiguiente, la ira de Dios no excluye su misericordia, sino que la presupone. [...] pero hay que recordar otra cosa más. Dios nos vivificó “por el gran amor con que nos amó”. 

Vivir “conforme a los poderes de este mundo” es estar sometidos/as a los designios opuestos al plan divino de salvación. Se trata de “la segunda gran fuerza que domina la existencia humana […] El poder que ejerce es efectivo […]; se realiza permanentemente […] y se manifiesta ahora (gr. nun). Y esa tarea se efectúa en lo interior y profundo del ser humano”.  A eso se refirió Fiodor Dostoievski cuando dijo que el campo de batalla entre el bien y el mal es el corazón humano. Los “hijos de la desobediencia” viven en los deseos de la “carne” (es decir, un principio moral radicalmente opuesto a la voluntad de Dios), hacen la voluntad de ella y eso los coloca como “hijos de ira”. La antropología paulina sobre los aspectos éticos del pecado es precisa y exacta: “Deseos, voluntad y propósitos van en contra de la voluntad de Dios y de nuestros mejores y más nobles deseos; son una poderosísima fuerza que nos domina y lleva hacia el mal”.  Esto hace que individuos, instituciones y organizaciones vivan esclavizados a poderes espirituales.

EL AMOR Y LA GRACIA QUE SALVAN (VV. 4-5)

Todo el escenario oscuro expuesto en los versículos anteriores cambia a partir del v. 4 en adelante: el pero que aparece al principio es un corte definitorio que incluye las bondades de la acción divina para ese nosotros que implica al apóstol y a sus lectores: Dios, rico en misericordia, “por el gran amor con que nos amó”, “aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo” (5). Es decir, transfirió la vida recuperada de su Hijo a todos aquellos que simpaticen y empaticen con lo sucedido en Jesús en el mundo. Su resurrección y exaltación se aplican a los seguidores/as que surjan por todas partes, especialmente en el ambiente no judío. “La acción que Dios ha realizado en ‘nosotros’ —judíos y gentiles— consiste en que él, como dice san Pablo al principio, dio vida a los muertos, más exactamente: ‘dio vida juntamente’. […] quiere decírsenos seguramente que en el bautismo nos unimos con Cristo y de esta manera recibimos la vida juntamente con él, recibimos su vida”. 

El acceso a la forma de vida auténtica que proporciona la salvación únicamente es por el amor y la gracia divinos, experimentados como dones inaccesibles para quienes persisten en la vida de desobediencia y oposición. La causa última de las acciones de Dios es el grandioso amor que manifiesta por los seres humanos, por sus anhelos y por su proyección y trascendencia. La primacía de la gracia es uno de los grandes temas teológicos del apóstol y alrededor de ella construyó el monumental edificio de las doctrinas de la salvación: “…es la acción gratuita y radical de Dios, inmerecidamente otorgada a quienes se encuentran esclavos en el ámbito de la muerte y bajo la ira de Dios. es perdón y absolución al culpable; es amnistía y oferta de reconciliación al rebelde. Es un regalo radical que cuesta trabajo aquilatar en un contexto como el nuestro en que todo tiene precio y en el que las mismas religiones se han convertido en mercancías a la venta y muchos de sus ministros de culto, en habilidosos mercaderes de la fe (Pierre Bourdieu)”.  Era incongruente y contracultural darle el regalo de la salvación a personas tan indignas (John M.G. Barclay (Paul and the gift, 2015).

CONCLUSIÓN

El amor de Dios en Cristo hacia la humanidad no es solamente un sentimiento admirable lleno de buenos propósitos. Es, sobre todo, la manifestación amplia de un inmenso proyecto de integración mediante el cual toda la creación, y especialmente la humanidad, sea capaz de experimentar y comprender la extensión de la integración que Él quiere hacer con todos los planos de la realidad y la convivencia. Experimentar el amor en la iglesia y en cada creyente es apenas el primer paso para sumarse a semejante intención de abrir las puertas para una comunión sólida y persistente con la fuente más profunda y eficaz del amor verdadero.

La paz, el amor y la fe en Dios (Efesios 6.21-24), Pbro. Dr. Mariano Ávila Arteaga

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