domingo, 27 de marzo de 2022

Una nueva visión de la iglesia guiada por el Espíritu: la escucha escatológica, Pbro. Raúl Méndez Yáñez

 

Los ángeles que guardan las siete Iglesias de Asia, mosaico de la basílica de San Marcos, Venecia

27 de marzo, 2022

1. El pueblo que habla

Desde nuestra tierna infancia los cristianos, especialmente los protestantes, somos entrenados para hablar. Muy pronto en la iglesia aprendemos a “dar testimonio”, pasamos a “recitar” el versículo bíblico aprendido en la Escuela Dominical ante el pleno congregado. Nuestra boca emana “alabanzas” y aprendemos a “orar” en público. Un niño educado en una iglesia evangélica tiene capacidad para hablar en público y muy pronto asume la voluntad y habilidad de “predicar” el Evangelio. ¿Cómo no enorgullecernos de los grandes oradores que ha prohijado el protestantismo? La elocuencia de un Charles Spurgeon, el denuedo reformado de un Jonathan Edwards, y, desde otro siglo y otra actitud ante los derechos humanos, y no solo los divinos, nos encontramos con la vehemencia con la que Martin Luther King defendió la libertad civil de la población afroamericana.

¿Qué más podemos añadir? En el siglo XIX y a comienzo del siglo XX, las escuelas de corte protestante en México destacaron por la habilitación de la libertad de conciencia y el estímulo del habla y la discusión entre los alumnos. Esto se consiguió a contrapelo de una cultura tradicional donde el alumno no opinaba sino acataba los dictados del profesor. De este modo, al habilitar la libertad de cuestionamiento, las escuelas protestantes se convirtieron en lo que el historiador Jean-Pierre Bastián denominó “un verdadero laboratorio de prácticas democrática” y citando una crónica de la época agrega, refiriéndose a la escuela liberal protestante: “Ahí el joven emite opiniones propias y las sostiene en debate, lee la prensa periódica y siente las pulsaciones de la vida nacional, se inicia en los procedimientos parlamentarios y hace sus primeras armas en el campo literario”.[1]

La escuela protestante se opuso ante dos dogmatismos. Por un lado, el dogmatismo católico tradicional que inhibía el cuestionamiento de las verdades divinas, y por otro el dogmatismo positivista, filosofía segregacionista paternada por el francés Augusto Comte, que anulaba cualquier voz que se levantara en contra de lo que, desde su muy sesgada visión, era la verdad científica. Sin embargo, esta filosofía científica, hegemónica durante el porfiriato, terminó en un dogmatismo al que el filósofo mexicano Antonio Caso no tuvo empacho en llamar una “capilla comtista”[2]. Caso hizo esta declaración siendo muy joven e irreverente, polemizando contra el gran científico Agustín Aragón quien había criticado la fundación de la Universidad Nacional por no seguir la ideología positivista. Caso, defendió esa libertad universitaria sentando el germen de lo que hoy se conoce como “libertad de cátedra”, un baluarte universitario en México hasta la fecha.

Esta evocación de Antonio Caso no es una digresión histórica meramente ocasional. La menciono porque Caso, aunque no era protestante, tenía como ejemplo de la libertad de cátedra universitaria a Martin Lutero quien había defendido el “libre examen”[3].

Este es uno de los principales legados del protestantismo: la posibilidad de hablar. Aunque tradicionalmente nos autodenominamos “el pueblo del Libro”, en referencia a la Biblia, lo cierto es que también podemos considerarnos como “el pueblo que habla”.

Los protestantes sabemos hablar, desde niños somos entrenados para hablar.

La cuestión es que, quizá, tras tantos siglos, ya hemos hablado demasiado. Y, hay que reconocerlo, últimamente nuestra habla a estado muy carente de la briosa protesta contra los dogmatismos y nos hemos dedicado a apologizar o defender nuestros propios dogmas. En lugar de alzar la voz, como antaño, para denunciar los males sociales, se han escuchado voces protestantes en contra de los derechos de otras minorías étnicas y sexuales.

“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora”, nos dice Eclesiastés, “tiempo de hablar y tiempo de callar” (Ecl. 3.1, 7). Los protestantes sabemos hablar, pero ha llegado el tiempo de callar... y escuchar al Espíritu en medio de este apocalipsis en el que nos encontramos. 

2. Escuchando en los últimos tiempos

“El que tiene oídos para oír que oiga” es una frase que forma parte de un grupo de expresiones que se consideran como la voz más original de Jesús.[4] (Mc 4;9; 4:23). En Apocalipsis esta frase se convierte en una urgente reiteración para las iglesias. No es hablar ni predicar, sino escuchar la principal acción espiritual. “La fe viene por el oír” (Ro 10:17) ¿Cuál es la diferencia entre hablar y escuchar? La misma que existe entre el yo y el nosotros.

El antropólogo Carlos Lenkersdorf, quien fuera un experto en el idioma mayense tojolabal de Chiapas y Guatemala, explicaba que en nuestro idioma español la frase “yo hablo” es completamente valida y tiene sentido. Porque yo puedo hablar en el momento en que quiera, esté acompañado o solo. Sin embargo, en el idioma tojolabal la frase “yo hablo” carece totalmente de sentido gramatical. Para que esa frase tenga sentido gramatical se debe decir: “yo hablo, tú escuchas”.[5]

Si en español decir “yo hablo” tiene sentido es porque nuestro idioma está en clave del yo. Podemos hacer soliloquios y hay, incluso, hasta quienes hablan con estatuas de finados generales de la Revolución. Pero en un idioma en clave del nosotros hablar siempre requiere compañía, a los Otros y Otras. Ahora bien, el hebreo bíblico también es un idioma en clave del nosotros y no de yo. En el Antiguo Testamento no se piensa desde el individuo aislado, sino siempre en comunidad. Este carácter comunitario de cuño hebreo se trasladó a las primeras comunidades cristianas quienes “tenían todas las cosas en común” (Hch 2:44).[6]

Por eso la oración dominical comienza diciendo “Padre nuestro” y no “Padre mío”. Pues vincularnos con Dios no es un asunto de “decisión personal”, sino un acto colectivo de solidaridad. “Cree en el Señor Jesús, y serás salvo, tú y toda tu casa” (Hch 16:31). Nada más extraño para el lenguaje bíblico que hablar de una “salvación personal”. El mismo Pacto de Dios nunca se concibe como un acuerdo entre particulares, sino como parte de un derecho colectivo: “a tu descendencia daré esta tierra” (Génesis 15:18). 

Esto puede parecernos muy extraño porque nuestra herencia protestante es liberal, es decir, individualista. Por eso hay que callar un poco. Porque el Espíritu de Dios manifestado en las Escrituras está más cercano a las lógicas comunitarias de los pueblos indígenas, como los tojolabales, que a nuestra moderna mentalidad individualista.

Cuando pienso en clave del yo, mi principal labor es la de hablar y predicar aquello que yo sé, considerando que tengo la verdad entre los labios y los demás deben escucharme a mí. Pero cuando pienso en clave del nosotros, antes que hablar, lo más importante es escuchar a los demás. ¡Y eso nos cuesta mucho trabajo!

Como cristianos centrados en el yo, queremos tener siempre una respuesta, un consejo, una palabra de parte de Dios para el afligido. Pensamos que poseemos la sabiduría suficiente para acompañar a las personas, restaurarlas, decretar sobre de ellas bendición. Y nuestra intención no es mala, pero, es importante que consideremos en callar un poco.

Ocurre que, por ejemplo, el doliente por una pérdida, y ahora más entre tantos fallecimientos por Covid-19, no necesita que le digamos versículos bíblicos y menos que lleguemos con discursos triunfalistas de Cristo derrotando a la muerte mientras frente a sus ojos yace muerta la persona a quien tanto amó. Un doliente no necesita nuestra voz. Necesita nuestro silencio solidario. Nos urge sensibilizarnos ante la pérdida ajena, aprender a consternarnos ante el dolor junto con el sufriente y no querer anular su dolor mediante nuestras declaraciones de fe.

Debemos dejar de pensar en clave de yo, y comenzar a pensar en clave del nosotros. Porque ahí es hacia donde el Espíritu nos guía: no a hablar, sino a escuchar. El que tenga oídos para oír que oiga, se nos repite, una y otra vez, en los mensajes apocalípticos a las siete iglesias. Estos mensajes del Espíritu se deben escuchar pues anuncian no solo un fin, sino también la esperanza de un nuevo comienzo.  ¿Significa eso que estamos en un apocalipsis? La respuesta es: Sí. 

3. La escucha escatológica

Me parece muy desconcertante ver a tantos teólogos el día de hoy esmerándose en predicar que esta pandemia que tenemos encima no es el apocalipsis, ni el fin del mundo. Desde luego que coincido con ellos en que debemos evitar los alarmismos fatalistas, sin embargo, teológicamente hablando no podemos negar que estamos en un proceso del fin del mundo. Mientras más pasa el tiempo más nos damos cuenta de que el mundo antes de 2020, simplemente, terminó.  Dejar atrás el uso del cubrebocas no nos regresará a nuestra vieja normalidad, ni hará que volvamos a vivir como antes.

Porque millones de personas que antes habitaban este mundo con nosotros, ya no están. Porque miles de negocios que antes nos rodeaban, cerraron o quebraron; porque muchos vecinos tuvieron que mudarse. Nuestros hábitos han cambiado, las palabras que decimos también, la forma de nuestro trabajo es distinta. ¡Sí! Esto ha sido un fin del mundo. Y mientras más posterguemos el trabajo del duelo por lo que hemos perdido, más tardaremos en poder mirar hacia el futuro.

Las siete iglesias de Apocalipsis estaban enfrentando su propio fin del mundo y el Espíritu les daba el mensaje de una lucha inminente, que, sin embargo, terminará en victoria. “Al que venciere” se repite una y otra vez. El anuncio del Espíritu es una lucha que está en desarrollo, es una revelación de que algo está cambiando y algo en el mundo está terminando. 

¡Es simbólico! Dicen algunos interpretes sesudos del Apocalipsis, pensando que por invocar al símbolo se le resta poder al mensaje. Claro que Apocalipsis es simbólico, eso no lo hace menos real. Todo lo contario, lo hace universal. Los símbolos del apocalipsis tales como “el árbol de la vida” (Ap 2:7) la “segunda muerte” (Ap 2:11), el “maná escondido” (Ap 2:17) no son metáforas de sentido oculto, estos símbolos hablan abiertamente de una renovación total, de un nuevo comienzo (ahora se ha puesto de moda la frase “nueva normalidad”). Porque el mensaje del Espíritu durante nuestro apocalipsis es muy claro: ¡Se acabó! ¡Hay que comenzar de nuevo!

Pero hablamos tanto que no escuchamos. Nos negamos a reconocer que el mundo en el que vivíamos terminó y levantamos nuestra voz para intentar negar esa realidad. Nos negamos a escuchar la voz escatológica o apocalíptica del Espíritu porque nos habla del fin del mundo y del fin de nuestras certezas. Es un llamado para afrontar no una “nueva normalidad”, sino una nueva realidad. Porque hoy que tenemos la oportunidad de ser guiados por el Espíritu para hacer algo extraordinario, lo menos que debemos buscar es ser normales.

La escucha escatológica puede resumirse en la frase que leemos en el mensaje a la iglesia de Sardis: “Sé vigilante y afirma las otras cosas que están para morir” (Ap. 3:2). Como si se nos dijera: hay cosas que están por morir, el mundo está cambiando, está terminando.

Un mensaje tan claro, pero a la vez, tan estremecedor que nos negamos a oírlo. Lo que pasa es que pensamos que “el fin del mundo” es un fin absoluto y fatídico. No es así en Apocalipsis. El fin del mundo no significa otra cosa que el fin del mundo de injusticia y perversión. No se trata de que la Tierra se vaya a extinguir. El Apocalipsis bíblico es una renovación constante en busca de la justicia. Por eso sus símbolos, no irreales, sino universales, nos hablan de la recuperación del árbol de la vida y la nueva aparición de maná sobre el mundo: plenitud y saciedad en justicia. Deben luchar para atraer ese nuevo mundo de abundancia: es el mensaje del Espíritu a los ángeles custodios de las siete iglesias.

El Espíritu nos guiará a ese nuevo Edén no de forma automática, sino afrontando las adversidades, confrontando a los tiranos religiosos como el Falso Profeta o políticos como la Bestia. El Apocalipsis no es un espectáculo de explosiones y aniquilación, sino un proceso en el que la iglesia de Cristo, guiada por su Espíritu, se esmera en consumar el Reino de justicia de Dios.

Conclusión

Hemos sido entrenados para hablar, pero es tiempo de escuchar lo que el Espíritu tiene que decirnos. Es un llamamiento comunitario, no individual, es un mensaje a iglesias, hacia comunidades. El Espíritu pide ser escuchado en clave del nosotros. Es necesario que, pese a nuestro orgullo histórico protestante de ser el pueblo que habla, en estos últimos tiempos nos convirtamos en el pueblo que escucha.

La voz del Espíritu es diversa y plural, está circulando no solo desde las iglesias cristianas, sino también en el fragor de las protestas populares, los reclamos de justicia y dignidad humana, los derechos de las minorías. Si solo pensamos en el “yo” nunca escucharemos que, aunque yo no sea campesino, debo solidarizarme con los campesinos, aunque yo no sea maestro, debo solidarizarme con los docentes, aunque yo no sea migrante, debo solidarizarme con los migrantes y reconocer que sus demandas son mensajes escatológicos de que este mundo de injusticias tiene que terminar.

Un apocalipsis no significa un fin absoluto, sino solo el fin del mundo de injusticia que prevalece. ¿A qué viene el querer negar que hoy tenemos la oportunidad de vivir un apocalipsis y luchar para conseguir ese “maná escondido” ese “árbol de la vida” que nos de sustento y justicia en un nuevo mundo?

Durante toda mi infancia escuché sermones del fin, que los tiempos se habían acortado, que el Día del Juicio no tardaba en ocurrir. Fue un error de lectura, debieron decir el Día en que se hará justicia, y, finalmente, ese Día ha llegado. No le tengamos miedo a este apocalipsis que transcurre frente a nuestros ojos. Escuchemos la voz guiadora del Espíritu.

Estas cosas “deben suceder pronto” (Ap 1:1).



[1] Jean-Pierre Bastián, “Las sociedades protestantes y la oposición a Porfirio Díaz, 1877-1911” en Pilar Gonzalbo Aizpuru (ed.) Iglesia y religiosidad. Lecturas de historia mexicana 5, El Colegio de México, México, 1992, pág 186.

[2] Antonio Caso, “La universidad y la c o el fetichismo comtista en solfa”, en Obras Completas I – Polémicas, UNAM, México, 1971, pág. 9.

[3] Antonio Caso, Obras Completas III – La existencia como economía, como desinterés y como caridad, UNAM, México, 1972, pág. 6. La alusión a lutero proviene de su “Ensayo sobre la esencia del cristianismo” de 1916.

[4] Martín Gelabert Ballester, “Escuchar la voz y el silencio de Dios” en Veritas, vol III, núm. 19, 2008, 383-398.

[5] Carlos Lenkersdorf, Aprender a escuchar. Enseñanzas maya-tojolabales. México, Plaza y Valdés, 2008.

[6] Rafael Aguirre, La mesa compartida. Estudios del Nuevo Testamento desde las ciencias sociales. Santander, Sal Terrae, 1994. 

sábado, 19 de marzo de 2022

Laodicea: “Te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego” (Apocalipsis 3.14-22), Pbro. Leopoldo Cervantes-Ortiz


Ruinas de Laodicea

20 de marzo, 2022

Para que seas realmente rico, yo te aconsejo que compres de mí oro refinado en el fuego, y vestiduras blancas, para que te vistas y no se descubra la vergüenza de tu desnudez.
Apocalipsis 3.18a, RVC 

Trasfondo

L

aodicea, cuyo significado es “perteneciente a Laodike”, esposa de Antíoco II, fue una ciudad del antiguo imperio seléucida (los herederos de Alejandro Magno), que originalmente se llamó Dióspolis (ciudad de Zeus) y Roas. Estaba situada a unos 10 km al sur de Hierápolis y 17 km al oeste de Colosas, sobre un importante camino. Hoy se ubica a 6 km de la moderna ciudad de Denizli. Antíoco III el Grande llevó allí cerca de dos mil familias judías de Babilonia, comunidad que adquirió gran importancia. Recibió de Roma el título de “ciudad libre” y fue la cabecera de un conventus que incluía otras 24 ciudades. Sufría frecuentemente de terremotos y en 60/61, bajo Nerón, uno de ellos destruyó completamente la ciudad, en donde se adoraba a Zeus, Esculapio y Apolo, además de los emperadores. En 2013, la UNESCO la reconoció como Patrimonio Mundial (https://whc.unesco.org/en/tentativelists/5823/).

Ciudad rica en industrias y comercio, era también sede de una floreciente escuela de medicina. La comunidad de fe había sido fundada por Epafras durante el trabajo de Pablo en Éfeso (Col 1.7, 4.12ss). El Señor Jesucristo “se da a así mismo el nombre de ‘el Amén’ (equivalente a veraz, cierto). Esta palabra se traduce e ilustra con la expresión ‘el testigo fiel y veraz’. Él demostró ser el testigo fiel y veraz al anunciar a los hombres la revelación de Dios, pese a todo género de oposiciones, sellando luego el anuncio con su sangre. Con propiedad puede llamarse ‘principio de la creación de Dios’, porque es el origen de ella, dado que por él fueron creadas todas las cosas”.[1] Xabier Pikaza agrega: “Amén es la respuesta litúrgica de aquellos que escuchan a Dios y le aclaman, esperando que complete su obra, al principio (1.7; cf. 5.14; 7.12) y final del Apocalipsis (22.20; cf. 19.4). El mismo Cristo cósmico y eclesial (2,1) es el Amén, Palabra culminada, Testigo Fiel y Verdadero (cf. 19.11)”.[2] Sobre la situación de la comunidad, resume como sigue: “Más que dividida parece mala, pues pretende ser, al mismo tiempo, fría y caliente, pagana y cristiana (= tibia) Es signo de todas las iglesias dispuestas a pactar con Roma, llamándose cristianas, pero renunciando a la identidad de Jesús. Juan la sitúa ante la gran alternativa: no puede ser las dos cosas a la vez”.[3]

 

“Yo sé todo lo que haces, y sé que no eres frío ni caliente” (3.15a)

La comunidad de fe recibe el más severo reproche, sin ningún reconocimiento. El Señor Jesús “la califica de tibia [jliarós, 3.16], sumida en el espíritu mundano y en la indiferencia. Es cierto que no ha caído en culpas graves, ni todavía ha renegado de Cristo (aún no está fría), pero le falta aquel espíritu de alegre entrega, en entusiasmo y la fiel adhesión que le darían calor. Por eso provoca náuseas a Cristo y éste la amenaza con vomitarla, como se hace con el agua tibia, lo que equivale a desecharla”.[4] La situación es aún más peligrosa porque la comunidad ni siquiera se da cuenta de la miseria en la que se encuentra y, por el contrario, vive en la ilusión de que todo marcha bien, y está muy satisfecha de sí misma. Quizá se debía eso a que no vivía fuertes persecuciones o pruebas, o, lo más probable, a que disfrutaba de una gran riqueza material, pues era una ciudad rica, con muchos bancos, fábricas y casas comerciales.

Tal como observa Elisabeth Schüssler Fiorenza desde un panorama más amplio:

 

…sólo una minoría de los habitantes de las ciudades asiáticas se beneficiaba del comercio internacional en el Imperio romano, pues la inmensa mayoría de la población urbana vivía en la extrema pobreza o en la esclavitud (18.13).

El autor del Apocalipsis se pone de parte de esa mayoría de pobres y oprimidos. No sólo critica agriamente a la comunidad de Laodicea, que se enorgullece de su riqueza, sino que anuncia continuamente el juicio y la destrucción de los ricos y poderosos del mundo (6.12-17; 17.4; 18.3, 15-19, 23).[5] 

El Señor descubre sin reparos su desnudez: como la comunidad se sentía muy rica, seguramente lo atribuía a los bienes materiales, pero confundió eso con la riqueza espiritual, que le escaseaba. En realidad, se debatía entre la pobreza y la miseria; más aún, y el texto endurece su lenguaje todavía: era “pobre, ciega y desnuda” (3.17b).

 

“Te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego” (3.18a)

Por todo lo anterior, el Señor aconseja a la iglesia que busque en él únicamente los motivos para su riqueza y orgullo, invitándola a comprarle oro acrisolado, limpio de toda impureza (3.18), a fin de salir de su pobreza, vestidos blancos para cubrir su desnudez (18b) y colirio para curarse la ceguera (18c). “Los términos en que se hace esta recomendación se comprenden mejor cuando se piensa que en Laodicea abundaban los bancos, que allí se fabricaban tejidos de color negro y se exportaba una crema para aplicar a los ojos, elaborada en forma de barritas blandas”.[6] Los tres objetos que podían comprar representan bienes religiosos: el precioso tesoro de la gracia, fuerza para llevar a cabo buenas obras y, por último, la virtud de la prudencia cristiana.

Los castigos que se anuncian proceden del amor del Señor a la comunidad, un eco de Proverbios 3.12, con lo que se exhorta al arrepentimiento (19). De acontecer éste, lo que sigue es una acogedora solicitud de Jesucristo para abrir la puerta y ser recibido, y cenar con él (20). Ello equivale a decir que le concederá un lugar en su mesa, en la del gran banquete escatológico. La promesa hecha al vencedor se coloca en el mismo horizonte de fe y esperanza: “…le concederé el derecho de sentarse a mi lado en mi trono, así como yo he vencido y me he sentado al lado de mi Padre en su trono” (21), con lo que se podrá participar de la realeza del Salvador, de la misma manera que él fue hecho partícipe de la soberanía del Padre celestial. Allí resuena la alusión al Salmo 110.1, una referencia constante en todo el Nuevo Testamento.

 

Conclusión

 

Las metas persuasivas del Apocalipsis son teo-éticas; en consecuencia, no existen fronteras fijas e impermeables entre salvados y no salvados, entre cristianos y no cristianos. Tal como se advierte en la primera serie de mensajes al principio del libro, el juicio empieza con la comunidad cristiana. Del mismo modo que la ekklesia de Laodicea es condenada porque dice: “Soy rica, tengo muchas riquezas y nada me falta” (3.17), también se advierte a los lectores que no estén tan seguros de su salvación. Los cristianos pueden perder todavía su libertad y salvación convirtiéndose en esclavos del poder de Babilonia/Roma, un poder destructor de la tierra. El Apocalipsis pone, así, de relieve la necesidad de una ética del compromiso. Esta ética política manifestada en el compromiso intenta evitar que los lectores proyecten el mal en los demás y piensen que están libres de él. El Apocalipsis proclama y visualiza el juicio contra los poderes deshumanizantes del mal para evitar que los lectores sucumban a los encantos de esos poderes.[7]



[1] Alfred Wikenhauser, El Apocalipsis de san Juan. Barcelona, Herder, 1981 (Biblioteca Herder, Sagrada Escritura, 100), p. 81.

[2] Xabier Pikaza, Apocalipsis. Estella, Verbo Divino, 1999, p. 58.

[3] Ibid., p. 56.

[4] A. Wikenhauser, op. cit., pp. 81-82.

[5] Elisabeth Schüssler Fiorenza, Apocalipsis: visión de un mundo justo. Estella, Verbo Divino, 1997, p. 140.

[6] A. Wikenhauser, op. cit., p. 82.

[7] E. Schüssler Fiorenza, op. cit., p. 186. Énfasis agregado.

sábado, 12 de marzo de 2022

Filadelfia. "Aunque tienes poca fuerza, has guardado mi palabra" (Apocalipsis 3.7-13), Pbro. Leopoldo Cervantes-Ortiz

Ruinas de Filadelfia en Alasehir

13 de marzo, 2022

Aunque son pocas tus fuerzas, has obedecido mi palabra y no has negado mi nombre.

Apocalipsis 3.8b, RVC 

Trasfondo

E

l sitio de Filadelfia está cubierto hoy por la moderna ciudad de Alaşehir, situada a menos de 48 km de Sardis. El rey Éumenes II, quien la fundó en 189 a.C., la nombró así en honor a su hermano Átalo, cuya lealtad le ganó el nombre de Filadelfo, “el que ama a su hermano”. Al no tener heredero, Átalo III Filométor donó su reino, incluida la ciudad, a sus aliados romanos que establecieron la provincia de Asia en el 129, al combinar Jonia con el antiguo reino de Pérgamo. “El gran terremoto del año 17 d.C. tuvo un efecto tan profundo que el contexto de la carta apocalíptica debe estar estrechamente relacionado con él. El desastre tuvo un impacto notable en el mundo contemporáneo como el más grande en la memoria humana y también pasó de forma distorsionada a la tradición cristiana mucho más tarde. […] El concepto de Filadelfia como una ciudad nueva con un nombre nuevo para honrar al emperador divino cuyo patrocinio había restaurado su fortuna [Tiberio] se ha relacionado con Apocalipsis 3.12”.[1] En 1923, sus habitantes griegos fueron expulsados y fundaron Nueva Filadelfia.

“A Filadelfia, Cristo se presenta como el santo y como el que resume en sí mismo y lleva a su máximo desarrollo la historia de la salvación del Antiguo Testamento, centrada en la casa de David. Cristo, punto de llegada en la línea histórica de la salvación representada por David, tiene plenos poderes en el ámbito de esa salvación, con una fuerza irresistible capaz de derribar todos los obstáculos (v. 7)”.[2] La situación de la iglesia de Filadelfia era complicada, aun cuando se había mantenido fiel en un clima de sufrimientos y de persecución, pero estaba llegando al límite de sus fuerzas. El Señor Jesucristo le da aliento y le asegura una nueva perspectiva de servicio (“la puerta abierta”: v. 8), su amor vela sobre ella y aliviará el peso de la prueba (v. 10). Si se mantiene fiel, alcanzará su corona celestial, entrará a formar parte de la esfera divina (“columna del santuario de mi Dios”: v. 12) y verá plenamente realizada en sí misma la salvación mesiánica propia de Cristo resucitado (“mi nombre nuevo”: v. 12). 

“Aunque son pocas tus fuerzas, has obedecido mi palabra y no has negado mi nombre” (3.8b)

El Señor Jesús se presenta como el depositario de la llave de David, expresión que viene de Isaías 22.22, donde Dios anunció a Eliacím su elección como mayordomo de la corte de Ezequías. Aquí debe entenderse en sentido mesiánico, esto es, como una afirmación de que el Señor, como hijo de David, “tiene el poder de las llaves y decide, sin posibilidad de apelación, quién puede entrar en el reino mesiánico y quién queda excluido de él”.[3] El lenguaje sensible que viene a continuación forma parte del reconocimiento cálido de lo que hace la pequeña comunidad, de una vida modesta, formada por grupos de esclavos y de pequeños comerciantes. No obstante ello, ha sido valiente en mantener la fidelidad a la palabra divina y al nombre del señor Jesucristo.

Como premio a tal fidelidad ante las adversidades, el Señor anuncia “que ha abierto delante de ella una puerta que a ningún poder enemigo le es dado poder cerrar. Habitualmente estas palabras se interpretan como una profecía sobre el exitoso futuro misionero de esta iglesia, aunque otros expertos opinan que se promete la admisión al reino escatológico de Dios.[4] La hostilidad judía será sometida y avergonzada, al grado de que estos opresores reconocerán a los cristianos como verdaderos hijos/as de Dios (v. 9). La promesa de Is 49.23 y 60.14 se cumplirá cuando los judíos incrédulos terminen por tributar al nuevo pueblo de Dios. “Los judíos étnicos mantienen la absoluta pretensión de ser los verdaderos judíos, los descendientes legítimos. […] El Apocalipsis añade, en cambio, ‘no lo son y además mienten’. [...] Los judíos han pasado a desempeñar el papel de las naciones paganas frente a los cristianos. Son ahora éstos […] quienes recogen la verdadera herencia de Israel; por ellos se sigue proclamando el nombre de Dios y de Cristo ante el mundo”.[5]

El anuncio de “la hora de prueba” que habría de venir y de la protección que recibirá la comunidad está precedido por un reconocimiento de su obediencia al mandato de ser perseverante (10). “La hora de la prueba adquiere un ámbito universal y cósmico, ‘sobre toda la tierra’, para probar a los ‘habitantes de la tierra’. […] …la hora de la tentación vendrá sobre todo el mundo, pero los fieles cristianos de Filadelfia (y a través de ellos representativamente toda la Iglesia) se verán protegidos por la asistencia de Cristo”.[6] 

“Ya pronto vengo. Lo que tienes, no lo sueltes, y nadie te quitará tu corona” (3.11)

 

La fidelidad presente de la iglesia le asegura, siguiendo las huellas de su maestro, la victoria eterna. Por eso, el Señor le promete: “Vengo pronto”. Es una confirmación de su ayuda. Y dice a la comunidad leal de Filadelfia: “Mantén lo que tienes para que nadie se lleve tu corona”. Es Filadelfia una Iglesia a la que el Señor no recrimina ni reprocha nada; sólo le anima a mantenerse donde está, que se aferre a lo que ya posee, que siga haciendo lo que tiene que hacer, cada vez con más conciencia y de manera más ajustada.[7] 

Si los creyentes de Filadelfia seguían como hasta ahora, recibirán la corona gloriosa (2.10), “pero cualquier descuido futuro podría privarlos de esa guirnalda de la victoria”.[8] Deben evitar a toda costa que les sea arrebatada en el último momento, puesto que ya está preparada en el cielo. Finalmente, mediante un lenguaje cultual, se anuncia al vencedor que, primero, será “columna en el templo de mi Dios” (12)a, y que se le impondrán tres nombres: el de Dios, la nueva Jerusalén y el nombre nuevo del Señor (12b). “El Señor sigue precisando el contenido del premio y añade un par de detalles y de circunstancias relevantes. Dice que ‘lo haré columna en el templo de mi Dios’ […]. La palabra naós [nave] designa la parte más santa e íntima del templo”.[9] Cada creyente ya está aposentado como pilar en el santuario divino, no puede ser expulsado de ese lugar. La pertenencia a ese espacio litúrgico está garantizada por la promesa del Señor.

La tríada de nombres implica la novedad de personalidad, “la adquisición de una inédita forma de ser y de actuar. En esta transformación la reciente figura anula y supera la anterior”.[10] Invocar el nombre divino sobre el pueblo significa el favor continuo del Señor. El nombre de la ciudad santa remite a la ciudadanía para entrar y poblar la Jerusalén celestial. Y el nombre del Señor representa la identificación plena con su persona y su mensaje, una comunión total con Él.

 

Conclusión: “¡Lo que Dios puede hacer con una iglesia de poco poder!”

 

En contraste con su respuesta a Esmirna, Cristo no responde a Filadelfia con algo como “tienes poco poder [dunamis], pero mucho poder espiritual”. El “poco poder” no se califica ni se condiciona. […] …el énfasis del texto no cae sobre el poco poder de ellos sino sobre su fidelidad y las grandes cosas que Cristo iba a hacer en ellos. Aquí también la paradoja es dramática: los enemigos tenían mucho poder, pero cuando Cristo abre, “no pueden (dunatai) cerrar” (3.7s); los creyentes tienen poco poder, pero en Cristo sí pueden, y nadie puede resistirse (3.9). Nuestro mundo actual vive obsesionado por el poder […] …no deja mucho lugar para el “poco poder”. Y lamentablemente, desde hace siglos, la Iglesia ha caído muchas veces en la misma trampa.[11]



[1] C. J. Hemer, The letters to the Seven Churches of Asia in their local setting. Sheffield, Sheffield Academic Press, p. 156.

[2] Ugo Vanni, Apocalipsis Una asamblea litúrgica interpreta la historia. 6ª ed. Estella, Verbo Divino, 1998, p. 36.

[3] Alfred Wikenhauser, El Apocalipsis de san Juan. Barcelona, Herder, 1981 (Biblioteca Herder, Sagrada Escritura, 100), p. 79.

[4] Ídem.

[5] F. Contreras Molina, El Señor de la vida. Lectura cristológica del Apocalipsis. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1991 (Biblioteca de estudios bíblicos, 76), p. 124.

[6] Ibid., pp. 127-128.

[7] Ibid., p. 128. Énfasis agregado.

[8] J. Stam, Apocalipsis. Tomo I. Caps. 1-5. 2ª. ed. Buenos Aires, Ediciones Kairós, 2006, p. 158.

[9] F. Contreras Molina, op. cit., p. 220.

[10] Ibid., p. 223.

[11] J. Stam, op. cit., pp. 165-166.

viernes, 4 de marzo de 2022

Sardis: "Sé vigilante, y afirma las otras cosas que están para morir" (Apocalipsis 3.1-6), Pbro. Leopoldo Cervantes-Ortiz


Templo de Artemisa en Sardis

6 de marzo, 2022

Mantente vigilante y afirma todo aquello que está a punto de morir, pues he encontrado que tus obras no son perfectas ante mi Dios.                                                                                           

Apocalipsis 3.2, RVC

 

Trasfondo

S

ardis, la actual ciudad de Sart, Turquía, “‘fue una de las grandes ciudades de la historia primitiva: en opinión de los griegos, fue durante mucho tiempo la más grande de todas las ciudades’. […] Esta era una ciudad extrañamente dominada por su pasado ilustre y proverbial”.[1] Se puede decir que hay una gran simbiosis entre la historia de la ciudad y lo acontecido en la comunidad de fe, tal como explica Pablo Richard: “La ciudad refleja un poco lo que es la comunidad: de un gran esplendor en el pasado, ahora venida a menos; su economía era la producción de géneros de algodón y el arte de teñir, y dos veces la ciudad cayó tomada por sorpresa (por no estar vigilantes)”.[2] Fue capital de la provincia de Lidia en la última etapa del Imperio Romano, por lo que fueron notables el templo dedicado a Artemisa y una sinagoga, cuyas ruinas se conservan parcialmente. En Abdías v. 20 se menciona un lugar probablemente asociado a Sardis: Sefarad, lo que plantea la posibilidad de una comunidad judía bien establecida y tolerada. Existe un proyecto arqueológico de investigación sobre ella desde 1958 patrocinado por las universidades de Harvard y Cornell (https://sardisexpedition.org).

 

En la comunidad es importante el tema del vestido. Aquí aparece tres veces. El vestido blanco, no manchado por la idolatría, es el de los mártires, los que vencen a la Bestia, su imagen y su marca. Jesús también es mártir y anda vestido como los mártires. Estos pueden ser los testigos todavía vivos o quienes han dado ya su vida por el testimonio. Todos llevan sus vestiduras blancas. La misma expresión se usa en 4.4 para los 24 ancianos vestidos de blanco en el cielo junto al trono de Dios. Con otra palabra (ropa = stolé) se habla de los vestidos blancos de los mártires en 6.11 y 7.9, 13, o vestidos lavados (blanqueados) en 7.14 y 22.14. También con otra palabra (lino = byssinos) en 19.8 y 19.14. El vestido es símbolo de la conducta o de la práctica de las personas (cf. 19, 8).[3]

 

“Mantente vigilante y afirma todo aquello que está a punto de morir” (3.2a)

El Señor Jesús se presenta nuevamente como “el que tiene los siete espíritus de Dios [Zac 4.10], y las siete estrellas” (3.1a) y de inmediato reprocha severamente a la comunidad: “Yo sé todo lo que haces, y sé que estás muerto, aunque parezcas estar vivo” (1b). Él sabe que, aunque parece viva, la iglesia está espiritualmente muerta, pues al examinar su conducta moral o religiosa, juzgada según el criterio de Dios, se le ha encontrado un fuerte faltante. Posiblemente a los cristianos de Sardis les importaba más la apariencia exterior que la vida interior. También se le reprocha que muchos de sus miembros tienen los vestidos manchados (4), quizá por causa de los mismos extravíos vistos en Pérgamo y Tiatira. La exhortación consiste en mantenerse vigilante para recuperar “aquello que está por morir” (2a) a fin de no caer definitivamente en la muerte espiritual. “Jesús remece a la comunidad con cinco imperativos: “...hazte vigilante... consolida lo poco que tienes y que está a punto de morir... recuerda cómo recibiste y oíste mi Palabra... guárdala y arrepiéntete” [3a].[4]

 

En esto les será útil el recuerdo de las excelentes disposiciones iniciales cuando con tanto entusiasmo escucharon la predicación y abrazaron la fe; la abundancia de bienes espirituales que entonces recibieron debe ahora conservarla y hacerla eficaz, para así volver al fervor con que en tiempos pasados practicaban la vida cristiana. Mas, si dejan caer en el vacío esta viva exhortación, Cristo vendrá sobre ellos de improviso, como ladrón en la noche, y los juzgará. Si a los impenitentes se les anuncia un riguroso castigo, también a los pocos fieles que se han mantenido incontaminados se les promete una espléndida recompensa.[5] 

Que una iglesia reconozca sus errores delante de la más grande instancia que la preside, sobre todo ante la dureza de la frase: “…pues he encontrado que tus obras no son perfectas” (4b), debería ser la norma que presida su comportamiento básico. Habría que confrontar esta afirmación con el lema que tanto se repite, pero que no tiene cauces viables, visibles o institucionales para llevarse a cabo: “La iglesia reformada, siempre reformándose según la Palabra de Dios”. Nadie sabe, hasta hoy, cómo se puede implementar un proceso semejante al interior de las iglesias establecidas. Acaso por ello el Dr. Alfonso Ropero ha escrito acerca de la “irreformabilidad” de las iglesias protestantes.[6]

 

“El que salga vencedor será vestido de blanco, y jamás borraré su nombre del libro de la vida” (3.5a)

 

La palabra nombre (ónoma) aparece cuatro veces en este mensaje a la comunidad de Sardes, lo que expresa una identificación precisa de las personas. Identificación de la comunidad como tal (nombre, con el sentido de fama, de estar viva); hay en la comunidad pocos nombres de los que no son idólatras; el nombre del vencedor no será borrado del libro de la vida, y Jesús confesará su nombre delante del Padre. Llama la atención la existencia de muchas resonancias de los evangelios sinópticos en este mensaje a Sardes.[7] 

Las palabras dirigidas a quien resulte vencedor/a encierran tres promesas muy claras, todas relacionadas con el mismo bien escatológicos: a) llevarán vestiduras blancas, símbolo de pureza y obediencia; b) su nombre estará escrito en el libro de la vida (Salmo 69; Daniel 12.1), de gran importancia en todo Apocalipsis (13.8; 17.8; 20.12, 15; 21.27; 22.19); y c) será reconocido por el Señor en el juicio final (5), tal como lo anunció el propio Jesús en sus discursos de Mateo 7.23 y 25.12.[8] “El que venza, tendrá una nueva personalidad celestial (se vestirá de blanco: v. 5) y su validez moral, por obra de Cristo, quedará en pie delante de Dios (ante mi Padre y sus ángeles reconoceré su nombre: v. 5). La última imagen es potente y duradera: en el juicio definitivo el propio Señor afirmará reconocer por nombre a la persona (Mateo 10.32; Lucas 12.8).

La intensidad de estas promesas escatológicas es definitiva para reforzar la exhortación hecha a la comunidad. El desafío es tomar muy en serio semejante anuncio y confirmar que, gracias a él, es posible retomar el camino y reencontrar el rumbo de la estricta obediencia a la voluntad del Señor. Individual y colectivamente queda un sabor profundo emanado de las palabras fieles y verdaderas del Hijo de Dios. 


Conclusión

 

El “vencedor” no puede distinguirse rígidamente de los “pocos” del verso anterior. El “libro de la vida” recuerda los registros ciudadanos común a los mundos judío y helenístico, una imagen apta en un antiguo centro de los archivos reales. Se sugiere que aquí una mayoría en la iglesia había ganado aceptación en la sinagoga en el costo de la negación implícita del “nombre” de Cristo. Los pocos fieles tal vez se habían enfrentado a la eliminación del registro de la sinagoga, un asunto de gran importancia bajo Domiciano, pero se les aseguró que sus nombres nunca serían borrados del libro celestial. Según este punto de vista, estaban resistiendo una tentación como la que la 'sinagoga de Satanás' había impuesto a las iglesias de Esmirna y Filadelfia. La reiteración peculiar de ónoma en la carta se adaptará al énfasis en el libro o registro.[9] 



[1] Colin J. Hemer, The Letters to the Seven Churches of Asia in their Local Setting. Sheffield, 1986, p. 129. Hemer cita a W.M. Ramsay, The Letters to the Seven Churches of Asia. Londres, 1904, p. 354.

[2] P. Richard, Apocalipsis: reconstrucción de la esperanza. San José, DEI, 1990, pp. 79-80.

[3] Ibid., p. 80.

[4] Ídem.

[5] Alfred Wikenhauser, El Apocalipsis de san Juan. Barcelona, Herder, 1981 (Biblioteca Herder, Sagrada Escritura, 100), p. 77.

[6] Alfonso Ropero, “La irreformabilidad del protestantismo”, en www.pensamientoprotestante.com/2020/10/la-irreformabilidad-del-protestantismo.html: “Lo que aquí ocurre es que el lema de iglesia reformada siempre reformándose, inconscientemente lo cambian por iglesia reformada siempre reformada. Es decir, siempre idéntica sí misma, fiel a la Reforma de hace medio milenio como si allí se encontrara todo el evangelio, puro e inmaculadamente concebido”.

[7] P. Richard, op. cit., p. 80.

[8] A. Wikenhauser, op. cit.

[9] C. J. Hemer, op. cit., pp. 151-152.

La paz, el amor y la fe en Dios (Efesios 6.21-24), Pbro. Dr. Mariano Ávila Arteaga

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